en algún sitio. En una ocasión, Frank llamó a alguien para que viniese a sacar el agua, luego el tipo bajó al sótano y arregló algo. Lo siento, pero no puedo ser más técnica. Sí puedo averiguar quién vino, si quiere –se ofreció–. O si se le ocurre otra cosa…
Él dudó un momento.
–Consiga el nombre del tipo. Y, si puede, llámelo para que vaya. Yo no puedo volver hasta el viernes.
Era miércoles por la noche. Se había marchado el lunes, y Neely estaba disfrutando mucho de su ausencia.
Y habría disfrutado todavía más si Max no le preguntase todos los días, en tono de broma, si lo echaba de menos.
–Bien. Intentaré hablar con Frank. Siento haberle molestado.
–No me ha molestado. Es mi responsabilidad. Mi c…
–Su casa. Sí. Ya lo sé. Está bien. Adiós.
Iba a colgar cuando él volvió a hablar.
–¿Robson?
–¿Sí?
–¿Qué tal está Harm? ¿Ha vuelto a tirar a alguien al agua?
–¿Qué? –la pregunta la sorprendió–. No, pero es que no ha venido nadie.
–Bien. Pensé que tal vez… Da igual. ¿Qué tal tiempo hace?
–Está lloviendo. Como siempre.
Él rió y Neely se estremeció.
–Aquí no, hace calor.
–Supongo que está contento con el cambio.
–Sí, pero ya tengo ganas de volver.
–¿Para que Harm vuelva a tirarlo al agua?
–No exactamente –contestó él.
Neely se lo imaginó sonriendo. No podía creer que aquella conversación estuviese teniendo lugar. Cuando había pensado en llamarlo, había imaginado que sería brusco con ella.
Y a pesar de que era difícil imaginárselo al otro lado del teléfono, no pudo evitar hacerlo. Era por la noche y no se oía ningún ruido de fondo, así que debía de estar en la habitación del hotel, tal vez tumbado en la cama.
Se lo imaginó con el pelo mojado, descalzo, y tuvo que tragar saliva.
–No me gusta estar de viaje –dijo él.
¿Qué se suponía que debía contestar ella? «Lo siento. Adiós». Su madre la había educado para que supiese comportarse con educación.
–A mí tampoco. Supongo que se debe a que cuando era niña estábamos siempre de un lado a otro.
–¿Cómo era? –preguntó él, parecía interesado en saberlo.
Y ella no pudo resistirse.
–Bueno, venían a darme las clases a casa, o asistía a la escuela de la comuna –se corrigió–. Mi madre era una hippy de pies a cabeza.
–¿De verdad?
–A mí no me parece gracioso.
–¿Estabais sólo las dos?
–Hasta que cumplí doce años y conoció a mi padrastro. Era policía. La había detenido por vender joyas en la calle. Es gracioso, eran tan distintos. Y encajaban tan bien juntos al mismo tiempo… Fue un matrimonio estupendo. Y fue horrible cuando él murió, pero yo sé que los matrimonios pueden funcionar gracias al suyo. Algún día me gustaría disfrutar de un matrimonio así.
–Sí –dijo él, de repente, en tono seco–. Buena suerte.
–¿No cree en los matrimonios duraderos? –le preguntó.
–Tal vez no sean imposibles, pero me parecen poco probables.
–Mi madre pensaba lo mismo, pero encontró al hombre adecuado. Usted tampoco pensará lo mismo cuando encuentre a la mujer adecuada.
–No existe esa mujer.
–Bueno, tal vez no, pero…
–Es imposible.
–Ah. ¿Y… el hombre adecuado?
Sebastian rió.
–No, Robson, no soy homosexual, pero no voy a casarme.
Volvía a hablar la voz de la autoridad. Firme. Sentencioso. Aquél era el Sebastian Savas que ella conocía.
–Si sigue actuando así, no tendrá ningún problema –dijo Neely tan tranquila–. Nadie querrá casarse con usted.
–Bien.
–Bueno, en ese caso, no esperaré que me invite a su boda. Ahora, debo ir a llamar a Frank. Y Harm quiere salir, ¿verdad, Harm? –acarició al perro–. Adiós.
Y colgó el teléfono antes de que a Sebastian le diese tiempo a volver a hablar.
De todos modos, no quedaba nada que decir.
No obstante, Neely no pudo dejar de pensar en la conversación que habían mantenido.
Aun así, cuando su teléfono sonó a la noche siguiente y vio que era Sebastian, se sorprendió.
–¿Qué? –contestó.
–Buenas noches a ti también, Robson –dijo él en tono divertido.
–Buenas noches –contestó ella, negándose a sucumbir a sus encantos–. ¿A qué se debe el honor de esta llamada?
–¡No puedo creer que me haya hablado así! ¿Está vestida de rosa?
–¡No es asunto suyo lo que llevo puesto! ¿Qué quiere? –murmuró.
–Que me ponga al día –dijo él en tono profesional–. ¿Han ido a arreglar la fuga?
–Sí. Han tardado casi toda la tarde. Le enviarán la factura. Supongo que será gorda.
–Sin duda.
Neely le explicó lo mejor que pudo lo que habían hecho, ya que no había podido quedarse vigilando todo el tiempo.
–Tenía trabajo que hacer. Así que dejé al tipo y luego volví.
–Está bien, gracias.
–De nada.
Neely imaginó que la conversación se había terminado ahí, pero él no se despidió. No dijo nada, pero tampoco colgó.
Esa noche tampoco se oía ruido al otro lado del teléfono. Y Neely se lo imaginó de nuevo en la habitación del hotel, tumbado en la cama. Vio un barco atravesando al lago e intentó centrarse en él y olvidarse de Sebastian.
–¿Sabe dónde puedo comprar cajitas rosas? –le preguntó él de repente.
–¿Qué?
–No son para mí. Sino para la boda de mi hermana. No para de hablar de esas cajas, que quiere llenar de caramelos o algo así. No deja de hablarme del tema. Le he dicho que las busque por Internet, pero ella quiere verlas en persona.
A Neely le entraron ganas de reír, Sebastian parecía encantado y frustrado al mismo tiempo.
–Dios mío.
–¿Sabe dónde encontrarlas o no?
–¿Por qué iba a saberlo yo?
–Porque son rosas.
–Pues no, no sé dónde las venderán. En alguna tienda de detalles de boda, supongo. ¿Cuántas necesita?
–Doscientas cincuenta.
–Vaya. ¿Cuándo es la boda?
–Dentro de tres semanas.
–¿Y ha empezado a buscarlas ahora?
–No. Ahora