Robyn Carr

Una reunión familiar


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un cambio lento y sutil. Cal había perdido a su esposa y, dos años después, había vuelto a casarse. Maggie, de profesión neurocirujana, era una mujer fabulosa. Ahora tenían una niña, eran una familia. Cal nunca había rehuido el compromiso, como si estuviera seguro de que sería mejor padre de familia de lo que había sido su progenitor. Su hermana pequeña se había reunido con él en Timberlake y también se hallaba en proceso de asentarse. Sierra había conocido a un bombero, un hombre fantástico. Connie, el diminutivo de Conrad, era listo, fuerte, leal y el tipo de hombre que admiraba Dakota. Le habían bastado cinco minutos para saber que Connie era un hombre íntegro. Y, al ver cómo se sentía Sierra con él, Dakota casi anhelaba algo parecido. Sedona se había casado al salir de la universidad, tenía dos hijos y, aparentemente, llevaba una vida normal. Hasta el momento, ninguno de ellos había decidido vivir en un autobús como sus padres. Poco a poco, Dakota había empezado a pensar que quizá él pudiera llevar una vida de adulto normal. Tal vez pudiera tener amigos y familia y no fuera necesario que se protegiera de sí mismo.

      Pero una cosa que sí haría sería ir muy despacio.

      Cal llamó a los demás. Sierra y Connie no tardaron en llegar con Molly, su golden retriever. Sully, el padre de Maggie, llegó después de cerrar la tienda de su camping, Sullivan's Crossing. Cuando llegó Maggie con la niña, se encontró con una atmósfera de fiesta.

      Como Dakota había llegado sin avisar y Cal no estaba preparado, todo el mundo llevó algo de comer. Sierra apareció con una bandeja de pechugas de pollo nadando en salsa barbacoa y una gran ensalada de siete capas. Connie aportó cerveza y el té verde frío favorito de Sierra. Sully contribuyó con brócoli sellado en papel de aluminio con ajo, aceite de oliva, cebollas, champiñones y granos de pimienta. Lo colocaron en la parrilla con el pollo. Cal suministró patatas asadas.

      —¿Cuánto tiempo te quedas? —quiso saber Sierra.

      —No lo sé —contestó Dakota—. Estos últimos meses estoy explorando.

      —Desgraciadamente, por aquí no hay mucho que explorar —intervino Sully.

      —¡Ah, Cody! —dijo Sierra, llamando a su hermano por el mote de cuando eran niños—. No le hagas caso. Yo creo que recuperé mi cerebro caminando por los senderos de aquí. Cal recorrió el CDT durante un mes.

      Dakota enarcó las cejas.

      —¿Me contasteis eso? —preguntó.

      —No lo recuerdo. Pero sí, seguí el Continental Divide Trail en dirección al norte desde casa de Sully. Pasé dos semanas caminando y acampando y después di media vuelta y volví.

      —Porque yo estaba aquí —informó Maggie con una sonrisa. Alzó la barbilla—. Y me quería mucho.

      —Me gustaría hacer eso —declaró Connie—. Lo máximo que he estado en ese sendero han sido cuatro días. Sierra, tenemos que hacerlo. Irnos un par de meses.

      —No sé —repuso ella—. Soy muy adicta a la ducha diaria.

      —Tengo que decidir dónde voy a deja de explorar —aclaró Dakota.

      —¿Te refieres a asentarte? —preguntó Cal.

      —No sé si eso es posible —respondió su hermano—. Después del Ejército, tal vez mi temperamento no me permita estar quieto en un sitio.

      —Pero ¿te vas a quedar al menos un tiempo? —preguntó Sierra, esperanzada.

      —Eso sí. Me quedo un tiempo. A lo mejor puedo ayudar en algo.

      —Puedes hacer de canguro —propuso Cal.

      —Estoy seguro de que no puedo hacer eso —contestó Dakota—. Se me dan bien las niñas, pero es mejor que hayan salido ya de la universidad.

      Los demás respondieron con risas y gemidos.

      A las nueve, Sully había vuelto al Crossing, Maggie y Elizabeth se habían ido a la cama y solo quedaban Sierra, Connie, Cal y Dakota. Los hombres abrieron unas cervezas más. Sierra, que llevaba un año y medio sobria, bebía té verde.

      —Mañana tendré que ir a dos reuniones después de pasar la velada con bebedores como vosotros —dijo.

      Cal rio.

      —Nosotros tres hemos tomado ocho cervezas en seis horas. Para ser una celebración, yo diría que hemos sido bastante comedidos.

      —Si te molesta… —empezó a decir Dakota.

      —No —contestó ella—. Pero mañana por la mañana estaré mucho mejor que vosotros.

      —Ya que vas a estar tan bien, ¿quieres llevarme al sendero mañana? —preguntó Dakota. Molly se levantó de donde dormía, se sacudió y se apoyó en su muslo, esperando—. ¿Esta sale a andar?

      —A veces me llevo a Molly y a Beau, el labrador de Sully. Pero, si me los llevo, solo puedo estar un par de horas como máximo fuera—. Sierra se levantó—. Vendré a buscarte a las ocho y veinte. Vamos, Connie. Es hora de acostar a la niña.

      Dakota y Cal la miraron con interés.

      —A Molly —dijo ella—. Me refería a Molly.

      —Menos mal —repuso Dakota—. Si hubiera otra, yo saldría corriendo.

      —Solo está Elizabeth —repuso Sierra—. Y no quieren decir si van a ir a por otro. Y definitivamente, yo no lo voy a hacer.

      —¿No? ¿Y eso por qué?

      —Pues, para empezar, por la locura de nuestro padre y su código genético. Vamos, Connie. Me muero de sueño.

      Dakota miró su reloj.

      —Sois un grupo muy entretenido —dijo. Se levantó para despedirse y besó a su hermana en la mejilla—. Te veo por la mañana. Y, por cierto, tienes muy buen aspecto.

      —Gracias —contestó ella, sonriente—. Tú también. Un poco greñudo pero bien.

      Dakota le dedicó una sonrisa resplandeciente detrás de su barba oscura.

      Sierra le puso los dedos en las mejillas y le peinó la barba con ellos.

      —Empieza a haber canas ahí, Cody.

      —Me las he ganado —respondió él. La besó en la frente—. Nos vemos por la mañana.

      En los diecisiete años que hacía que Dakota había dejado a su familia para alistarse en el Ejército, el tiempo pasado con ellos había sido infrecuente y breve. Cal y Sedona se esforzaban por no perder el contacto y él los visitaba en acontecimientos importantes. En la boda de Cal con Lynne, y después en la boda con Maggie. Había ido a conocer a los hijos de Sedona, pero nunca se había quedado mucho tiempo. Sierra, quien era muy especial para él, había sido bastante impredecible hasta que se había vuelto sobria. Él había ido a verla un par de días de vez en cuando y nada más. No había querido encariñarse demasiado con sus hermanos.

      Esa vez era distinto. Pasaron dos días, tres y cuatro. Caminó primero con Sierra, luego con Cal y después solo con los perros. Cavó el huerto de Sully para las plantaciones de primavera, arregló las parrillas y las mesas de pícnic y habló bastante. Sully era un hombre mayor muy interesante. Le contó que había vuelto de Vietnam con trastorno de estrés postraumático y le preguntó cómo le había ido a él en ese terreno.

      —Tengo TEPT, sí —contestó Dakota—. Probablemente más por mi vida personal que por mi experiencia militar.

      —En ese caso, tú no eres uno de los afortunados —comentó Sully.

      Dakota limpió los canalones de la casa y la tienda y lanzó pelotas a los perros. Luego tuvo que bañarlos porque había llovido y se habían metido en la tierra recién removida y fertilizada del huerto. En el Crossing conoció a Tom Canaday, el hombre que había ayudado a Cal a remodelar el granero y convertirlo en una casa espectacular. Tom era muy amigo de Sully, un manitas a tiempo parcial y padre soltero con dos hijos en la universidad y dos