Varias Autoras

E-Pack Placer marzo 2021


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      Un maldito estúpido.

      Brice se maldecía a sí mismo de todas las maneras posibles por haber perdido el control de su ira, de sus pensamientos, incluso de sus estrategias y de sus planes, desde que conociera a lady Gillian de Thaxted el día anterior.

      ¿Sólo había pasado un día?

      Si sólo había pasado un día y ya había tenido ganas de estrangularla y de exiliarla una docena de veces desde que la conociera, ¿cómo iban a sobrevivir una semana? ¿O toda una vida juntos? Desde que la había encontrado en aquel camino, huyendo de él, su cuerpo había sufrido, su reputación había sufrido y hasta su mente había sufrido.

      Por no hablar de su orgullo.

      Brice sabía que Gillian no había quedado satisfecha después de su primer encuentro sexual. Había decidido hacerlo cuanto antes y se había olvidado de darle placer. De modo que, debido a las prisas, su primera experiencia con su marido, un hombre que tenía mucha experiencia con las mujeres, había sido un desastre.

      A pesar del modo en que lo había desafiado ante sus hombres, Brice había pasado todo el día oscilando entre la lujuria y la rabia, entre el orgullo y el miedo, y entre todas las demás reacciones que un hombre podía tener ante los hechos acaecidos. Pero, por encima de todo, una parte de él deseaba borrar la culpa y el miedo de sus ojos y calmar su dolor.

      Sir Gautier les había dicho que siempre era más fácil reconocer los propios defectos en otra persona. Y más fácil culpar a otros por los propios errores. El padre de Simon, que había acogido a tres bastardos junto con su propio hijo biológico, había sido un hombre sabio y había compartido esa sabiduría con los chicos que había educado.

      Mientras caminaba de un extremo al otro del campamento, saludando a los caballeros, a los soldados y a los arqueros que lucharían por él y por sus derechos, sólo había podido pensar en ella. En dos ocasiones había tenido que contenerse para no regresar a la tienda a ver cómo estaba. Y en otras tres ocasiones se había quedado de pie, mirándola, pues Gillian había convencido a Ansel para que le permitiera quedarse fuera de la tienda. Al principio había pensado en obligarla a meterse dentro, por su seguridad, pero luego advirtió que parecía disfrutar del calor del sol y de la suave brisa del día. Ya era casi de noche cuando terminó los preparativos para la batalla del día siguiente y pudo regresar a la tienda.

      Había otro guardia en el lugar de Ansel, que le saludó con la cabeza cuando pasó por delante. Brice respiró profundamente y se preparó a entrar. El susurro de advertencia del guardia lo detuvo.

      —La dama ha pedido hablar con el padre Henry, milord. Ansel no ha visto razón para negarse —explicó—. Acaba de terminar de confesar a los hombres y ha llegado hace unos minutos —el guardia señaló hacia la tienda para señalar que el sacerdote estaba dentro.

      Tras entregarle sus armas y el casco al guardia, Brice se quedó allí de pie, en silencio, intentando escuchar algo de la conversación que estaba teniendo lugar entre su esposa y el sacerdote. En ningún momento creyó que el motivo de la petición fuese una simple confesión de pecados. Y las palabras que logró entender nada tenían que ver con los pecados de su esposa, sino con los suyos propios. Levantó la solapa y entró en la tienda para poner fin a la conversación de inmediato.

      —Milord —dijo el padre Henry mientras se levantaba de la banqueta en la que estaba sentado—. Venid con nosotros —el anciano se echó a un lado para permitirle ir con su esposa—. Estábamos hablando de vos.

      —¿Hablando de mí, padre? ¿Y qué le habéis contado a mi esposa de mí?

      Antes de que el sacerdote pudiera responder, Gillian se puso en pie y habló.

      —Milord, he pedido hablar con el buen padre porque apenas recordaba nada de nuestra boda y deseaba confirmar los detalles de nuestro contrato.

      Brice advirtió que sólo lo miró un instante antes de mirar por encima de su hombro, y luego a sus manos, pero nunca a sus ojos.

      —¿Y ha logrado responder a vuestras preguntas?

      —Sí, milord —contestó ella apenas con un hilillo de voz.

      —Milord —dijo el padre Henry—. Brice — cambió el tratamiento a uno menos formal—. Lady Gillian no quería ofenderte al preguntarme.

      Brice frunció el ceño. Obviamente los dos pensaban que su conversación le enfurecería y temían su reacción. De la dama, teniendo en cuenta su último encuentro, podía entenderlo, pero no le había hecho nada al sacerdote ni a nadie más en su presencia para provocar esa reticencia.

      —Y no me ofendo. Aunque creí que querría confesar sus pecados y arrepentirse de ellos — dijo Brice, y tuvo que hacer un esfuerzo por no reírse. Ella ladeó la cabeza ligeramente, pero lo suficiente para ver el brillo de rabia en sus ojos.

      —Solía confesarme diariamente, milord. Hasta que nuestro sacerdote se fue y no tuve a nadie que escuchara mis pecados —la voz y el tono fueron suaves, pero sus ojos mostraban cómo se sentía realmente.

      En ese momento Brice se dio cuenta de que prefería a aquella esposa furiosa y desafiante antes que a una solemne y asustada. A la luchadora que le había dejado inconsciente y no una que besara el suelo a sus pies.

      —¿Habéis comido ya, padre? —le preguntó al sacerdote—. ¿Queréis quedaros con nosotros? —en ese momento entró Ernaut con una fuente de carne, quesos y pan.

      El viejo clérigo miró a su esposa y luego a él antes de hablar. Brice sentía su deseo hacia Gillian latente bajo la piel, como desde el primer momento en que la viera. ¿Sería igual de evidente para el padre Henry? ¿Se daría cuenta de que lo único que deseaba era arrancarle la ropa a su mujer y hacerle el amor durante el resto de la noche?

      El sacerdote se aclaró la garganta y negó con la cabeza.

      —El joven Selwyn se encarga de mi cena, milord. Pero gracias por la oferta —se dirigió hacia la salida, pero se detuvo un instante—. Brice, si quieres, puedo quedarme con lady Gillian durante… —el padre miró a Gillian preocupado antes de continuar—… mañana.

      —Valoraría vuestra compañía, padre —respondió la dama en cuestión—. Pero temo que os necesitarán en otros lugares durante la batalla.

      Para encargarse de los heridos y moribundos, pensó Brice. Ambos lo miraron y él asintió.

      —Estoy seguro de que la dama os ayudará en vuestro trabajo mañana, padre. Parece el tipo de mujer que prefiere trabajar y estar ocupada a esperar.

      —Entonces os dejo con mi bendición.

      El sacerdote agachó la cabeza y murmuró unas palabras en latín antes de concluir con el signo de la cruz y abandonar la tienda para dejarlos solos. Brice le indicó a Gillian que se sentara y disfrutara de la comida y de la bebida que Ernaut había dispuesto sobre la mesa. Sin dejar de mirarlo, ella se sentó y lo esperó. Brice sirvió un poco de cerveza y le entregó una jarra.

      Comieron tranquilamente, pero la tensión entre ellos iba creciendo a cada segundo. Cuando se terminaron la cerveza, Brice llamó a Ernaut para que recogiese la fuente y le ayudase a quitarse la cota de malla.

      Cuando el escudero se marchó, Brice se quitó la túnica y las mallas que llevaba bajo la protección metálica y las colgó en una esquina de la tienda para que se secaran antes de volver a necesitarlas para la batalla. Luego se volvió hacia ella e imaginó que se daría la vuelta para no ver cómo se desnudaba. Estuvo a punto de sonreír cuando le mantuvo la mirada por un instante.

      Brice se quitó la túnica interior, se desabrochó el taparrabos que llevaba bajo las mallas y se aflojó las ligas de las piernas. Le dio la espalda y comenzó a lavarse al tiempo que sus respiraciones se convertían en el único sonido.

      Miró por encima del hombro y vio que Gillian finalmente había apartado la mirada. Terminó de lavarse y se agachó para alcanzar el paño de lino para secarse. Se lo anudó