no miró atrás, no se detuvo, no aminoró la velocidad mientras seguía el río hacia su meta. Cuando atravesó el último grupo de árboles que había entre su destino y ella, se detuvo en seco, incapaz de respirar ni de creer lo que estaba viendo. Una fila de caballeros, todos a caballo, se alzaba entre los muros del convento y ella.
Sintió las lágrimas de frustración acumulándose en sus ojos al darse cuenta de que nunca podría dejar atrás a aquellos hombres. Se inclinó hacia delante y tomó aire en un intento por calmarse. Si esos hombres estaban allí, significaba que su líder sabría dónde pensaba huir. ¡Lo había sabido desde el principio!
Los hombres no dijeron nada, sólo esperaban como si fuera su costumbre perseguir a la esposa de su señor en mitad de la noche. Cuando logró respirar de nuevo, se enderezó, se ajustó la capa y el velo y se preparó para ser arrastrada de vuelta al campamento… y a su marido. Entonces se estremeció, sabiendo que Brice probablemente reaccionaría del mismo modo que su hermano cuando ella había desbaratado sus planes; con ira y castigo. El bretón tenía nuevas formas de castigarla por su ofensa, y ahora temía la noche más que antes.
El sonido de algo moviéndose tras ella en la maleza y el modo en que los soldados se volvieron para mirar hicieron que se le pusiera el vello de punta. Gillian agarró la daga con fuerza y se dio la vuelta hacia los árboles. No fue el tamaño del caballo lo que la aterrorizó, ni la longitud de la espada que apuntaba hacia ella. No, no fueron aquellas cosas, sino la expresión severa y rabiosa del guerrero bretón mientras la miraba.
No había perdido tiempo en ponerse la cota de malla, ni siquiera el casco, y de hecho podía ver la sangre que había chorreado por su sien hasta llegarle al cuello. Tragó saliva y pidió perdón al todopoderoso por sus pecados, pues estaba segura de que su muerte era inminente. Tuvo que hacer acopio de todo su valor para no apartarse cuando él se bajó del caballo y se acercó con paso lento, pero decidido. Gillian se secó las manos en la capa y esperó su destino.
Brice se detuvo a pocos pasos de distancia y pareció darse cuenta de que aún estaba amenazándola con la espada en la mano. Sin dejar de mirarla, envainó el arma.
—Dadme la daga —susurró después con el brazo estirado.
Gillian se había olvidado de que la llevaba en la mano, aún asustada por la rabia de su mirada, y por un momento pensó en la posibilidad de usarla contra él. Pero así sólo conseguiría que la matara antes y además su alma quedaría condenada para toda la eternidad.
Respiró profundamente y le entregó la daga. Apenas tuvo tiempo para verlo, pero un brillo de alivio apareció en la mirada de aquel rostro masculino y fuerte, lo que suavizó su rostro por un instante. Pero entonces regresó la ira.
Uno de los soldados dijo algo tras ella, pero Gillian no logró traducir sus palabras debido a que hablaba muy deprisa. El bretón le respondió en el mismo idioma, pero, ya fuera porque lo hubiera hecho a propósito o porque ella estuviese demasiado asustada, no comprendió tampoco ni una palabra. Finalmente, tras un intercambio de palabras que duró varios minutos, Brice volvió a mirarla y negó con la cabeza.
Gillian buscó algo que decir. Algo que pudiera explicar, o al menos mitigar, lo que le había hecho. ¿Pero cómo explicaba alguien algo así? Sabía lo que había hecho; y él también lo sabía. Lo único que quedaba era que él aplicara el castigo que tuviera pensado. Dado que sabía que la quería viva, Gillian se preparó. Ya había sobrevivido a golpes y latigazos por parte de su hermanastro, así que creía que podría sobrevivir a cualquier cosa que aquel hombre le hiciera.
De modo que, cuando Brice volvió a subirse al caballo, les ordenó a sus hombres que la llevaran con ellos y se alejó hacia el campamento, Gillian sólo pudo quedarse mirando atónita. Hasta que el hocico de un caballo la golpeó en el hombro.
—Vamos, milady —dijo el caballero que iba a lomos del caballo.
Al principio Gillian no entendió nada. Miró a su alrededor y vio que los caballeros seguían allí, algunos más cerca de ella y otros aún pegados a los muros del convento.
—Vamos —repitió el caballero señalando hacia el bosque—. Seguid el mismo camino de vuelta al campamento.
No era que no comprendiese sus palabras, simplemente no comprendía sus órdenes. ¿Tenía que regresar al campamento a pie? ¿Sola? ¿Adónde se había ido su jefe?
—Lord Brice ha dicho que caminéis de vuelta al campamento y que penséis en vuestros pecados mientras regresáis —dijo el caballero llamado Stephen. Los demás se rieron; aparentemente sabían más de sus pecados de lo que a ella le hubiera gustado—. Él os espera allí.
El estómago le dio un vuelco al darse cuenta de que aquél no era su castigo, sólo un preludio de lo que había planeado. Y debía regresar andando para enfrentarse a ello. Negó con la cabeza hasta que el caballero volvió a hablar.
—Ahora, milady —dijo—. De lo contrario, me ha ordenado que os ate a mi caballo y os arrastre hasta allí. No está tan lejos y estoy seguro de que preferís llegar a pie antes que como una vulgar esclava.
Estaba ofreciéndole dignidad, y Gillian decidió aceptarla. Asintió y comenzó a caminar. Así tendría tiempo de pensar en otro plan.
El aire frío pronto se le coló bajo la capa mientras recorría el camino hasta la orilla del río y luego su curso de nuevo. Cuatro caballeros, dos delante y dos detrás, la escoltaban. Aunque su paso era lento para ir a caballo, era lo suficientemente rápido como para que tuviera que esforzarse durante los primeros minutos. Probablemente la causa de su agotamiento fueran los dos días de viaje y los acontecimientos de aquella noche. Y la reciente huida del campamento hacía que le doliesen las piernas.
Se tapó con la capa y se cubrió la cabeza con la capucha mientras se concentraba en colocar un pie delante del otro. Tras algún tiempo, más del que recordaba haber tardado a la ida, llegaron al giro en el sendero que los condujo directamente al camino, y poco después al campamento. En más de una ocasión un caballo la golpeó con el hocico en la cabeza. En más de una ocasión tuvo que pararse para tomar aliento. Y en más de una ocasión deseó poder pensar en una manera de despistarlos a ellos y a su señor.
Pero lo único que podía hacer era caminar y pensar.
Y preocuparse.
Pero no por los pecados que podría haber cometido, como había ordenado su señor, sino por la noche que la esperaba. Y por el día en que las tropas atacasen a su hermanastro y a sus aliados. Cuando divisó las antorchas del campamento, Gillian descubrió que todo lo demás desapareció de su lista de preocupaciones, salvo la de la noche que se le avecinaba. Los hombres la condujeron a la tienda de Brice, que ahora estaba rodeada de guardias, y llamaron a su señor. Al oír la orden, Stephen le hizo gestos para que entrara.
Tras tomar aliento, Gillian se acercó a la tienda y levantó la solapa.
Brice estaba sentado esperando su llegada y pensando en todos los errores que había cometido con lady Gillian de Thaxted. Cuando se le pasó la ira, incluso él pudo ver el parecido con la falsa noche de bodas que había experimentado su amigo Giles, ahora lord Taerford. Y eso no le gustó en absoluto, pues sólo servía para recordarle cómo él había alardeado de que no tendría los mismos problemas cuando reclamara a su esposa.
Ahora, con la cabeza aún dolorida tras recibir el golpe de su propia espada y con su huidiza esposa de pie frente a la tienda, esperaba que aquella debacle no llegase a oídos de Giles ni de su lady Fayth durante algún tiempo. Y con suerte podría recuperarse de aquel desastroso comienzo y encauzar su matrimonio de modo más satisfactorio. Dio un trago a la cerveza que tenía en la jarra y se llevó la mano al chichón de la cabeza para ver si ya había dejado de sangrar. Al ver que no se había manchado los dedos, volvió a beber, con la esperanza de que la cerveza calmase su ira y su dolor.
Oyó la voz de Stephen y esperó a que entrara su esposa. Había elegido alejarse de ella cuando la furia provocada por su desobediencia había estado a punto de hacerle perder el juicio, pues no era un hombre acostumbrado a desatar su ira