la había llamado la noche anterior y le había dicho que estaba pensando en comprarse un yate, y que quería salir a navegar con él el viernes. Le había preguntado si quería acompañarlo.
Así que habían quedado a las nueve y se habían dedicado a navegar mientras a ella le denegaban el préstamo.
–Está bien –le dijo a Frank–. Ha sido culpa mía.
Frank le dio una palmadita en el hombro.
–Lo siento –repitió–. De verdad. Y… no sabía cómo decirte lo de Savas. Siéntate.
Pero Neely se quedó de pie.
–Como quieras –dijo él, encogiéndose de hombros. Tomó aire, se pasó los dedos por el pelo y se volvió hacia ella–. Savas fue… como un regalo del cielo.
–¿Sebastian Savas? Imposible.
–Ya sabes a lo que me refiero. Estaba desesperado, contándole a Danny lo que había ocurrido, cuando llegó Savas, que, para variar, se había quedado a trabajar hasta tarde, y Danny, bromeando, le preguntó si quería comprar una casa flotante. Y… –Frank se encogió de hombros, todavía parecía no creérselo–. Me la compró.
Neely tampoco podía creerlo.
–¿Qué ha pasado? –quiso saber Frank.
–¿Antes o después de que Harm lo tirase al lago?
–¿Bromeas?
–Jamás podría inventarme algo así –el recuerdo de lo ocurrido todavía la hacía sonreír–. Se lo tomó con mucho aplomo. Nadó hasta la casa, subió, y se quedó en la terraza, empapado, actuando como si fuese algo que le ocurría a diario.
Frank sacudió la cabeza.
–¿Y…?
–Luego subió, se dio una ducha, se cambió de ropa, pidió una pizza, enchufó el ordenador y se puso a trabajar. Yo me fui a la cama y lo dejé allí.
–Así que se ha mudado –comentó Frank con incredulidad–. ¿Sin avisarte antes? ¿Y qué vas a hacer tú?
–¿Yo?
–Bueno… no puedes…
–Tengo un contrato de alquiler –le recordó Neely.
–¡Pero no vas a vivir con Sebastian Savas! –exclamó Frank, como si estuviese loca.
–Bueno, ¿y qué pensabas que iba a ocurrir? –le preguntó ella, exasperada.
–Pensé… No sé lo que pensé. ¿Que era una inversión?
–Si hubiese sido una inversión, lo habría reflexionado. Tomó la decisión demasiado pronto.
–Supongo que sí, pero ¿por qué?
–Tal vez quiera poner celoso a Max.
Frank se quedó boquiabierto.
–Es broma –se apresuró a decirle Neely–, pero lo que sí es cierto es que Savas piensa que me estoy acostando con el jefe. Y es evidente que no le parece bien.
–Oh, Dios –rió Frank–. ¿No le has contado lo de Max?
–Por supuesto que no. Que piense lo que quiera. De todos modos, me odia. Así que ya tiene un motivo más.
–¿Te odia? –preguntó él, sorprendido–. ¿El Hombre de Hielo?
–Piensa que sólo diseño tonterías –le explicó Neely, aunque tal vez aquello no fuese odiarla.
–Es sólo que él tiene una visión distinta.
–Sí, una visión puntiaguda y vertical –comentó con sarcasmo.
–Sé amable con él. Vas a tener que serlo, ahora que estáis viviendo juntos.
Neely dejó de sonreír.
–Gracias a ti.
–Ya te he dicho que lo siento. Además, pensé que iba a buscarte otro lugar adonde ir.
–¿Lo hablaste con él? ¿Sabía que yo vivía allí?
–Le dije que tenía un inquilino.
–Pero no le dijiste quién era.
–Si se lo hubiese dicho, no me habría comprado la casa. Entonces, ¿no te ha ofrecido otro lugar?
–Sí, un estudio.
–Bueno…
–¿Me imaginas con Harm, los gatos, los conejos, la cobaya y el pez en un estudio? Además, no quiero irme a ninguna parte. ¡Quiero esa casa flotante!
Se había enamorado de ella nada más verla. Y cuando Frank le había dicho que quería venderla, le había hecho inmediatamente una oferta.
Además de que le encantaba, después de haber viajado tanto durante su niñez, quería echar raíces en alguna parte. Quería sentirse en casa.
–Bueno, tal vez cambie de idea –comentó Frank esperanzado–. Tal vez se haya levantado esta mañana y se haya arrepentido de la compra. En ese caso, podría vendértela.
–Sí, y tal vez esta noche pase un pato asado volando y caiga directamente en mi plato.
–¿Qué?
–Sólo quería decir que eres demasiado optimista, Frank. No importa. Al contrario que tú, yo no espero que ocurra ningún milagro. Tendré que convencerlo de que me la venda. Sólo tengo que averiguar cuál es su precio. En cualquier caso, no voy a marcharme.
Neely iba a marcharse.
Estaba seguro.
La noche anterior, antes de que se fuese a la cama, le había dicho de manera bien clara que tenía que irse.
Pero ella no había contestado. Lo había fulminado con la mirada, había recogido a los gatitos y se había subido a su habitación.
Esa mañana, cuando se había levantado, ella ya no estaba allí. Normal, ya que eran más de las nueve.
Hacía un día estupendo. El sol brillaba y él había dormido mejor que en muchos años. Le tranquilizaba dormir tan cerca del agua, le relajaba. Le recordaba a los veranos que había pasado en casa de sus abuelos, en Long Island.
La casa de éstos estaba en la costa, y su abuelo tenía un barco con el que salían a navegar. Y, de vez en cuando, convencía a su abuelo de que pasasen allí la noche. Aquello era lo más especial del verano.
La noche anterior había evocado aquellos recuerdos perdidos. E incluso esa mañana, seguía pensando en ello mientras se tomaba un café delante de la ventana.
Sólo las vistas, los recuerdos, le hacían sonreír.
Le daba igual Neely Robson. Había hecho lo correcto comprando aquella casa flotante. Ya se sentía mejor en ella que en su propio ático.
Estudió el tono que había escogido ésta para pintar la terraza. Era un gris plateado. Le sorprendió. Había imaginado que la pintaría de rosa. O morado.
El gris no estaba mal. Encajaba con el entorno. Levantó el bote de pintura y vio que todavía quedaba bastante, y se alegró. Neely había bajado las canaletas y las había pintado también. Él volvería a colocarlas y seguiría pintando lo que faltaba. Pero antes tenía que ir a comprar comida.
Entró en casa, sacó un trozo de pizza de la nevera y se la comió mientras recorría el resto de la casa.
La noche anterior, con Robson presente, no había podido inspeccionar su nueva compra.
Había subido a su habitación, se había quitado la ropa mojada, se había duchado y vestido. Así que sabía cómo era el cuarto de baño. Por suerte, había descubierto que su inquilina no era tan desordenada como sus hermanas.
Pero no se había entretenido