Maisey Yates

Una aristócrata en el desierto - Matrimonio en juego


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él. Se sentó y se sirvió una taza de café.

      –Anoche, tuve miedo – reconoció ella–. Tenías una espada.

      –No te hice daño ni te amenacé, ¿verdad? – preguntó él con el corazón encogido.

      –¿Te sentirías mal si hubiera sido así?

      Tarek se tomó su tiempo para pensar la respuesta.

      –Siempre me he tomado muy en serio mi deber de proteger a las mujeres y los niños. No me gustaría hacerte daño. Ni asustarte.

      –Hablas como un hombre – observó ella–. Pero me pregunto si también sientes como un hombre.

      –¿Por qué?

      –Te piensas mucho las respuestas. Para la mayoría de la gente, no es difícil saber cómo les haría sentir algo.

      –No he dedicado mucho tiempo a examinar mi interior.

      –Hablas muy bien – comentó ella, pensativa–. No será tu forma de hablar lo que nos resultará problemático, sino las cosas que dices.

      –Siempre puedes escribirme los discursos.

      –Supongo que ya hay alguien en palacio encargado de eso.

      –Despedí a la mayoría de los empleados de mi hermano.

      –¿Qué hizo para ser tan malo?

      –Lo fue y punto – repuso él, cortante.

      –¿Por qué te levantas sonámbulo?

      –No lo sé – confesó él con frustración. Apretó los dientes–. Ni siquiera sabía que lo hiciera. ¿Cómo diablos voy a conocer la razón?

      –Yo tuve que tomar pastillas para dormir durante seis meses después de… A veces, cuesta conciliar el sueño – indicó ella, y tragó saliva con un nudo en la garganta.

      –Yo no pienso tomar somníferos. Necesito estar alerta para actuar si es necesario.

      –Aquí estás rodeado de guardias.

      –Olvidas que, además del ejército y la guardia real, también me necesitaban a mí.

      –Es verdad. Pero ahora eres el rey. Y a mí solo me quedan treinta días más.

      –Veintinueve.

      –No. Treinta. Ayer apenas interactuamos unos minutos.

      –Veintinueve.

      Ella soltó un suspiro exasperado, mirando al techo.

      –Esa actitud no va a hacer las cosas nada agradables.

      –Lo siento por ti. No soy un hombre agradable.

      Olivia se puso en pie.

      –Y yo tampoco soy agradable, si me provocan. No he llegado a donde estoy por ser una delicada flor – le espetó ella, levantando la barbilla–. Lo primero que necesitas es cortarte el pelo. Y afeitarte. Y un traje.

      –¿Todo hoy?

      –Como solo me quedan veintinueve días, tal vez decida que hagamos todo lo que podamos esta tarde. Depende de lo ambiciosa que me sienta.

      –¿Por qué me suena a mal presagio?

      –Porque tampoco soy agradable cuando me siento ambiciosa – respondió ella, cruzándose de brazos–. Voy a hacer unas llamadas. Nos veremos en tu despacho dentro de media hora.

      Acto seguido, Olivia se dio media vuelta y salió del comedor, dejándolo solo en la mesa.

      Olivia tuvo la tentación de recurrir a sus pastillas para la ansiedad antes de ir a reunirse con Tarek en su despacho. Pero no lo hizo. Necesitaba guardarlas para sus ataques de pánico, algo que, por suerte, solo sufría cuando tenía que tomar un avión. Debería haberse tomado una, también, cuando había visto a aquel hombre desnudo con una espada. Aunque, entonces, el pánico no había sido su emoción dominante.

      Enderezando la espalda, levantó la mano para llamar a la puerta. No debía darles más vueltas a los sentimientos contradictorios y acalorados que la habían poseído cuando lo había visto en el pasillo la noche anterior, desnudo y con expresión torturada.

      Estaba cansada de recordar su imagen sin ropa una y otra vez.

      Sin embargo, tampoco ese era un asunto que debía serle indiferente. Después de todo, había ido allí a casarse con él. Y el propósito era darle un heredero.

      Para Olivia, el sexo no era algo negativo. Era parte del matrimonio y no le disgustaba. Siempre había sido consciente de que, si se casaba con el sultán, no podría seguir siendo célibe, como había sido en los últimos dos años, desde la muerte de su marido.

      Decidida a pensar en otra cosa, llamó a la puerta. Muchas cosas eran inocuas en apariencia, pero peligrosas en el fondo. Tarek, su cuerpo desnudo y lo que ella sentía al respecto pertenecían a ese grupo de cosas.

      –Entra.

      Olivia abrió y cerró la puerta tras ella. Al verlo delante de la mesa con la postura de un soldado y las manos entrelazadas detrás de la espalda, se quedó sin respiración. No había logrado acostumbrarse a su imponente figura, que no dejaba de admirarla.

      –Ya he entrado. Ahora podemos empezar.

      –Estoy dispuesto a seguir tus instrucciones en lo que se refiere a mi formación como monarca. Pero eso no significa que vayas a tomar el control de mi vida diaria.

      –Solo durante los próximos veintinueve días.

      Él se rio.

      –No. Si vas a ser mi esposa, es mejor que comencemos bien desde el principio. No sé cómo funcionaba tu matrimonio anterior. Sin embargo, si te convirtieras en mi esposa, debes tener claro que no vas a ser mi niñera.

      –No creo que deba serlo – repuso ella, sintiendo que se le encogía el estómago–. Y no quiero hablar de mi primer matrimonio.

      –Tú misma hablaste de tu marido esta mañana.

      –Es diferente si soy yo quien saca el tema.

      –¿Son todas las mujeres tan difíciles?

      –Solo cuando tratan con hombres imposibles.

      –Entonces, esto será interesante – comentó él con gesto impasible.

      –Estoy de acuerdo – dijo ella–. Supongo que el palacio cuenta con un peluquero.

      –No estoy seguro. Podemos averiguarlo – replicó él, se dirigió a la puerta, salió al pasillo y gritó unas palabras en su idioma.

      –¿Qué haces?

      –Estoy investigando si hay una cuchilla de afeitar. ¿No es eso lo que querías?

      –Supongo que tienes un teléfono en la mesa. Creo que será más directo para localizar a los criados que dar voces como un animal.

      –No se me había ocurrido – reconoció él, y volvió a entrar y cerrar la puerta. Junto a la mesa, miró hacia el teléfono.

      –¿Sabes cómo funciona?

      –Lo he usado alguna vez – afirmó él con tono críptico.

      –Tengo una idea mejor. Vamos al baño. Seguro que encontraremos algo.

      –Supongo que sí – dijo él, no muy convencido.

      –Sígueme.

      Olivia se dirigió hacia la puerta, pero no lo oyó moverse.

      –¿Vienes?

      Entonces, sintió su calor detrás de ella, su cálido aliento en el cuello. Su proximidad la quemaba con la ferocidad de una chispa en paja seca.

      –No soy un perro al que puedas