–preguntó Max sonriendo mientras le daba un trago a su cerveza japonesa.
–No lo pensó. Lo piensa. ¡Cree que quiero pintar la casa flotante de rosa!
–Seguro que no. Yo creo que te lo está haciendo pasar mal porque tal vez le remuerda la conciencia.
–No lo creo. ¡Y piensa que me acuesto contigo!
Max rió tan alto que la mitad del restaurante se volvió a mirarlo.
–¡No es gracioso! –Neely estaba furiosa.
–Podías haberle dicho que no es verdad.
–Ya lo he hecho –murmuró ella.
Max no dijo nada, sólo sonrió y dio otro trago.
Neely lo estudió con la mirada. Lo vio sonreír.
–Tiene una mente calenturienta –le dijo después de un momento.
–Es probable –admitió él–. Es un hombre. Y piensa que corro el peligro de sucumbir a tus encantos.
–¿Lo sabías?
–No le parece bien que te haya pedido que diseñes la zona de viviendas de Carmody-Blake.
–¿Cómo se atreve?
–Sabe lo que puede llegar a conseguir una mujer bonita.
–No le parezco una mujer bonita. Piensa que soy rara. Y no le gusta lo que hago.
–Tal vez te desea.
Neely miró a Max horrorizada, pero recordó lo que había sentido esa tarde al entrar en el salón y verlo subido a la escalera.
–No seas ridículo.
No quería pensar en Sebastian de ese modo. Ni pensar que él podía pensar en ella así.
Aunque seguro que no lo hacía. Todo eran imaginaciones de Max.
Pero lo que había sentido al verlo en vaqueros, no.
Volvió a sentirlo otra vez esa noche. Después de cenar estuvo en casa de Max, hablando del proyecto Blake-Carmody. Era el trabajo que tenía que hacer en casa, pero era mejor hacerlo con Max. Eran casi las once cuando volvió a casa. Le dio a Harm un paseo rápido y estaba subiendo a su habitación cuando se encontró con Sebastian, que estaba saliendo del baño. Tenía el pelo mojado y no llevaba camiseta, aunque, gracias a Dios, sí se había puesto los vaqueros.
No obstante, Neely se estremeció. Pensó que cada vez que lo veía, llevaba menos ropa puesta. Y se ruborizó.
Él arqueó una ceja al verla.
–¿Se ha divertido? –le preguntó en tono sarcástico.
–Sí.
–Pero no ha pasado la noche con él.
–Tengo que trabajar –contestó ella, sonriendo.
–Me alegra saber que tiene algunos principios.
–Por supuesto que los tengo.
Sebastian se apartó para dejarla entrar en su habitación. El pasillo era estrecho y estaban tan cerca que Neely sintió el calor que emanaba de su cuerpo al pasar por su lado. La sensación fue casi magnética, lo atraía hacia él. Retrocedió.
Él se detuvo, con una mano en el marco de la puerta de su habitación, la abrió.
–Me marcharé a Reno en cuanto haya cerrado la compra de la casa con Frank –le dijo.
–¿Me lo está restregando por las narices?
–Sólo se lo estoy diciendo. No volveré hasta el viernes.
–Bien.
–Estaba seguro de que pensaría eso –hizo una pausa–. Si necesita algo…
–Se lo pediré a Max.
–Por supuesto que sí. Que tenga dulces sueños, Robson.
Era increíble el menosprecio que cabía en tan pocas palabras.
Neely se pasó la lengua por los labios.
–Lo mismo digo, Savas.
Él entró en su habitación y cerró la puerta.
Y entonces Neely volvió a respirar. Aunque le seguían temblando las rodillas. Por primera vez, se preguntó si no debía pasarse la semana buscando otro alojamiento.
¿Qué más le daba a él que se estuviese acostando con Max Grosvenor?
Mientras preparaba la maleta para irse a Reno al día siguiente, Seb se dijo a sí mismo que no le importaba lo que hiciesen. Siempre y cuando no interfiriese en el trabajo.
Y se alegraba de irse de viaje. Así no tendría que ser testigo de ello.
Era cierto que siempre lo molestaba verla entrar en el despacho de Max, y verlos marcharse juntos algunas tardes. Y sí, le había fastidiado que Max llegase tarde el viernes porque había estado navegando con una mujer a la que le doblaba la edad.
Pero el fin de semana había sido todavía peor. Al menos, cuando estuviese en Reno, no tendría que oír a Neely hablando con Max por teléfono. Y no tendría que verla corriendo por el muelle cuando él iba a recogerla.
No los había espiado…
Había dado la casualidad de que estaba colocando unos libros en la estantería de su habitación cuando había oído que se cerraba la puerta de la casa. Había mirado por la venta y la había visto corriendo por el muelle, saludando a Max alegremente. Y, al encontrarse, se habían dado un abrazo.
No era posible que sólo fuesen amigos.
Aunque tampoco habían dicho que lo fueran. No hacía falta que dijesen nada.
Así que él estaría mejor en Reno, donde podría centrarse en lo que era importante: su trabajo.
Además, así Vangie tampoco lo llamaría llorando porque su padre no la había llamado.
Por si tener que vivir con Neely Robson y verla besar a Max no era suficiente, encima tenía que soportar a sus hermanas, que lo estaban volviendo loco.
Antes de llevárselas a cenar, se había pasado por el ático para echar un vistazo.
El caos reinaba por todas partes, pero ya se lo había imaginado. La noche no había ido mal. La comida era buena, sus hermanas habían sabido comportarse, y él se habría divertido si hubiese podido evitar preguntarse si, mientras él comía salmón, Neely y Max estaban devorándose el uno al otro.
Le pareció probable, sobre todo al llegar a casa a las diez y no verla.
Aunque podía haberse ido ya a la cama. Después de mucho pensarlo, decidió que, como dueño de la casa, tenía derecho a mirar en la habitación de su inquilina. Así que abrió la puerta con cuidado.
La cama estaba vacía. Y los gatitos se escaparon.
Por suerte, consiguió atraparlos a todos y volvió a encerrarlos, pero eran más de las once y acababa de salir del baño cuando la vio subir las escaleras.
Estaba despeinada, con la ropa arrugada, y preciosa.
Y, al parecer, el agua de la ducha no había estado lo suficientemente fría.
–Savas al habla.
Ah, sí. La voz de la autoridad. Cortante. Precisa. Profesional. Y con un toque tan masculino que Neely sintió un escalofrío.
–Su barco se está hundiendo.
–¡Qué!
Neely sonrió. Tal vez no fuese la mejor manera de contarle que había un agujero en la parte baja de su nueva propiedad.
–Ya me ha oído. Esta mañana estaba el suelo lleno de agua.
–¿Robson? –rugió él.
Neely