Maisey Yates

Una aristócrata en el desierto - Matrimonio en juego


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en negar sus propios apetitos. Y podía seguir así hasta que considerara que era capaz de hacerlo sin perder las riendas de sí mismo.

      –No sé si algún día dejarás de tenerme por un extraño. Pero llegará el momento en que me llames marido.

      –Entonces, en ese momento, podremos tener una relación sexual.

      –Supongo que sí.

      Ella parpadeó y tomó aliento, como si necesitara un instante para recuperar la compostura.

      –No eres como esperaba.

      –¿Qué esperabas?

      –Un hombre – repuso ella.

      –¿En qué sentido?

      –Nunca había conocido a ningún hombre que presentara tanta resistencia. Creí que tendrías deseos de estar conmigo cuanto antes. Quizá llegué a conclusiones precipitadas.

      Tarek percibió un atisbo de vulnerabilidad, como si la ofendiera lo que ella interpretaba como indiferencia.

      Pero no era indiferencia. Sino todo lo contrario.

      –Lo siento, mi reina. He pasado demasiado tiempo lejos del mundo como para saber cómo se supone que tengo que reaccionar a determinadas cosas.

      –De alguna manera, conseguiré que eso juegue a tu favor, Tarek – afirmó ella, mirándolo de cerca–. No sé cómo, pero haré que nos beneficie a los dos.

      Tras dedicarle una última mirada, Olivia se dio media vuelta y salió de su habitación.

      Medio vestido con las ropas nuevas, el sultán se sentía como un hombre distinto.

      O, tal vez, era Olivia quien lo hacía sentirse así.

      Olivia se mantuvo fiel a su decisión de no volver a estar delante cuando Tarek se quitara la camisa. Porque, cada vez que lo veía desnudarse, la abandonaba el sentido común. En parte, estaba horrorizada por sus acciones, aunque también le parecían justificadas. Si iba a ser su marido, tenían que llegar a un acuerdo a ese respecto. Sin embargo, lo que le preocupaba era cómo el autocontrol la abandonaba cuando estaba a su lado.

      Le asustaba lo mucho que lo deseaba. Y le avergonzaba habérselo demostrado.

      Debía protegerse a sí misma. Debía fingir desinterés para atraer al otro. Eran los juegos que Marcus y ella habían practicado, incluso después de casados.

      Ella había amado a su marido, pero ambos habían vivido vidas separadas. Habían tenido cuartos separados. Y había habido cosas de él que ella nunca había querido saber.

      Por otra parte, lo que sentía por Tarek no se parecía en nada a lo que había experimentado por Marcus. Al sultán, no lo conocía. Pero estaba fascinada por su cuerpo, más de lo que nadie la había fascinado jamás.

      Solo había estado con un hombre en su vida, por lo que la tentación de compararlos era inevitable. Tal vez, si hubiera tenido una larga lista de amantes, Tarek no le resultaría tan irresistible.

      Ese día, tenían que escribir el discurso. Olivia estaba dividida entre el deseo de pasar tiempo con él, en un intento de conocer a su futuro esposo, y el deseo de evitarlo para no ponerse a sí misma en evidencia de nuevo.

      Nerviosa, se alisó el vestido de color ciruela y se atusó el pelo, recogido en un moño. Tenía el aspecto de una mujer compuesta y calmada, aunque no se sentía así.

      Cuando llegó a la habitación de Tarek, lo encontró delante de su escritorio. Tenía la cabeza agachada y una expresión de intensa concentración.

      Se había puesto el traje, que se ajustaba a la perfección a sus anchos hombros, su cintura estrecha y sus musculosos muslos.

      Olivia había tenido razón. Por muy caro y cuidado que fuera el atuendo, nada podía darle el aspecto de un rey. No parecía un aristócrata. Parecía un hombre recién salido del desierto. De todos modos, algo en su intento de aparentarse civilizado le daba un halo de peligrosidad, realzaba sus rasgos duros y acentuaba la fuerza de su cuerpo.

      –Pareces listo para arrancarle la cabeza a alguien – comentó ella, intentando disipar la tensión que la atenazaba.

      –Siempre hago lo que debo – repuso él.

      –Qué miedo – dijo ella con sarcasmo. Sin embargo, intuyó que el sultán hablaba en serio. Un escalofrío la recorrió, pero no estaba segura de si era de miedo o de excitación. Había una frontera borrosa entre ambas sensaciones en lo relativo a Tarek.

      –A menos que quieras hacerle daño a mi país, no tienes nada que temer de mí.

      Olivia lo dudaba mucho. Aunque no quiso darle más vueltas.

      –Bien.

      –No estoy seguro de cómo hacer el discurso.

      –Aquí estoy para ayudarte.

      Al momento, Tarek le tendió un puñado de papeles escritos a mano.

      –¿No podías haberlo mecanografiado? – inquirió ella, dándose cuenta casi al mismo tiempo de lo ridículo de su pregunta. Si él ni siquiera sabía usar el teléfono…

      –No.

      –Lo siento. ¿Sabes utilizar un ordenador?

      –No lo he hecho desde hace años.

      –La tecnología cambia muy rápido. A lo mejor tienes que aprender de nuevo – indicó ella, y bajó la vista hacia los papeles–. Pero eso no es prioritario ahora. Vayamos poco a poco.

      El discurso no era muy elocuente. Olivia no iba a mentirle en eso.

      –De acuerdo. Creo que hay una cierta estructura en lo que quieres decir. Es lo que quieres hacer por el país. Yo he hablado contigo y sé que hablas con propiedad – señaló ella, devolviéndole los escritos–. Puedes usar estos papeles, si te pierdes. Ahora cuéntame lo que quieres para Tahar, tus planes para el futuro. Hazlo con brevedad, pues la gente se cansa de escuchar. Y no es bueno que te excedas en tus promesas.

      –No sé hablar en público.

      –No creo que sea cierto – negó ella–. Estás acostumbrado a dirigir ejércitos. Tienes que darles instrucciones antes de la batalla, ¿no es así?

      –Sí.

      –Esto es lo mismo. Es como un grito de guerra para tu gente. La situación puede no ser muy halagüeña en el presente, pero nada es imposible. Te has enfrentado a tus enemigos y has triunfado. También triunfarás ahora. Y tu pueblo, contigo.

      Él arqueó una ceja.

      –Quizá sería mejor que dieras tú el discurso.

      –Es una pena que el pueblo no quiera escuchar a la mujer del sultán. A menos que sea en la inauguración de un hospital para niños o algo así.

      –También tengo que ocuparme de eso.

      –No – dijo ella, conteniendo la tentación de tocarle–. Yo seré tu otra mitad. Seré la parte delicada y me encargaré de esa clase de cosas. Tú debes ocuparte del grito de guerra, de animar a tu gente.

      –Parece factible.

      –Así es el matrimonio. Nos repartimos las tareas. No nos amamos, pero eso no es necesario para cumplir nuestro objetivo. Llevas a este país en la sangre. Eres un guerrero. Son cosas que yo nunca seré. Juntos, podemos hacer que funcione.

      Al pronunciar esas palabras, Olivia se sintió como si todo encajara. Se sintió completa, en su sitio. Por fin podía ser parte de algo, en vez de quedarse a solas en un rincón.

      –Necesito que ahora seas más que mi otra mitad – señaló él, mirándola a los ojos–. Porque siento que yo tengo poco que ofrecer.

      –No te preocupes – repuso ella, tragando saliva, todavía emocionada