tras oleada de un placer que jamás hubiera creído posible.
Brice se detuvo entonces, con la cara tensa y los brazos temblorosos por el esfuerzo. Tras varios minutos abrió los ojos y la miró.
—¿Estás bien? —preguntó.
Gillian no tenía respuesta, pues el corazón le latía con fuerza y no podía dejar de temblar por el placer. Tomó aire y lo soltó.
—No lo sé.
Él se rió y la besó con rapidez antes de apartarse y tumbarse a su lado.
—Una muestra mucho mejor que el intento de esta mañana, me parece —dijo con una voz grave que emanaba un orgullo masculino que cualquier mujer comprendería.
Más aún, ella comprendía por qué se había visto llevado a hacer eso en aquel momento, cuando había cosas mucho más importantes que hacer y que decir.
Gillian sabía que la lujuria de los hombres se desataba justo antes y después de las batallas, y que la necesidad de copular se incrementaba en esas ocasiones. Lo había visto en suficientes ocasiones como para saberlo.
Además sabía que aquel hombre, su marido, tenía cierta reputación en lo referente a relaciones pasadas. Había oído cotilleos mientras estaba en el campamento, de boca de algunas de las mujeres que habían seguido a sus hombres a Inglaterra. Un hombre guapo que atraía a las mujeres a su cama como moscas a la miel y que nunca dormía solo. Un hombre que jamás dejaba a una mujer insatisfecha, a pesar de que hasta aquel momento ella no hubiera tenido idea de lo que aquello significaba. Así que asegurarse de complacer a su esposa igual que complacía a otras mujeres era importante para él; y para su reputación.
Brice la abrazó y se movió contra su cuerpo para compartir su calor en aquella noche fría. Justo antes de dormirse, Gillian comprendió otra de las razones que le habían llevado a buscar placer y consuelo en sus brazos.
Brice aceptaba que podría morir al día siguiente.
Nueve
Gillian se despertó de golpe. Por un momento no supo dónde estaba, pero entonces su cuerpo, dolorido en lugares que no conocía hasta hacía poco, se lo recordó.
Estaba en la cama con su marido.
Un caballero bretón que ansiaba quitarle Thaxted a su hermano.
Un caballero bastardo al que ella le había sido asignada por su rey.
Un hombre que le había dado tanto placer que casi le costaba respirar y pensar.
Casi. Pues, pensando en los mismos acontecimientos que habían tenido lugar entre ellos, jamás podría haber imaginado tantas maneras de dar y de recibir placer. Aunque la primera vez había sido bastante uniforme, las demás veces no. En una ocasión incluso la había penetrado desde atrás, acariciándole los pechos, y ese lugar entre sus piernas mientras se movía dentro de ella.
Y la última vez. Cerró los ojos y recordó que la última vez había sido tan poderosa, rápida y profunda que creyó estar a punto de desmayarse al final. Luego se habían quedado dormidos, exhaustos.
Podía oír los sonidos del campamento, preparándose para la batalla. Gillian se volvió para mirarlo, preguntándose cómo la saludaría o cómo le hablaría o cómo la miraría después de la intimidad que habían compartido, pero encontró un hueco vacío a su lado en el camastro.
Se incorporó y miró a su alrededor. Su ropa yacía al pie de la cama, pero la de Brice había desaparecido. Escuchó por un instante y se puso la ropa antes de que alguien pudiera encontrarla desnuda. En pocos minutos se colocó el velo y la capa y abrió la solapa de la tienda.
Pero descubrió que el campamento estaba casi vacío.
¿Se habría quedado dormida durante la batalla? ¡Era imposible! Obviamente Brice la creía segura en su tienda y se había marchado sin despertarla, pero una batalla sería demasiado ruidosa. Al darse cuenta de que él esperaba que estuviese con el padre Henry, se fue a buscarlo. Sabía que el sacerdote estaba ubicado hacia el extremo este del campamento y, con la ayuda de varios sirvientes y mujeres, se dirigió hacia allí inmediatamente.
Aunque nunca antes había estado tan cerca de una batalla, Gillian no podía creer que pudiera ser tan tranquila. Entonces se dio cuenta de que el silencio mortal se extendía hacia los muros de Thaxted. Se protegió los ojos del sol con la mano, miró a través del campamento y vio fila tras fila de soldados armados alineados alrededor de la fortaleza. Sin darse cuenta, caminó en esa dirección hasta que el sacerdote la detuvo.
—Lady Gillian, venid conmigo —dijo tomándola del brazo—. No es seguro estar aquí.
—¿Entonces ha comenzado, padre? —preguntó ella.
—No, milady. Vuestro hermano y lord Brice están hablando.
—¿Sobre mí? ¿Sobre mis tierras?
Antes de que el sacerdote contestara, Gillian se dio cuenta de su error; las tierras ya no le pertenecían, ni tenía derecho alguno. Eso le pertenecía al hombre con quien se había casado. Esos normandos tenían una opinión diferente sobre la posición y los derechos de las mujeres; diferente a la de Inglaterra, Gales o Escocia, e incluso a la de los nórdicos, que habían gobernado algunas zonas hasta hacía poco. Para un normando, todo le pertenecía al hombre.
Pero por conveniencia cumplirían el testamento de su padre al otorgarle a ella las tierras para luego darle el control y los poderes a su marido.
—Hablan de paz y de una solución amistosa a esta confrontación en vez de una que acabe con la vida de muchos hombres, milady —el padre Henry había pasado muchos años negociando con enemigos; era evidente por su tono conciliador y su elección de las palabras.
—¿Y yo no juego ningún papel en las negociaciones? —preguntó ella.
Podía imaginarse las mentiras que su hermano le contaría a su marido. Y peor, las acusaciones que haría contra ella y contra su madre. Oremund diría o haría cualquier cosa con tal de recuperar el control de Thaxted, y cualquier cosa necesaria para encontrar el lugar donde su padre había escondido su fortuna. Aunque, sin duda, jamás mencionaría su existencia ante su marido bretón.
—Desde luego, milady —dijo una voz tras ella. Gillian se dio la vuelta y vio a Brice y a dos de sus capitanes allí de pie.
Aquél no era el hombre que había susurrado palabras cariñosas con aquella voz profunda mientras acariciaba su cuerpo en los lugares más íntimos. Aquél no era el mismo que había empujado su cuerpo y su alma al placer. Aquél no era un hombre… era… el guerrero del rey.
Gillian lo había visto con la cota de malla y la armadura, con el casco y la espada. Lo había visto al mando de sus hombres en el camino, escondida entre la maleza. Se estremeció mientras se acercaba, tentada de acercarse más al sacerdote.
—Vuestro hermano desea hablar con vos y asegurarse de que estáis a salvo. Ha estado buscándoos durante días y da gracias a Dios de que no hayáis sufrido daño alguno durante vuestro estúpido viaje —dijo con voz seca y mirada oscura.
Los otros dos hombres no se movieron ni hablaron, y Gillian estuvo segura de que la arrastrarían para entregarla a su hermano. De pronto la seguridad en sí misma se vio tambaleada y temió decirle algo sobre las verdaderas intenciones de su hermano. Teniendo en cuenta sus ideas sobre la posible duplicidad de Brice, el silencio podría ser la mejor opción.
Aunque nunca su manera de proceder.
—¿Y vos lo creéis, milord? —se cruzó de brazos con actitud desafiante, pero Brice tenía que entender que Oremund mentía—. ¿Preferís su palabra por encima de la mía?
Brice observó cómo sus ojos se llenaban de rabia. Por mucho que se hubiera lanzado a la pasión que habían compartido, ahora estaba dispuesta a defenderse ante cualquiera. Pero en aquel momento crucial, no lo permitiría.