Charlotte Maclay

Un soltero difícil


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      Miró a Griffin con tanto entusiasmo que él no quiso estropear su ánimo. Pero, ¿en qué diablos iba a graduarse con ciento treinta y tantas unidades sin saber nada de ordenadores? A menos que lo estuviera inventando.

      –¿Cuándo esperas el bebé? –preguntó con sensación de impotencia.

      No había forma de librarse de aquella mujer.

      –Dentro de cuatro semanas. Y solo me quedan tres semanas para conseguir el seguro que necesito. ¿Ve lo bien que salen las cosas cuando Dios se pone de tu lado?

      El dolor de cabeza que había sido solo una leve amenaza la noche anterior empezaba a ser insoportable.

      –Tienes razón –se levantó de la mesa–. Me voy a la oficina.

      –¿En sábado?

      –Sí, en sábado.

      Aunque hubiera sido el día de Navidad hubiera ido a trabajar para librarse de la locura que había invadido su casa. Sospechaba que su tío Matt y su empresa estaban desviando envíos de Compuware a sus tiendas Compuworks. Necesitaba revisar los pedidos y comprobar la posibilidad de tener un espía en su propia empresa. Las vacaciones eran la estación de más trabajo y las ventas del mes anterior a la Navidad un importante porcentaje de las ganancias anuales. Las pérdidas en esa época no podrían compensarse después. La industria cambiaba demasiado aprisa para segundas oportunidades.

      Loretta se levantó con torpeza debido a su abultado abdomen.

      –Metí su coche en el garaje anoche. Rodgers me dijo que no debía dejarlo fuera. Por los ladrones y vándalos, ya sabe.

      –Sí, gracias. Esta noche llegaré tarde. No te molestes en prepararme la cena.

      Con un poco de suerte podría recuperar la oportunidad con Aileen.

      Una vez arriba se duchó, afeitó y vistió de forma desenfadada. Odiaba los trajes, pero su trabajo los requería para tratar con los suministradores. Pero no en sábado.

      Con sensación de refresco, bajó las escaleras, apretó el botón del garaje y se quedó mirando con desmayo la abolladura en el guardabarros y el faro roto de su lujoso Mercedes 450SL.

      –¡Loretta! –gritó.

      Loretta parpadeó. Ya sabía que iba a gritarle, pero no tenía por qué gustarle.

      –¡Voy! –apresuró su paso balanceante hasta casi una carrera al garaje.

      No podía recordar haber visto a un hombre chispear antes, todas las líneas y hendiduras de su cara se habían convertido en una máscara de furia.

      –¿Te importaría contarme lo que le ha pasado a mi coche? ¿A mi coche clásico? –añadió con tensión.

      –No quiero que se preocupe por nada, señor Jones. Mi hermano me ha prometido que lo arreglará…

      –¿Por qué no me has contado que prácticamente has destrozado mi coche?

      –Ahora, si se calma, señor Jones. Sus electrolitos se van a poner por las nubes…

      –¡Señorita Santana!

      Ella tragó con fuerza.

       –Sí, señor.

      –Quiero saber cómo ha conseguido hacer tanto daño a mi coche solo por moverlo unos metros para meterlo en el garaje.

      –No conseguí encontrar el interruptor.

      Él la miró si entender.

      –¿Qué interruptor?

      –El de los faros, por supuesto. Nunca había conducido un Mercedes antes y cuando intenté meterlo en el garaje, según las instrucciones claras de Rodgers, se me enganchó el pie en el dobladillo del camisón. Estaba intentando desengancharlo cuando tropecé con el pedal del acelerador con el otro pie. Entonces fue cuando esa palmera del tiesto casi cayó encima del coche.

      Griffin cerró los ojos e inspiró con intensidad. No iba a perder los nervios. Ni iba a pensar en Loretta correteando en mitad de la noche en camisón.

      –De verdad que no tiene que preocuparse por nada –le aseguró ella–. Roberto llegará en cualquier minuto para recoger su coche.

      –¿Roberto?

      –Mi hermano. Hace maravillas en reparaciones de coches. Su Mercedes quedará como nuevo en un abrir y cerrar de ojos.

      –Creo que preferiría llevarlo al vendedor de coches clásicos. Gracias, de todas formas.

      –Ah, pero Roberto solo le cobrará la mitad que esos vendedores de lujo.

      –Tengo seguro.

      –Mayor motivo para dejar que Roberto le haga el trabajo. Una tienda de esas le cobrará una buena factura y le subirían la póliza del seguro. Acabará pagando dos o tres veces lo que le pagaría a Roberto.

      Griffin sabía que había algún punto débil en aquel razonamiento suyo, pero en el momento no se le ocurría cuál era. La imagen de ella danzando por el garaje con un camisón transparente era como una cinta de vídeo que se repetía en su cerebro.

      –Además, Roberto es de la familia –dijo con la misma finalidad con que un arqueólogo hubiera anunciado que acababa de descubrir los papiros del Mar Muerto.

      Griffin contempló de nuevo el parachoques abollado y el faro.

      –¿Cuándo llegará tu hermano?

      –En cualquier momento. Tenía que arreglar primero su grúa.

      De alguna manera aquello no le inspiraba mucha confianza, pero no tenía ni la energía ni el tiempo de quedarse toda la mañana discutiendo con su mayordomo embarazada acerca de quién iba a reparar su coche, el único que tenía en el momento.

      –Mira, tengo que ir a la oficina. Llamaré a un taxi.

      –No sea tonto. Puede usar mi coche. No voy a salir a ninguna parte hoy.

      Él siguió su mirada hacia el extremo del garaje de cuatro plazas. Un utilitario ruinoso estaba aparcado ante la última puerta. Por lo que podía ver, el vehículo había sido ensamblado con piezas de un desguace. Los laterales eran de diferentes colores y hasta la puerta del maletero estaba atada con una cuerda. No debería haber vendido nunca su Rolls…

      –¿Funciona?

      –¡Oh, claro! Como un bólido. Roberto me lo revisa cada poco.

      Ella sacó una llave de su bolsillo justo cuando una grúa avanzaba rugiendo por el sendero con un humo muy oscuro tras ella. El conductor dio marcha atrás para dejar la parte trasera mirando al frente del vehículo dañado.

      Griffin tosió por los humos.

      –Quizá deberíamos pasar al plan B.

      –Le hará un trabajo maravilloso. Ya lo verá.

      Acercándose apresurada a la grúa, Loretta dio un fuerte abrazo a su hermano cuando saltó.

      –Hola, hermanita. ¿Es este el tipo con el que estás viviendo?

      –No estoy viviendo con él, al menos no en el sentido en que tú dices –protestó ella.

      –Sí, bueno, mamá no está muy contenta de que te hayas venido a vivir con un extraño. Deberías estar en casa para que pueda echarte un vistazo.

      –No hay sitio ahora que Patrice está viviendo en casa. Además, necesito el dinero.

      –Da igual, no me parece bien que estés enganchada con un hombre al que nadie conoce.

      –No estoy enganchada con él. Soy su mayordomo. Además, él tiene tantas novias que no tenía tiempo para mí, incluso aunque yo estuviera interesada, que no lo estoy.

      De ninguna manera podría competir Loretta con una mujer como aquella pelirroja. Y tampoco era que quisiera. Y dado