había quitado la cota de malla y sólo llevaba una túnica gruesa. También se había quitado los guantes. En vez de apaciguar sus miedos, pues sabía que los hombres podían copular con una mujer con o sin armadura, aquello los incrementó, pues seguía teniendo aspecto de guerrero peligroso. Se agachó junto a ella una vez más y utilizó la daga para cortar las cuerdas. La ayudó a levantarse y le pasó un brazo por la cintura cuando comenzó a tambalearse.
—Milord —susurró ella—, yo… satisfaría todas vuestras necesidades si prometéis no compartirme con los demás.
Sorprendida de poder pronunciar esas palabras en voz alta, sabía que debía parecer sincera en sus intenciones o todo estaría perdido. Gillian estiró la mano y le agarró el cuello de la túnica para prometerle cualquier cosa con tal de mantenerse con vida.
—Sólo deseo calentar vuestra cama, milord.
El guerrero la soltó tan deprisa que estuvo a punto de caerse al suelo. Lo había enfurecido por algo, al contrario de lo que pretendía. La agarró por la muñeca y la arrastró hacia la entrada de la tienda.
—No, milord —gritó ella—. ¡Os ruego que no me compartáis con vuestros hombres!
En pocos segundos se encontró de pie fuera de la tienda, frente a lo que le parecieron cientos de hombres. Aunque era de noche, la luna llena habría hecho que fuera posible ver la cantidad, pero las antorchas que bordeaban el campamento hacían que pareciese de día. El guerrero le sujetó la muñeca con fuerza y tiró de ella para que lo mirase.
—Oui, milady Gillian, calentaréis mi cama esta noche —gruñó apretando los dientes.
¡Lo sabía! ¡Sabía quién era! Antes de que pudiera explicarse, la acercó más a él hasta que sólo ella pudo oír sus palabras.
—Y no compartiré a mi esposa con ningún otro hombre.
Tres
Gillian buscó en su cara respuestas que no encontró. Estaba furioso, sí, porque se le notaba. Comprendió entonces que había sabido su identidad desde el principio, a pesar de haberle mentido. ¿Cómo?
—¿Quién sois? —preguntó.
Su hermano le había hablado del noble usurpador que quería reclamar sus tierras y a ella misma, pero aquel hombre que tenía delante juraba no ser un noble. Lo había oído maldecir y además los demás lo llamaban por su nombre, Brice, y no con el respeto exigido por un lord.
—Brice Fitzwilliam, recientemente nombrado lord Thaxted y barón de su alteza el duque Guillermo de Normandía y rey de Inglaterra — lo dijo lo suficientemente alto para que todos sus hombres lo oyeran—. Y vuestro marido — añadió con una ligera reverencia.
Los vítores agitaron la noche y la aterrorizaron. Aquél era el hombre que destrozaría su mundo, mataría a su hermano, se quedaría con sus tierras y con su gente, al igual que había hecho el propio duque bastardo en el sur de Inglaterra.
¿Fitzwilliam? Él también era bastardo. Ahora comprendía su rabia, pues sus palabras sobre los nobles eran un insulto a su nuevo honor.
—No sois mi marido —dijo ella, negándose a creer que aquello pudiera ser posible sin su consentimiento.
Él se carcajeó.
—Pero eso puede arreglarse fácilmente, milady —dijo, y señaló a alguien situado al otro lado del claro—. Cuando queráis.
Un anciano que parecía un sacerdote se acercó seguido de un joven que no iba vestido como un miembro del clero, pero que llevaba varios pergaminos. Se detuvieron frente a ella e hicieron una reverencia.
—Lady Gillian —dijo el anciano con sumo respeto—. Soy el padre Henry, recientemente llegado de Taerford —se volvió hacia el normando—. Milord, Selwyn leerá ahora el contrato de matrimonio y la disposición de las propiedades y de los títulos.
Tan sorprendida estaba Gillian por los acontecimientos que no había advertido el momento en que Brice le había soltado la muñeca y le había estrechado la mano. Había pasado de ser prisionera a esposa prometida en pocos segundos y no lograba comprender el cambio. Mientras el joven Selwyn leía los honores y las tierras cedidas a lord Brice Fitzwilliam, que era de Bretaña, no de Normandía, ella intentaba pensar en una manera de salir de aquélla. Una manera de regresar a su casa; a la protección de su hermano; a su vida como la conocía hacía unos meses.
En vez de eso, allí estaba con un completo desconocido, un caballero extranjero ascendido por su rey, un hombre que, si ella lo consentía, controlaría sus tierras, a su gente, su persona y su cuerpo como si fueran suyos. Gillian sabía que tenía que hacer algo, pero, cuando intentó zafarse, él le susurró las palabras que le helarían la sangre y asegurarían su cooperación.
—Esposa honrada o campesina deshonrada. ¿Qué deseas ser esta noche, Gillian?
Selwyn terminó de leer el contrato aprobado por el rey y todos los ojos se posaron en ella, expectantes.
Algo en su interior la instaba a ser valiente y a denunciar al enemigo, a resistirse a sus intentos por tomarla contra su voluntad y a desafiar las intenciones de su hermano. El sacerdote no podría quedarse mirando mientras la obligaban a casarse o mientras sus hombres abusaban de ella.
Otra parte de ella quería mantenerse firme y hacer lo que pudiera, soportar lo que tuviera que soportar para proteger del conquistador a la gente que vivía en sus tierras. La sangre noble que corría por sus venas, aunque teñida por las circunstancias de su nacimiento, se remontaba generaciones atrás a través de su padre y reforzó su voluntad de no quedarse parada mientras su gente sufría. Si el matrimonio con aquel guerrero llevaba la paz a su tierra, entonces lo soportaría.
—¿Consientes este matrimonio? —preguntó el bretón una vez más, en esa ocasión con aquella voz tan tentadora que hasta la propia Eva habría vuelto a ser expulsada del paraíso para decirle que sí.
Aunque deseaba que, sólo por una vez, pudiera ser considerada sólo por su propia valía y no como una mercancía valiosa, Gillian comprendía la verdad de su situación y la responsabilidad que recaía sobre sus hombros. Tal vez en otra ocasión pudiera hacer algo sólo porque lo deseara, o podría negarse a algo, pero aquélla no era esa otra ocasión y no tenía el lujo de poder decidir.
Y así, manchada con el polvo del camino, cubierta con una capa de sirvienta y de pie frente a cientos de hombres que no conocía, Gillian renunció a su voluntad y consintió aquel matrimonio. Lo peor fue que, mientras él le juraba protección con aquella voz tan sensual, Gillian sintió el calor en cada parte de su cuerpo e imágenes pecaminosas inundaron su mente.
Cuando concluyó el discurso y se inclinó hacia ella para sellar el trato con un beso, Gillian supo exactamente cómo se había sentido Eva aquel día enfrentada al pecado.
Sofocó su suspiro con los labios. Gillian estaba allí, perdida en sus pensamientos, mientras decían sus votos, pero Brice quería que comprendiera a lo que había accedido. La facilidad con la que se había lanzado sobre él en la tienda le había puesto furioso, pero saboreó su inocencia y su miedo mientras besaba sus labios. Se acercó más y le pasó el brazo por los hombros, tanto para abrazarla como para evitar que se cayese.
Ella no se resistió, pero tampoco participó en el beso, y Brice sintió cierto grado de decepción al comprobar que la actitud que había mostrado antes se había esfumado. Deseaba saborear su fuego y su fuerza, pero sólo sintió su miedo. Su cuerpo temblaba entre sus brazos, así que la besó rápidamente y apartó la cabeza.
Sus ojos turquesa se quedaron mirándolo mientras él observaba su curiosidad, su miedo y su sorpresa en su mirada. Ella levantó la mano y se acarició la boca como si nunca la hubieran besado. A pesar de su inocencia o su falta de participación, su cuerpo había respondido al sabor de sus labios y a la promesa de tenerla en su cama. Deslizaría las manos bajo su vestido y acariciaría cada parte de su cuerpo antes de que