Cristina Morales

Terroristas modernos


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y sus letras borrosas por la lluvia. Buscó el tabaco alrededor de Yandiola y Yandiola dio un espasmo de dormido. Al moverse, las gafas y la caja de tabaco cayeron al suelo. La línea de fractura que ya asomaba por una de las lentes se alargó hasta chocarse con la montura y el cristal se desprendió en los dedos de Domingo Torres. Intentó encajarlo ejerciendo una leve presión, imprimió huellas dactilares de tinta en el cristal. Mejor no limpiarlo, pensó. Sujetó las circunferencias con las dos manos y las posó en la mesilla. Se llevó la palmatoria y el tabaco a la mesa, acercó la silla y se sentó de espaldas a Yandiola. Se quitó las botas y las medias y se agarró los pies desnudos, cruzó los dedos de las manos con los dedos de los pies. La levita le tiraba de las mangas y el pantalón de la entrepierna, y los ronquidos de Yandiola lo arrullaban.

      Al aflojarse el corbatín las manos frías le dieron frío y las resguardó entre la camisa y el cuello. Se acercó la vela y cogió el primer papel del montón. Sacó del bolsillo del chaleco el frasco de tinta que traía de la imprenta, sacó un pañuelo y desenvolvió la plumilla, le echó vaho y la frotó. La dirigió al tintero como un tenedor al plato, con apetito, y al introducirla chocó con la tinta helada, como si el tenedor encontrara el plato vacío. Domingo Torres insistió con unos golpecitos, se aproximó al vidrio y lo agitó en el aire. Acercó el bote a la llama y lo balanceó hasta que la tinta acompañó al movimiento. Realizó la operación con un gozo audaz e íntimo. Pensó se congela porque es tinta buena. Las cosas delicadas se congelan. Mojó la pluma y escribió en los márgenes de la hoja: las cosas delicadas se congelan. Se congelan las simientes bajo tierra, se congelan las mariposas despistadas, se congelan los salarios de los militares. Lanzó lejos el bucle de la ese. Separó la pluma del papel y la dejó apuntando al techo. El gesto le recordó el cigarro. A Domingo Torres le gusta escribir cuando tiene muchas ganas de fumar porque la ansiedad lo estimula. Dilata el deseo y escribe hasta que le tiembla el pulso. Ahora escribía así, con los primeros impulsos que le nacían del cogote y con la boca abierta, pisándose alternativamente los pies.

      Yandiola notó a Torres, se estiró y las monedas se chocaron debajo de sus nalgas. Se paralizó y farfulló ¿ya es de noche? Se palpó el cuerpo buscando los anteojos. Sólo está oscuro, apenas han dado las seis, respondió Torres. Yandiola los encontró junto a la ventana y al cogerlos la sección quebrada de la esfera se separó. No recordaba haberlos roto. Domingo Torres arrancó poco a poco la vista del papel, conforme terminaba una frase, hasta colocar la cabeza por encima del hombro para decir se te cayeron mientras dormías. Juan Antonio Yandiola se inquietó. Pensó que también se pudo caer la talega o la carta. Intenté arreglarlos, continuó Domingo Torres, perono importa, lo cortó Yandiola. Estos ya no me hacen nada. Repasó el filo del cristal roto con la vehemencia justa para no cortarse, los limpió con el extremo del camisón. A Juan Antonio Yandiola le gusta mirar la calle sin las gafas puestas. Las formas pierden su perfil, las personas son bultos sin sexo y sin posición, las luces se difuminan. Le sosiega ese mundo simplificado. Desde hace unas semanas no hace otra cosa. Se quita las gafas y mira.

      Pensaba quedarse quieto en la butaca hasta que Domingo Torres saliera o se acostara porque no quería volver a provocar el ruido de las monedas. Le picó la pierna y al ir a rascarse volvió a oírlas. Pensó qué barbaridad lo que suena el dinero y se aguantó el picor. Después de un rato le entró vértigo, una garra al final de la espalda, un temor de viejo. Retiró la mirada de la calle y formuló la sensación en su cabeza antes de decir vivo ocioso pero me sigue afectando el tiempo. Me molesta la división del tiempo que nos hemos inventado. Precisó me molesta la división humana del tiempo. Entonces, dijo Torres sin separase de la escritura, también te molesta el tiempo en sí mismo. El tiempo es una invención. Pues me molesta el tiempo, concluyó Yandiola. No es que no me guste envejecer o que no me gusten los horarios. No es que no me guste que el tiempo pase. Me molesta el tiempo en sí mismo. Me molestan los días, las horas, las estaciones. El movimiento de la Tierra me molesta. Dejó caer un brazo por encima del sillón y se mordió el pulgar de la otra mano. Tampoco es que no lo soporte, añadió. Simplemente me molesta. Domingo Torres apuró el resto violeta para escribir la fecha y rubricar, pero no quedó satisfecho. Empapó de nuevo la pluma, retintó los números y la firma, separó la silla de la mesa y se lanzó a por su cigarro. Dentro de la boca de Juan Antonio Yandiola, detrás, al borde de la garganta, se formaba una sonrisa. Confirmó que el mundo era poca cosa y quería celebrarlo. Dame, Domingo. Torres terminó de liar su cigarro y le voleó la caja del tabaco. Se desabrochó el rectángulo de los calzones y se resguardó la mano fría en los calientes genitales dormidos. Se sentó de medio lado hacia Yandiola y le dijo deberías titular ese libro que no estás escribiendo Revelaciones en Camisón. No lo estoy escribiendo porque no hace falta. Es un libro que se declama, es un libro para las tribunas, aclaró Yandiola. La gente no sabe leer. Cada vez hay más analfabetos. La imprenta está condenada a la extinción. Claro, corroboró Domingo Torres. Y las tribunas de las Cortes están en su mejor momento. Dieron una calada simultánea. Se miraron y se rieron y las monedas tañeron un poco.

      A mí no es que el tiempo me moleste, dijo Domingo Torres. Más bien me distrae. Pienso que para mañana tengo que escribir un artículo para la Gaceta, un cuento y un poema para Las Amenidades Literarias y sólo veo los minutos que faltan para que llegue mañana, sólo veo las horas y calculo si en las horas cabrán el artículo, el cuento y el poema. Con la distracción del tiempo nunca me da tiempo a terminar las cosas. Había aplastado la colilla en una esquina de la mesa y ahora se estaba terminando de bajar los calzones sin levantarse del asiento. Juan Antonio Yandiola introdujo el dedo índice en el aro hueco de las gafas y lo hizo girar. El dinero estaba contra la carne. ¿Has dicho que eran las seis?, preguntó. Ya serán cerca de las siete, respondió Domingo Torres. Un artículo cabe en cuarenta minutos, añadió. ¿No tienes frío así, en paños?, le preguntó Yandiola. Sí, bueno. Tengo trabajo. Así no me quedo dormido.

      Juan Antonio Yandiola esperaba el momento para escurrir la talega en la manta, hacerla un ovillo, desplazarla al gabán e irse. La experiencia de la prisa se le hizo rara, lejanísima. Se entretuvo en desenredarse la melena con los dedos. Pensó en una barbería limpia. ¿Va a ser un cuento de fábula o realista?, preguntó, y acompañó la pausa de Torres. Será fabulado, respondió al fin. Artemisa se enamorará de un león y decidirá no matarlo. Algo así. El león luego cazará al cervatillo que ella acechaba. ¿Yacerán Artemisa y el león?, preguntó Yandiola. Torres se pausó de nuevo, respondió al cabo: No lo había pensado pero me gusta. Yacerá con el león y el león será Zeus, padre de Artemisa, transformado. Le dará un toque edípico. La voz de Domingo Torres es fresca, sutilmente femenina. Supura las eses y acompaña la curva melódica dirigiendo la barbilla, agitando el largo flequillo, acelerando o alargando el parpadeo. Suena bien, dijo Yandiola. Domingo Torres se quitó la levita tirando de las mangas por detrás del respaldo de la silla. La dejó del revés pendiendo de los puños, arrastrando los faldones. Y a Artemisa le encantará y al león también. El mejor revolcón de sus vidas. De sus eternidades, sugirió Yandiola. Bueno, pues si quiero describir el mejor revolcón de la eternidad olímpica será mejor que empiece ya, dijo, y la determinación excitó a Yandiola. Aguardó la acción de Torres para dar paso a su acción. Todavía estaba Domingo Torres con los calzones en los tobillos y la levita en los puños, dispuesto a empezar, pero la orden se quedaba a medio camino entre su cerebro y sus músculos, en la corteza de los huesos, hasta que tiritó, agitó los brazos, se terminó de desnudar y se quedó en camisa. Acercó la silla a la mesa y anunció: Un revolcón olímpico. Primera parte.

      Juan Antonio Yandiola se dio unos segundos y entonces lo hizo. Se pegó a un lado del sillón y contuvo la bolsa de dinero. Estiró la manta hasta cubrir la talega, la arrugó y la estrujó con las dos manos, se apretó el gurruño al cuerpo y se levantó. De tener la cabeza reposada durante horas la negra melena se le había arremolinado por detrás y formaba un claro. La maraña se condensaba alrededor de la frente en rizos amplios y tiesos. Las raíces brillaban. Algunos pelos se habían quedado en el respaldo del asiento y otros pendían del camisón. Depositó la manta en la cama, abrió el arcón y bostezó de mentira. Dijo ¿y cuál va a ser la moraleja de la historia? También de mentira rebuscó entre sus chorreras. Torres habló flojo, sin interrumpir la escritura. Una apología del incesto. Oh, dijo Yandiola extendiendo unas medias, unos calzones y una chaqueta en su regazo. También será una crítica a la figura paternal, ¡ah!, y una apología de las pasiones