ciudadanía y las responsabilidades que tienen los gobiernos respecto a la gestión del Estado. Podríamos pensar que si la tecnocracia o el ímpetu de los empresarios para reclamarse buenos gobernantes inclina la balanza hacia los peligros que tiene un gobierno democrático que no sea responsable (y eficiente) con los asuntos del Estado, el auge de los populismos inclina la balanza hacia el otro extremo, poniendo el énfasis en la escasa conexión de los partidos que gobiernan con los deseos y las necesidades de la gente, es decir, evidenciando el déficit democrático de unos gobiernos que parecen mirar siempre para otro lado.
Democracia y sorteo
Solemos pensar que políticamente no hay muchas alternativas a lo que tenemos hoy. Estamos tan acostumbrados a entender la democracia solo mediante los partidos que cualquier otra alternativa suena fantasiosa. Incluso la llegada de los populismos o los profesionales a la política tiene lugar de la mano de los partidos. Por eso, quizá, banalizamos tanto la política, como si nos pareciera que diera igual lo que dijéramos de ella porque no se puede cambiar, a pesar de lo aburridos que estemos. Sin embargo, esto no se corresponde con la reciente historia política, al menos, en Europa. Si es cierto que siempre nos han contado que la democracia era lo que hacían los partidos, y que sin estos no tendríamos democracia, resulta extraño descubrir que en realidad no fue así casi nunca. Más bien al contrario. La democracia surgió hace unos 2.500 años, entre otras cosas, para evitar que la política quedara en manos de grupos y facciones enfrentadas, como los partidos. A partir de aquí, la democracia, como nos podemos imaginar, no tiene mucho que ver con lo que nos han contado o, al menos, es posible entenderla de otra manera.
Pensemos en lo que significa la política para desbrozar lo que la democracia ha sido siempre en la historia política. Según la RAE, es la actividad de quienes rigen o aspiran a regir los asuntos públicos. O sea, que mediante la política alguien o algunas personas establecen la forma mediante la cual un conjunto de personas convive. Uno de los problemas mayores de la política, por supuesto, es quiénes se encargarán de esa actividad. La historia está llena de cruentas batallas por hacerse con sus riendas, porque ha sido siempre, y lo sigue siendo ahora, una actividad que determina muchas cosas en la convivencia (quién y cómo se pagan impuestos; qué es legal y qué no es legal; etc.) y, por tanto, la política ofrece poder, para discriminar, a quien se hace cargo de ella. Pues desde el principio de los tiempos en la civilización occidental, es decir, desde que los griegos empezaran a hablar de política hace 2.500 años y les siguieran después los romanos, se distinguieron siempre tres formas distintas de ejercer esa actividad, todas ellas diferenciadas según quién ostentaba el control de la actividad política. La primera era la monarquía, cuando la actividad era monopolizada por una persona. La segunda era la aristocracia, cuando se elegía entre pocos candidatos las personas más adecuadas para ejercer la política. La tercera era la democracia, que significaba que la política la realizaba el conjunto de la población, lo que implicaba no ya que todas las personas gobernaran a la vez, sino que cualquiera podía hacerlo5.
Decir que hoy no vivimos en democracia, siguiendo la lógica de ese esquema, es un asunto muy peliagudo, pero incluso aquellos que inventaron el diseño institucional que ahora tenemos (elecciones periódicas para elegir a los gobernantes) rechazaban el apelativo «democracia» para su invento. Fue en la Revolución francesa (1789) y estadounidense (1776) del siglo XVIII. Los revolucionarios solían calificar el nuevo régimen político como república, lo que solo posteriormente acabó llamándose democracia representativa. Según el historiador francés Rosanvallon6, la propia palabra «democracia» no fue de uso habitual en los manuales, la prensa, las cartas personales entre los intelectuales o en los discursos políticos hasta otra revolución que tuvo lugar en 1848 en Francia, más de sesenta años después. En sus disputas sobre quiénes deberían encargarse de la actividad política, los revolucionarios de 1789 en Francia y 1776 en Estados Unidos siempre apostaron por un régimen político de naturaleza aristocrática, es decir, que los gobernantes fueran elegidos entre los más capaces mediante un sufragio censitario, que solo daba derecho a votar a una minoría masculina y propietaria. El sufragio universal no llegaría hasta 1848 en Francia, y solo paulatinamente se fue extendiendo al resto de los países. Y es ahí cuando se extiende el sufragio a toda la población, primero masculina, y mucho después, la femenina, cuando los partidos políticos tal como los conocemos adquieren su protagonismo en el escenario político. Podríamos decir que es ahí cuando empieza a hablarse de lo que llamamos ahora democracia representativa.
La referencia que hacemos a la historia es intencionadamente esquemática, porque no pretendemos plantear con ella un debate sobre lo que debería ser la democracia, sino comprender mejor dónde estamos ahora y qué alternativas podríamos imaginar para mejorarla. Porque para hablar hoy de democracia, bajo la exclusiva participación de los partidos, se ha erradicado de la vieja ecuación política el sentido aristocrático que las elecciones han tenido siempre en la historia, porque la «elección» ha sido siempre el procedimiento característico de los gobiernos que fundamentaban la tarea política en un ejercicio basado en el conocimiento y la capacitación de unos pocos. Si hoy decimos que lo que tenemos es democracia es porque hemos asumido que tanto las elecciones, como la necesidad de que la política sea ejercida por personas competentes, son rasgos inherentes a ella. Y el caso es que no siempre fue así. ¿Cómo ha ocurrido ese salto?
La decisión por la que las revoluciones francesa y estadounidense en el siglo XVIII, en las que se luchaba por liberarse de las cadenas de los opresores, no apostaron por la democracia (por sorteo) es aún tema de debate entre los académicos. Pero no es hasta hace muy poco (mediados de la década de 1990) cuando se empezó a discutir sobre esta cuestión de forma abierta, gracias a la fama que ganó un libro escrito por un profesor francés, Bernard Manin, que tenía por título Los orígenes de la democracia representativa7. Allí lo que el autor nos enseñaba era la compleja urdimbre que prosiguió a las revoluciones en su deseo por ofrecer un sistema político alternativo a las monarquías calificadas como despóticas, haciendo un equilibrio entre la eficiencia y un sistema que tenía que gobernar para todos (democracia). Rechazado el sistema que había, en ningún caso se podía abrazar un gobierno que no implicara a la población en general. Ambas revoluciones, al fin y al cabo, se hicieron con el objeto de acabar con las injusticias que cometían aquellas monarquías sobre la población. La democracia parecería corresponder mejor que ningún otro sistema político a esas intenciones. Sin embargo, para la mayoría de las y los revolucionarios esto no era viable hacerlo con los procedimientos característicos de la democracia (como el sorteo), porque: 1) pensaban que se necesitaba conocimiento y experiencia para ejercer una actividad compleja (la eficiencia política); 2) porque los nuevos gobiernos regirían un territorio amplísimo (los nacientes estados nacionales), lo que dificultaría extraordinariamente la gestión; y 3) porque los gobernados serían una multitud enorme, difícil de articular en una supuesta democracia.
La democracia (mediante el sorteo), ciertamente, solo había tenido lugar hasta entonces en territorios pequeños, ciudades básicamente, lo que ha sido constantemente tomado como justificación de la imposibilidad de una democracia, digamos, plena en los estados-nación. Para muchas investigaciones es por esto por lo que se suele hablar de la democracia representativa como la segunda mejor opción posible, después de la democracia clásica que se hacía mediante el sorteo8. Los argumentos que suelen apoyar el procedimiento representativo en la democracia giran alrededor de dos elementos. El primero tiene que ver con un fundamento epistemológico sobre la ciudadanía en general («no está preparada»). El segundo tiene que ver con problemas en su mayoría técnicos («imposibilidad de gestionar grandes territorios y grandes poblaciones con una democracia plena»). En los siguientes capítulos queremos ofrecer respuestas razonables a estos argumentos porque si podían ser fundamentos irrefutables hace dos siglos, hoy no lo son tanto. La sociedad del siglo XXI tiene poco que ver con aquella que dio luz a las revoluciones liberales en el siglo XVIII. Los avances tecnológicos, por ejemplo, nos sitúan en un escenario muy diferente, en el que no parece ya tan inverosímil una gestión política más democrática en grandes territorios. Como veremos, el impulso de las experiencias de sorteo cívico en el mundo durante los últimos quince años se han dirigido específicamente a problematizar esta cuestión con propuestas