un poco misterioso hasta que conociera el terreno que pisaba.
Pero la sensación de los dedos de ella en su pelo era espectacular.
—¿Estás casada, Alyssa? —preguntó con voz suave y ronca.
—Sigo esperando al hombre indicado, Dakota —susurró ella—. ¿Tienes muchos amigos por aquí? —preguntó, cuando terminó de secarle el pelo con una toalla y lo guio de vuelta hacia las sillas de cortar.
—Los amigos de mi hermano —él se encogió de hombros—. Gente agradable.
—¿Novia no?
Él la miró a los ojos a través del espejo.
—Novia no.
—¿Asumo que eso implica que tampoco hay esposa o prometida? —preguntó ella.
Dakota negó con la cabeza, con la sensación de que podía estar a minutos de un buen polvo. Era solo una sensación, no algo que pensara buscar adrede. Ese era el pueblo de Sierra y Cal. Allí no podía haber seducciones con fuga posterior. Las repercusiones podían afectar a la vida de personas a las que quería y él no se arriesgaría a eso. Pero Alyssa tenía piernas largas, era hermosa, simpática y parecía dispuesta. Eso prometía. Tal vez hubiera encontrado una mujer con la que pasar el rato. Valía la pena considerarlo. Y también valía la pena frenar e ir con cautela.
—Sabes manejar bien las tijeras —dijo, mirando el espejo. El corte de pelo era excelente y la barba tenía buena pinta.
—¿Te molestan las canas? —preguntó ella—. Porque si es así…
—No me molestan —contestó él—. Me las he ganado todas.
—Me alegro, porque a mí me gustan. Resultan muy atractivas.
—¿Me estás haciendo la pelota para que te dé propina? —se burló él.
—Estás de broma, ¿verdad? Puesto que eres nuevo por aquí, ¿te vendría bien tener a alguien que te enseñara esto?
—Eso podría resultar útil —contestó él—. Ahora tengo que ir a un sitio, ¿crees que me confiarías tu número de teléfono?
—Claro que sí —ella esperó a que sacara el teléfono y le dio su número—. Para mí sería un placer. Este pueblo es magnífico. Está lleno de posibilidades.
—Ya lo veo —dijo él—. Muy bien, Alyssa, gracias por un buen trabajo. Estoy seguro de que volveremos a vernos.
Pagó en metálico y dejó buena propina. Se puso el anorak, se subió el cuello y salió a la lluvia. Bajó una manzana y cruzó la calle para entrar en el café. Sierra trabajaba ese día. Almorzaría allí y le mostraría el folleto de propiedades para alquilar.
Se sentó en una mesa y se dejó servir por su hermana. Pidió un bol de sopa, medio sándwich y café. Poco después, Sierra se sentó con él con un trozo de tarta de arándanos.
—¿Eso es para mí? —preguntó él.
Ella miró la tarta un momento.
—Sí —volvió detrás del mostrador y sacó otro trozo de tarta. Dakota se echó a reír.
—Eres muy considerada —dijo.
—Eso es verdad. A principios del verano tenemos tarta y pasteles de ruibarbo. Creo que este año voy a aprender repostería.
—¿Y cuándo vas a aprender a casarte? —preguntó él—. Creo que fue hace seis meses cuando Connie nos preguntó si daríamos nuestro consentimiento y yo pensé…
—¡Vaya! ¡Qué carcamal! —ella sonrió—. Ya planearemos algo. Oye, Cal está fuera, ¿verdad? Connie tiene la noche libre. Hará frío y lloverá. En casa habrá fuego en la chimenea y sopa. ¿Quieres venir?
—No sé. ¿En este pueblo no hay vida nocturna?
—Sí. En nuestra casa. Chimenea y sopa. Cocina Connie. Es fantástico. Los bomberos son cocineros excelentes. Y, si te portas bien, quizá pongamos una película. O saquemos algún juego de mesa.
Él la miró a los ojos.
—Creo que no voy a tardar mucho en aburrirme.
—¿Vas a venir?
—Sí —dijo él, encogiéndose de hombros.
La sangre es más espesa que el agua.
PROVERBIO ALEMÁN
Capítulo 2
Después del almuerzo, Dakota visitó tres propiedades en alquiler. Todas estaban bien, pero eran un poco grandes para un hombre solo y ninguna le pareció la apropiada. Fijó una cita para el día siguiente con el encargado de otra propiedad y luego fue a ver otras cuatro más. La última estaba en el campo, a dieciséis kilómetros del pueblo. Una cabaña con un porche grande. Estaba situada en una colina y al lado pasaba un arroyo. Había un puente pequeño que cruzaba el arroyo.
—El arroyo baja crecido en primavera y a comienzos del verano —dijo la agente inmobiliaria—. Se construyó como cabaña de vacaciones. Al dueño le gusta pescar. Decía que había buena pesca en ese arroyo.
Dakota entró a verla. Tenía un tamaño decente, probablemente unos ochenta metros cuadrados. Había dos dormitorios, un cuarto de baño de tamaño mediano, una cocina pequeña y una sala de estar con una mesa grande, un sofá y un sillón. No había televisión, pero sí un escritorio.
—¿Se alquila amueblada? —preguntó.
—Sí —repuso la agente—. El propietario ha muerto y los herederos no le prestan mucha atención. Nuestra agencia se encarga de todo. Podemos retirar lo que no quiera y dejar lo que le resulte útil. No hay lavadora ni secadora.
—Odio hacer la colada —dijo Dakota con una sonrisa. Tenía un hermano y una hermana cuyas lavadoras podía usar. Y siempre quedaba la lavandería de pago—. ¿Cuánto cuesta?
—Es cara —contestó ella. Y era cierto, costaba más que las casas más grandes que había visto antes. Era pintoresca. Rústica. Había una chimenea de piedra. Los electrodomésticos parecían bastante nuevos, quizá de un par de años—. Está bastante aislada. El calentador de agua es nuevo, el tejado está en buen estado y todos los electrodomésticos funcionan. Incluso la heladera.
Él no contestó. Caminó por la casa, tocó el sofá de cuero y abrió los armarios de la cocina. Se tumbó en la cama. El colchón no le convenció del todo, quizá habría que cambiarlo. Había ido a Colorado solo con algo de ropa y sus documentos importantes. La cabaña parecía bien provista. Por lo que veía, podía freír un huevo, usar el microondas y secarse después de una ducha. Podía comprarse un grill pequeño y quizá comprar sábanas nuevas, pero en conjunto, como alojamiento no estaba mal. Mejor que algunos lugares en los que había estado con el Ejército.
A continuación salió de nuevo al porche. Y allí, al otro lado del arroyo, vio ciervos. Un macho, un par de hembras y un cervatillo muy joven. Una de las hembras parecía a punto de parir. Miró a su alrededor.
—Aquí hace falta una buena silla.
—No la hay, pero puede comprar una por poco dinero.
—Me la quedo —dijo él.
Había que firmar un contrato de alquiler y la agencia tenía que investigar su historial de crédito para ver su solvencia. Por suerte, sabía que su crédito era excelente, y aunque había estado en el calabozo y le habían hecho un consejo de guerra, al comprar el Jeep había descubierto que su encarcelamiento militar no aparecía en sus registros civiles.
—Avíseme cuando pueda ir a firmar los papeles —dijo—. Ya tiene mi número de móvil.
Se sentía extrañamente eufórico con esa cabaña del bosque. Allí podía sentarse tranquilamente en el porche a mirar la