Robyn Carr

Una reunión familiar


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imaginado ese escenario, que iría a Colorado, alquilaría una casa y viviría cerca de su familia. Su familia de verdad. Pensaba que iría de visita, vería cómo estaban, se quedaría quizá algo más que de costumbre y después seguiría su camino. Pero, por otra parte, quizá aquello no fuera tan sorprendente. Había dejado a su familia del Ejército. ¿Adónde más iba a ir? Aunque era independiente, le gustaba tener gente en su vida. Siempre habían sido soldados. Él los cuidaba bien y ellos lo cuidaban a él.

      Y algo había cambiado con sus hermanos. O con él. Por primera vez los consideraba amigos, no solo la familia que le había tocado en suerte. Nunca se le había dado bien mantener el contacto y el Ejército le había ofrecido muchas excusas para no hacerlo. Si no le apetecía ir a verlos, podía decir que el Ejército tenía otros planes para él y no podía esquivarlos. En aquel momento, sin embargo, fuera por lo que fuera, quería estar cerca de ellos. ¿Era posible que hubiera madurado por fin?

      Fue a almorzar al bar asador y pub del pueblo. La camarera parecía que acabara de entrar de servicio. Se estaba atando el delantal y hablando con otro empleado. Asentía vigorosamente con la cabeza y sonreía. El hombre le puso una mano en el hombro cuando ella terminaba de atarse el delantal. Después ella se lavó las manos y se colocó detrás de la barra.

      —¿Qué desea? —preguntó amablemente.

      —¿Qué tal una hamburguesa, patatas fritas y una cola?

      Ella le pasó la carta.

      —Hay siete hamburguesas para elegir. Somos famosos por ellas.

      —¿Cuál es su favorita? —preguntó él.

      Ella señaló una.

      —La Juicy Lucy con beicon, pepinillos y nada de cebolla. El queso va por dentro. Esa es mi predilecta.

      —Gracias… —él miró la placa con el nombre de ella—. ¿Sid?

      —Sid —confirmó ella—. Diminutivo de Sidney. ¿Y cómo le gusta la hamburguesa?

      —En su punto.

      —Excelente —ella se acercó a la zona de cobrar a introducir el pedido en el ordenador.

      Era la primera vez que Dakota iba a ese pub. Era de madera oscura, con taburetes y apartados de cuero rojo y sillas con asientos de cuero rojo en las mesas. No era muy grande, pero suponía que estaría lleno en la «hora feliz». Tomó la carta y le echó un vistazo. El bar abría de once de la mañana a once de la noche y no servía desayunos. Probablemente aquello empezara a vaciarse a las nueve. En la carta no había nada del otro mundo. Hamburguesas, pizzas de pan sin levadura, costillas y comida surtida de bar. Tenían un menú infantil y chile con carne.

      La decoración era hermosa, con tallas elaboradas en la pared de atrás y un espejo en el que podía admirarse. Soltó una risita y tomó un trago de cola, pero observaba a Sid, que saludaba a todos los que entraban. Entró una pareja mayor, de unos setenta y tantos años y ella se inclinó sobre la barra para darles un abrazo a cada uno y rio con ellos. Parecía que la conocía todo el mundo. Y presidía el local, era su dominio. La observó reír y hablar mientras preparaba dos Bloody Marys para sus amigos mayores. Los puso en una bandeja y salió de detrás de la barra para servírselos en su mesa. Charló un momento con ellos.

      Dakota se preguntó si serían familia.

      Ella le llevó su almuerzo.

      —Estará caliente —dijo—. Disfrútelo.

      Y a él lo decepcionó que se alejara tan pronto.

      Mordió la hamburguesa y se quemó la boca, pero no lo dio a entender. Cerró los ojos, masticó despacio y tragó saliva. Cuando abrió los ojos, Sid estaba de pie ante él, sonriéndole.

      —Te has quemado la boca, ¿verdad?

      Él asintió torpemente.

      —¿Cómo lo has sabido?

      —Por los ojos. Las lágrimas. Frena un poco. No te la voy a quitar —dijo ella.

      Y volvió a alejarse. Sirvió un par de refrescos, dos cervezas y un vaso de vino. Pero regresó.

      —¿Y bien? ¿Qué tal está?

      —Espectacular —repuso él—. Como tú ya sabes. Pero yo le habría puesto un par de jalapeños.

      Ella ladeó la cabeza, pensativa.

      —No es mala idea. Me salto la cebolla para no espantar el negocio.

      —Este sitio es popular —comentó él, con ganas de conversación.

      —Es casi el único del pueblo. No competimos con el café. Ellos son mejores para el desayuno, en empanadas, sopas, comidas calientes como ternera asada, empanada de pollo con verduras… Comida casera.

      —Pues tienes razón en lo de la hamburguesa. Casi me abraso la lengua —comentó él, riendo—. Parece que conoces a todo el mundo.

      Ella limpió la barra.

      —Aquí conoces a todo el mundo en tres días. Y tú no eres de por aquí.

      —Estoy de visita. Tengo familia aquí, pero hoy era un buen día para echar un vistazo. ¿Has vivido siempre aquí?

      —A diferencia de la mayoría de la población, no. No soy de aquí. Nací y crecí en Dakota del Sur, trabajé unos años en California y ahora paso una temporada aquí.

      —Tenemos eso en común —dijo él—. ¿Cuánto es una «temporada» para ti?

      Ella movió la cabeza con aire ausente.

      —Ya llevo algo más de un año, pero no lo había planeado así.

      —¿Qué te retiene?

      —¿Aparte del aire limpio, las vistas, el clima y la gente? —preguntó ella, enarcando las cejas—. Este sitio es de mi hermano. Mi intención era ayudarle un tiempo, pero… —se encogió de hombros.

      Dakota la entendía muy bien. Sus planes de futuro también estaban llenos de encogimientos de hombros.

      —Tu hermano tiene un buen local —dijo.

      —¿Y de dónde vienes tú? —preguntó ella.

      Dakota se esforzó por no crisparse. Tendría que preguntarle a Sierra y Cal si allí sabía todo el mundo que se habían criado en un autobús.

      —Acabo de salir del Ejército. Me voy a tomar un tiempo para decidir qué hacer a continuación. Voy a ver si hay algún trabajo por aquí que me mantenga mientras lo pienso. Como tú has dicho, aquí hay muchas cosas agradables.

      —¿Ejército? Eso es un gran compromiso.

      —Entré muy joven —respondió él. Y tomó su hamburguesa para evitar darle más explicaciones a aquella camarera tan agradable.

      —Pues si te gusta el aire libre, te gustará estar aquí —contestó ella.

      Una mujer se sentó en la barra, dejando solo un taburete en medio.

      —¿Me pones una ensalada César con pollo? —preguntó a Sid, antes de que esta tuviera ocasión de saludarla.

      —Claro que sí. ¿Algo de beber?

      —Agua —contestó la mujer. Y se puso a enviar mensajes por el teléfono móvil.

      Dakota no se giró a mirarla, pero mientras comía la hamburguesa, la vio en el espejo que había detrás de la barra. Era muy hermosa y el cabello de color caoba le caía hacia delante mientras se concentraba en el teléfono. Él mordió, masticó y movió los ojos un poco a la izquierda, donde se encontraron con los de Sid, quien apartó rápidamente la vista. Eso le hizo sonreír. Ella los observaba a él y al resto del mundo. Seguramente quería saber cómo reaccionaba ante la mujer sentada a su lado.

      Él observó a Sid. Adivinó que estaría en la treintena. De cabello largo rubio, o rubio rojizo. Tenía la piel clara