se cruzó los brazos contra el pecho.
–¿Meditas todas las mañanas?
Ella abrió los ojos lentamente y esbozó una débil sonrisa. «Unos labios que apetecía besar», pensó él pillado por sorpresa ante su actitud serena.
–Aprendí a meditar cuando estuve trabajando temporalmente para la Asociación Psíquica Trascendental. La técnica es realmente eficaz para evitar que se libren los radicales –frunció el ceño y se encogió de hombros–. O quizá se supone que deben escapar. Me he olvidado de lo que es, pero de todas formas, la meditación sienta bien.
Griffin tenía la clara impresión de que Loretta hablaba en un lenguaje enteramente diferente del suyo.
–¿Es en esa sociedad en la que aprendiste lo de los iones y oxidantes?
–No, lo aprendí cuando estuve trabajando en un herbolario.
Loretta intentó levantarse, pero no consiguió el impulso adecuado y Griffin la asió por el brazo para ayudarla. Sus huesos eran muy delicados. ¿Cómo podría aguantar el peso extra del niño? Se sorprendió de nuevo de su fuerza oculta y se sintió un poco asustado por los riesgos que pudiera conllevar el embarazo.
¿Por qué diablos habría aparecido a la puerta de su casa?
–Gracias –dijo ella sonrojándose levemente antes de apartar la vista y sacudirse las mallas–. Probablemente habría aprendido más, pero me despidieron hace dos semanas.
–¿Del herbolario?
Asintiendo, ella sonrió sin vergüenza.
–Me pillaron comiendo patatas de una hamburguesería en la trastienda.
Él lanzó una carcajada.
–Eso parece un poco sacrílego para ellos.
–Sin embargo, deberían haberme dado una segunda oportunidad –prosiguió ella con seriedad–. Solo llevaba allí dos semanas y no pueden esperar que una persona abandone la comida basura si está acostumbrada a ella en tan poco tiempo. ¡Si hasta prohibían el chocolate!
–Probablemente tendrían que mantener sus normas.
–Eso es lo que me dijeron –se encogió de hombros inconsciente de cómo el gesto hacía balancearse sus senos de una forma intrigante–. Le prepararé el desayuno ahora. He exprimido a mano naranjas y he salido pronto a comprar papayas y fresas para mezclarlas. Eso le pondrá las encimas de nuevo en forma.
–Me encuentro bien esta mañana –aunque tuvo una extraña reacción ante su referencia a exprimir a mano que no tenía nada que ver con el zumo de naranjas–. ¿Por qué no me traes solo una taza de café y charlamos aquí un minuto?
–¿Café?
Loretta enarcó las cejas con gesto de censura.
–Sí, café y con cafeína por favor. Si te ofende que te lo pida, me lo puedo preparar yo mismo.
–¡Por supuesto que no me ofende! Me enseñaron…
–En tus clases aceleradas de mayordomo. Café, Loretta. Ahora.
Loretta se apresuró a ir a la cocina. Toda la calma que había conseguido a través de la meditación había volado al ver aparecer a Griffin en la terraza.
Un hombre debería ser más consciente como para presentarse ante una mujer a primera hora de la mañana casi desnudo. Y después empezar a dar órdenes. ¡Por Dios bendito! ¿Cómo iba a concentrarse mientras miraba aquel ancho torso con sus fascinantes regueros de vello rizado? ¿O cuando había mirado de reojo sus musculosas piernas cubiertas por el mismo vello castaño? Ella no era una santa. Por Dios, aquel hombre le daba ideas que no debería siquiera considerar en su avanzado estado de embarazo. De ninguna manera, se recordó mientras intentaba olvidar la cálida sensación de sus manos en su codo para enderezarla.
Ella sabía que su jefe era un multimillonario, lo que no la preocupaba de ninguna manera. El hecho de que todas las revistas estuvieran plagadas de fotos suyas definiéndolo como un donjuán, eso sí la preocupaba. Quizá no hubiera reconocido su nombre o su cara al instante, pero lo había sabido cuando la señorita pelirroja con cara de muñeca había aparecido a su puerta.
Algún impulso protector le había hecho desear darle a aquella mujer con la puerta en las narices. Él se merecía algo mejor que una actriz mediocre. Griffin Jones tendría que discriminar más a las mujeres con las que saliera mientras Loretta fuera su empleada. Sin duda con el tiempo le daría las gracias.
Lo que no tendría oportunidad de hacer si no le preparaba el desayuno en el acto y la despedía antes de conseguir su dosis de cafeína diaria. Rodgers le había indicado que su jefe podía ser un poco gruñón hasta tomar su café. Loretta no quería arriesgarse.
Unos minutos más tarde, salió con la bandeja cargada con una generosa cafetera de café negro, zumo y muffins integrales caseros. Ya era el momento de impresionar a su jefe.
–Aquí tiene, señor. El comienzo perfecto para su día. Cincuenta y dos por ciento de sus necesidades diarias de vitaminas A, C, E y B.
–Tiene un aspecto delicioso –Griffin le hizo un gesto para que se sentara. El desayuno tenía muy buen aspecto y olía aún mejor. Dio un sorbo a su café. La cafeína lo despertó en seco y se relajó de momento para contemplar el paisaje incluyendo a su mayordomo de ojos castaños–. ¿No vas a comer?
–Ya he desayunado hace siglos. Normalmente soy muy madrugadora.
–Ya veo –dio un mordisco a uno de los muffin y observó salir el vapor. Loretta podría no ser aceptable para una tienda de comida naturista, pero se le daba de maravilla hornear pan–. ¿Vives en alguna parte, Loretta? Quiero decir, ¿tienes un apartamento cuando estás… bueno, cuando no estás aquí?
–Tenía uno. Después de la muerte de Isabella lo dejé porque sabía que necesitaría el dinero extra. Me volví a vivir con mi madre.
–Entonces tenía un sitio donde ir si él la despedía.
–Por supuesto, cuando me enteré de que tendría este trabajo y que viviría aquí, le dejé la habitación a mi sobrina Patrice y a su marido. Tienen tres niños más uno en camino y necesitaban un sitio mientras les remodelaban la casa. Tenían que hacer más habitaciones, ¿comprende?
–Entonces la casa de tu madre debe estar bastante invadida si han ido cinco personas más.
–No está tan mal. Aunque por supuesto, tiene a Enrico allí. Enrico es mi hermano pequeño y todavía está en el colegio. Y a la tía Luisa, que ha vivido con nosotros toda la vida. Es mi tía abuela. Una mujer maravillosa que hace preciosos bolillos.
–¿Bolillos?
–Es como el encaje pero más fuerte. Nos ha hecho el ajuar a todas las hermanas.
Él asintió como si entendiera, aunque no entendía nada.
–O sea que si te fueras a casa ahora…
–Tendría que dormir en el sofá.
Griffin cerró los ojos. Una mujer embarazada no debería dormir en un sofá. No podía ser saludable. Apuró el resto del café con desesperación.
–¿Quiere un poco más?
–Sí, por favor.
Fue más un gemido que una respuesta. ¡Maldición! Él era un ejecutivo que dirigía una corporación multimillonaria con tiendas de minoristas en diez estados. Aquella pequeña mujer abandonada no debería desequilibrarlo tanto con sus historias fantasmagóricas, sus radicales libres y la sensación de sentirse responsable de ella. Quizá debería contratarla en una de sus tiendas. Así al menos no la tendría delante.
–Dime, Loretta. ¿Sabes algo de ordenadores?
Ella sirvió el café.
–¡Oh, claro! Bastante ¿Qué quiere saber?
Griffin