encargará al sastre el suyo. Se viene recitando la nación española es libre e independiente y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona. Cuando cree que ya se lo sabe para en seco y lo dice en voz alta, de carrerilla. Si se equivoca chasquea la lengua y empieza de nuevo. Le pasa en libre e independiente, que junta las tres palabras y se traba al decirlo tan rápido, y lo mismo en no es ni puede ser. Tensa las manos y se dice a ver: ¿qué es la nación española? Es libre e independiente. ¿Y qué no es ni puede ser la nación española? No es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona. No es ni puede ser, no es ni puede ser, no es ni puede ser, es libre e independiente, in, de, pen, dien, te, sí, pa, tri, mo, nio, no.
Se cruza con la cofradía de la ronda y el pensamiento de estar cerca lo espolea. Mira las caras de los pordioseros, reconoce a algunos y algunos lo reconocen y lo llaman ¡eh, eh!, sin atinar su nombre. Pasa de largo hasta que identifica la nariz grande y cuadrada y entonces sale del refugio de la levita y el sombrero, alza la visera y se planta delante de José Vargas. Vargas está recostado, ensoñando una digestión menos breve, cuando oye Vargas, ¿verdad?, y apenas molesta a la barbilla para dirigirse a Lasso. Ya me han dado mi ración, señor. No es honrado que yo reciba doble y otros nada, dice, y Lasso advierte el reseco acento extremeño. José Vargas de Trujillo, eres tú. No vengo a darte caridad. Vengo a darte trabajo. La atención de José Vargas se moviliza ahora. Como un Diógenes que le dijera al emperador quítese, me tapa el sol, José Vargas dice quítese, me espanta las limosnas. Ven conmigo, dice Lasso. Venga conmigo, rectifica. No puedo hablarle aquí. Desconfianza razonable, piensa Lasso, y está contento de tener respuestas y de poder aplicar lo que Richart le ha enseñado: le tiende una mano enguantada de blanco con dos monedas. Decía usted que no venía a darme limosna. No es limosna, es un adelanto. Vargas ve en los ojos de Lasso la misma sugestiva autoridad que en los ojos de Julia Fuentes: jóvenes con algo que ofrecer. Se sorprende más de ver divisa española, sobados carlos terceros en lugar de angulosos napoleones, que del ofrecimiento. Los coge y se los mete en el refajo. Se eleva del suelo, negro y abrupto como un precipicio, más alto que Diego Lasso, y a Lasso le excita temerle un poco. José Vargas patea cuidadosamente los pedazos de cerámica, los cristales, los cantos rodados y los jirones hasta colocarlos en su sitio, componiendo un flaco bodegón. Caminan juntos y en silencio hasta la calle Preciados.
7
Salvo por algunos detalles de estilo, el encuentro de día con Vicente Plaza y de noche con José Vargas han sido idénticos, pensará Diego Lasso cuando el sábado esté a punto de acabarse. Reflexionará: sí: ha habido simetría, he construido un triángulo equilátero. Esta es la igualdad de los liberales. Elucubrará los motivos de su éxito y descubrirá una mágica combinación que lo predestina. Hoy es día once del mes dos, once dos, lo que en realidad oculta uno, dos, uno. Un uno es Plaza y el otro uno es Vargas. Yo estoy en el centro, soy el dos porque los englobo a ambos. Tengo veintiún años, dos más uno son tres, los tres vértices del triángulo. Las entrevistas con uno y otro se produjeron en torno a las doce del día y de la noche, doce es uno y dos, y uno más dos suman tres. Seguirá desquiciándose alegremente. Tengo dos hermanos, me enamoraré una vez más porque serán tres las mujeres de mi vida, tendré tres hijos, en un costado tengo tres lunares, me quedan trescientos reales y tres lonchas de jamón en el plato. Libertad, igualdad y fraternidad son tres palabras, determinará Diego Lasso con los latidos del corazón dentro de la oreja cuando se tumbe de medio lado en la cama. Se quedará dormido repasando las proféticas coincidencias, pero eso será cuando el sábado esté a punto de acabarse, dentro de doce horas, porque ahora aún son las once de la mañana y Diego Lasso tiene el sábado entero por delante. Está invitando a entrar a Vicente Plaza en su buhardilla de la calle Preciados. Le dice es aquí y doce horas después, de manera idéntica o equilátera, se repite la invitación a entrar en la buhardilla de la calle Preciados, es aquí, pero el invitado es José Vargas.
Le dice a Vicente Plaza ahora estamos los dos solos, y mientras tanto entorna los postigos, y lo mismo le dice a José Vargas pero a la par que enciende unas velas. Les ofrece vino en la misma copa y asiento en la misma silla. Que la casa esté digna, le había dicho Richart: limpia, pon una colcha en la cama, compra jamón y queso pero sácalo sólo si dudan, y en todo caso al final para celebrar el acuerdo. Vicente Plaza bebe primero y luego se sienta, y José Vargas, doce horas más tarde, al revés. Buen vino, dicen ambos, y recordando en la cama que los dos, con doce horas de diferencia, dieron la misma respuesta, identificará esa como la primera señal de armonía trigonométrica. Diego Lasso se mete la mano en el abrigo y saca, sujetándola por el cañón con dos dedos, una pistolita, y la deja cuidadosamente en el centro de la mesa, con el mismo estudiado gesto a mediodía y a medianoche. Plaza y Vargas sacan sus cuchillos. Plaza lo tira, Vargas se incorpora un poco y lo pone junto a la pistola. Plaza eructa y dice para enseñarme una pistola no me tienes que causar tanta molestia. Vargas se quita el pañuelo de la cabeza, se rasca y lo orea. Dice disculpe y Lasso le responde no se excuse. Está usted en su casa. Al mediodía Lasso está más nervioso que a medianoche y Plaza se lo dice: pasmarote, atontado, y al inquirirle más nervioso lo pone. Le pica la frase en los labios cuando está a punto de pronunciarla y entonces se la traga de nuevo y divaga no es mal sitio Madrid, cada vez tiene más vida, se empiezan a abrir comercios, y finalmente Fernando séptimo es un ingrato, hace una pausa y respira hondo. Lo dice de pie, con las manos sobre la mesa, ¡un ingrato!, y la golpea. Vargas mira los puños de Lasso, Plaza se balancea en la silla. Nosotros le hemos devuelto el trono y nos lo agradece relegándonos o pasándonos por garrote. Diego Lasso había ensayado el discurso frente al espejo: mirar a los ojos y no bajar la cara, le aconsejó Richart. ¡Un ingrato! Al repetirlo los ojos se le humedecen y el mentón le tiembla. Eso ya te lo he dicho yo mil veces, responde Plaza, ¿me puedo echar más vino? Yo no me meto en política, responde Vargas, a lo que Lasso responde usted combatió en la guerra como yo. Usted es un verdadero político. Un político de las villas y del campo, de los caminos, de los humildes. Usted ha hecho política para las viudas vengando la muerte de sus maridos, ha hecho política para los niños quitándose el bocado para alimentarlos, y lo mismo le dice a Plaza, pero tuteándolo, y este se atraganta con el vino de la carcajada que le entra. ¿Desde cuándo te juntas con poetas? ¡Militar y poeta como Garcilaso de la Vega! Desde ahora te llamas, en vez de Diego Lasso, Diego Garcilaso, ¡claro, lo llevas en el apellido!, y se ríe repitiendo Diego Garcilaso Diego Garcilaso.
¿Usted combatió?, le pregunta Vargas. ¿Dónde? Castilla la Vieja, responde Lasso. Teniente de húsares. En qué le puede servir un desgraciado sin oficio como yo a un teniente. Usted es un hombre de valor, José. Le cuesta mirar a los ojos pero recuerda a Richart diciendo míralos a los ojos. Levanta la cabeza hasta contactar con los ojos claros de José Vargas que lo interrogan o los opacos de Vicente Plaza que se burlan a la vez que Lasso dice, subiendo paulatinamente el volumen hasta hacerse redondo, focalizado, teatral, vamos a poner en planta la constitución. Ah, no, Dieguito, ninguno de los dos es un Porlier, le dice Plaza. A ti todavía te quedan seis años para morir con veintisiete, y yo ya hace ocho años que los pasé y perdí la oportunidad de ser mártir. Publicaremos la constitución que nos hará felices. José Vargas se apunta con la barbilla al pecho y dice señor Lasso, cómo me va a hacer feliz un libro si no sé leer. No hay que leerla para comprenderla, José. ¿Acaso hay que ser un doctor para comprender que la nación española eslibrindependiente y no es, no es…? Lasso tamborilea con las uñas en la madera. La vergüenza le calienta las mejillas igual a mediodía que a medianoche, pero a medianoche piensa cuanto más lo repito más se me olvida, e intenta recordar pellizcándose suavemente el entrecejo, hasta que exclama no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona. José Vargas responde lo que yo comprendo, señor, es que mientras un servidor estaba en Hinojosa tirando rocas desde lo alto de una peña a un escuadrón de franceses, el diputado que escribió eso estaba exiliado cenando con los primos de los mismos franceses. Vicente Plaza se ha quedado en silencio, perplejo, y su respiración se define perfectamente entre el griterío que viene de fuera. Esa concentración reconforta a Lasso, que va a decirle sí, tú lo comprendes, y la mirada que Plaza le dirige es severa, a punto de devolver la hermandad, pero en lugar de eso, declama: En tanto que de rosa y dazucena se muestra la color en vuestro gesto, y que vuestro mirar ardiente, honesto, con clara luz la tempestad serena.
La respuesta de José Vargas dibuja