Maisey Yates

Una aristócrata en el desierto - Matrimonio en juego


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posible repetir una unión como la que ya he tenido con un hombre.

      –Te puedo prometer que, si nos casamos, no se parecería en nada a la unión que compartiste con tu primer marido.

      Olivia no lo puso en duda.

      –Bien. No me envíes de vuelta. Dame un mes. Te ayudaré con los temas diplomáticos y podemos mantener una especie de cortejo. Eso les gustará a los medios de comunicación y a tu pueblo. Si no funciona, no pasará nada. Pero si sale bien… bueno, resolverá varios problemas.

      De forma abrupta, Tarek se puso en pie con la agilidad de una cobra.

      –Olivia de Alansund, tenemos un trato. Tienes treinta días para convencerme de que eres indispensable. Si lo logras, te haré mi esposa.

      Uno de los criados te mostrará tus aposentos.

      –¿No podrías enseñármelos tú? – pidió ella. No sabía por qué demandaba pasar más tiempo con él. Tal vez, fuera un intento de recuperar el control de la situación.

      A Olivia no le gustaba que las cosas se le escaparan de las manos. Durante los dos últimos años, se había sentido como un meteorito a la deriva en el espacio. Odiaba esa sensación. Era demasiado parecido a lo que había vivido de niña, con el espectro de la enfermedad sobrevolando su hogar.

      De todas maneras, no era momento para derrumbarse, ni para pensar en sí misma. Había cosas más importantes que tener en cuenta, como el bien de su país adoptivo.

      –Te aseguro que no tengo ni idea de dónde están los cuartos de invitados.

      –¿No conoces la disposición de las habitaciones en tu palacio?

      Tarek dio unos pasos hacia ella.

      –Este no es mi palacio, sino el de mi hermano. Llevo su corona y me siento en su trono.

      A Olivia le resultó imposible respirar al verlo acercarse. No se parecía en nada a los hombres que ella había conocido. No tenía nada que ver con su padre, amable y sofisticado. Ni con su culto marido. Ni con su sólido y tranquilo cuñado. Tarek tenía mucha más fuerza. Absorbía todo a su alrededor, como un poderoso agujero negro.

      –Nada de esto me pertenece. Yo no estoy hecho para ser rey. Si quieres moldear mi persona para hacerme encajar en el papel, debes ser consciente de ello.

      –Entonces, ¿qué solución se te ocurre? Porque, quieras o no, eres el rey – comentó ella. Le sorprendió ser capaz de seguir hablando, a pesar de lo impresionada que estaba por su cercanía.

      –Supongo que tú eres la solución. Los consejeros de mi hermano me desesperan. Me parecen unos lisonjeros que no tienen personalidad propia. No los quiero a mi alrededor.

      –Vamos, a la mayoría de los gobernantes les gusta que les bailen el agua.

      –Solo un hombre busca la admiración de los demás. Un arma solo quiere ser usada. Y eso, Olivia de Alansund, es lo único que yo soy.

      Ella tragó saliva, tratando de mantener la calma y la compostura.

      –Entonces, te enseñaré a luchar del modo en que lucha un rey.

      Cuando Tarek comenzó a caminar a su alrededor, ella se estremeció.

      –Me preocupan las cosas que he dejado desatendidas.

      –Estoy segura de que sabes más sobre muchas cosas que tu hermano – sugirió ella–. Usa tus conocimientos. Y deja que te ayude con lo demás. Interactuar con los diplomáticos es política, mi especialidad. Mi marido me enseñó todo lo que sé.

      –Bueno, entonces, espero que me lo demuestres. Sígueme – indicó él, pasando delante de ella.

      Olivia se esforzó por seguir sus pasos. Era casi imposible. Era mucho más alto y una sola zancada suya equivalía a tres de ella. Con los finos tacones, se sentía como un cervatillo asustado correteando sobre el suelo de mármol.

      –¿Adónde me llevas? Dijiste que no sabías dónde estaban mis aposentos.

      –Dame un poco de agua, déjame en el desierto y encontraré el camino de vuelta. Aun así, este palacio me resulta un laberinto. Está demasiado oscuro. Dependo del sol para orientarme.

      –Interesante. Pero ¿me estás llevando a mi habitación o al desierto?

      En ese momento, una sirvienta apareció en el pasillo con la vista baja.

      –Estás aquí. ¿Existen habitaciones de invitados para alojar a la reina? – preguntó él con tono autoritario.

      –Sultán Tarek, no sabíamos que iba a tener una invitada – repuso la joven con los ojos muy abiertos.

      –Sí, porque yo no os lo dije. Pensé que mis consejeros se habían ocupado de eso. Hasta las cosas más sencillas resultan difíciles aquí. En el desierto, cada persona busca lo que necesita. No tenemos tanta burocracia inútil.

      La sirvienta lo miró sin saber qué decir.

      –Me servirá cualquier habitación que esté disponible – indicó Olivia, intentando suavizar la tensión–. También necesito que me traigan las maletas del coche.

      La criada asintió.

      –De acuerdo. La habitación más cercana a los aposentos del sultán tiene la cama hecha. Es la más rápida de preparar.

      Cuando Tarek se puso rígido, Olivia intuyó que no le agradaba tenerla cerca.

      –Me parece bien – dijo ella antes de que él pudiera negarse. Después de todo, su objetivo era estar cerca del sultán.

      –Hazlo, pues – ordenó Tarek.

      La criada asintió y salió corriendo.

      –Supongo que sabes cómo encontrar tu habitación – dijo Olivia.

      –Así es. Sígueme.

      Atravesaron un laberinto de pasillos con paredes de plata y suelos de piedra. El palacio de Alansund albergaba las joyas de la familia real. Ese palacio parecía estar hecho de ellas. Era el lugar más ostentoso que Olivia había visto jamás.

      –Es precioso.

      –¿Sí? – preguntó él, parándose en seco para mirarla–. A mí me resulta opresivo.

      Era un hombre extraño, pensó Olivia. Impenetrable como una roca y, al mismo tiempo, sincero en sus palabras.

      –Supongo que estás acostumbrado a los espacios abiertos y, por eso, te resulta difícil vivir entre paredes de piedra.

      –Estoy acostumbrado a las paredes de piedra. He pasado mucho tiempo viviendo en cuevas. Y en un pueblo abandonado en medio del desierto. Pero no tengo buenos recuerdos de eso – contestó él.

      A pesar de lo intrigada que estaba, Olivia intuyó que no serviría de nada seguir preguntándole. Se recordó a sí misma que, de todos modos, no necesitaba saber qué había pasado en aquel pueblo. Ni necesitaba comprender a Tarek.

      Solo necesitaba que se casara con ella.

      Una oleada de miedo la invadió al pensarlo. De pronto, se preguntó por qué había aceptado casarse con un extraño.

      Lo hacía por Alansund y porque Anton se lo había pedido. Lo hacía porque era una reina sin trono y sin marido, porque no tenía adónde ir.

      Tragándose su miedo, siguió al sultán hasta unas puertas ornamentadas que él abrió sin decir nada.

      –Eres un conversador excitante, ¿te lo han dicho alguna vez?

      –No – repuso él, ignorando el sarcasmo.

      –No me sorprende.

      –Nunca se me requirió que ofreciera conversación.

      Con aquella afirmación, Tarek expresó