Maisey Yates

Una aristócrata en el desierto - Matrimonio en juego


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por otra parte, tenía que reconocer que era un ignorante en lo que se refería a relaciones amorosas.

      –¿Es él quien te ha enviado aquí? ¿Tu cuñado? – quiso saber Tarek.

      Olivia asintió y dio unos pasos hacia el trono. El sonido de sus zapatos de tacón retumbó en la sala. Era un sonido intrigante y desconocido para el sultán.

      –Sí. Pensó que necesitarías una reina. Y él tenía una de sobra.

      Tarek reconoció un extraño sentido del humor en su comentario. Podía haberse reído, si hubiera sido dado a esas cosas. Hacía tiempo que había olvidado el sonido de la risa.

      –Entiendo. Pero, lamentablemente, no me encuentro en posición de contraer matrimonio. Ahora, ¿puedes irte por ti misma o tengo que llamar a los guardias para que te saquen de aquí?

      Olivia no estaba acostumbrada a que rechazaran su presencia. Aunque, en poco tiempo, era la segunda vez que le ocurría. Anton la había enviado a la otra punta del mundo, a un país extranjero. Con Marcus muerto, ella había dejado de ser importante. No tenía razones para sentirse ofendida. Después de todo, no era de sangre real y no había tenido un heredero. Había sido cuestión de política palaciega. No había sido nada personal.

      El bien de Alansund era prioritario. Por eso, su unión con Marcus había ido destinada a asegurar las relaciones entre Estados Unidos y la pequeña nación escandinava.

      Al morir su marido, Anton había intentado casarla con otro hombre, un diplomático de Alansund que iba a residir en Estados Unidos. Había tenido sentido, pero… a ella no le había gustado el hombre en cuestión. Además, tampoco había tenido interés en volver a su país natal. Ansiaba algo nuevo. Un cambio.

      Con la muerte de Malik y la subida al trono de un nuevo sultán en Tahar, había surgido la oportunidad perfecta para que Olivia forjara una alianza con aquel lugar aislado, pero muy rico en petróleo y otros recursos naturales.

      Anton se lo había pedido y ella había aceptado. En cierta forma, había esperado que el sultán hubiera sido… distinto.

      Su presencia llenaba la sala con su fuerza y su poder. Aunque no era la clase de monarca al que ella estaba acostumbrada. Su marido, al igual que Anton, había sido un hombre muy culto, que había elegido con esmero las palabras al hablar y había irradiado una belleza aristocrática aplastante.

      El sultán Tarek al-Khalij no poseía ninguna de esas cualidades. Era más una bestia que un hombre. Parecía encontrarse fuera de su elemento en el trono.

      No era guapo.

      Vestía una sencilla túnica y pantalones de lino, tenía el pelo moreno recogido hacia atrás con una cinta de cuero y la barba oscura ocultaba sus rasgos.

      Sin embargo, había algo cautivador en él.

      Sus ojos eran del color del ónix. Y la atravesaban con la mirada.

      En cierta forma, Olivia debía estar agradecida de que la rechazara. No era la clase de hombre con el que había esperado casarse. Ella había visto fotos de Malik, su hermano, un hombre culto, cuidado y atractivo, igual que Marcus.

      Había estado preparada para encontrarse algo así. Pero no para Tarek.

      Lo malo era que no sabía qué sería de ella si regresara en ese momento a Alansund, sin haber cumplido su misión. Por nada del mundo quería volver a sentirse inútil y prescindible. Y tampoco quería decepcionar a su cuñado. Él era uno de los pocos buenos vínculos que mantenía con su país adoptivo.

      No creía que Anton la expulsara de allí, aunque sabía que no había lugar para ella en el palacio de Alansund. No sería más que una molestia…

      Algo parecido había experimentado durante su infancia. Había sido la niña olvidada, mientras que todo el mundo había dedicado su atención a Emily. La débil Emily había requerido cuidados a todas horas.

      Sin embargo, no tenía sentido sufrir por el pasado. Sus padres habían hecho las cosas lo mejor que habían podido. Y ella había intentado ser una buena hermana. Aun así, la sensación de ser invisible la había dejado traumatizada.

      –Espero que reconsideres tu decisión – insistió ella, sin pensarlo.

      ¿Era eso cierto?, se preguntó a sí misma. En parte, deseaba volver a su avión privado, meterse en la cama y pasarse todo el viaje de vuelta a Alansund acurrucada bajo la sábana en posición fetal.

      Aunque eso era otro problema. Volver a Alansund implicaba meterse de nuevo en el avión, el mismo modelo en que había perecido su esposo. Tres píldoras para la ansiedad no habían bastado para hacer la ida más soportable.

      –¿Sabes cuál ha sido siempre mi función en mi país? – preguntó él con tono misterioso.

      –Ilústrame – replicó ella con frialdad.

      –Yo soy la daga. La que un hombre guarda escondida bajo los pliegues de su capa. No mando los ejércitos. Mi lugar está en el desierto. Mi objetivo es asegurar la estabilidad de sus tribus. Fiel a la corona, he dirigido pequeños batallones cuando ha sido necesario. He aplastado a los rebeldes antes de que pudieran hacerse fuertes. He sido el enemigo de los enemigos de mi hermano. El que apenas sabían que existía. Dicen que quien a hierro mata a hierro muere. Si es cierto, supongo que estoy esperando mi golpe de gracia. Aunque, como te he dicho antes, soy difícil de exterminar.

      Olivia sintió un escalofrío. Si había intentado asustarla, lo había logrado. Pero también había despertado su curiosidad, más poderosa que el miedo.

      –¿Te han entrenado para ser rey? – preguntó ella.

      –¿Te refieres a si sé cómo hablar con dignatarios extranjeros, dar discursos y comer con buenos modales en la mesa? No.

      –Entiendo – dijo ella, dando un paso más hacia él. Se sentía como si se estuviera acercando a un tigre enjaulado. El cuerpo de Tarek emanaba una fuerza letal–. Entonces, tal vez podría serte de utilidad de otras maneras.

      –¿Cómo? Si pretendes seducirme con tu cuerpo… – repuso él con tono despreciativo, mirándola de arriba abajo– como verás, no soy fácil de impresionar.

      Olivia se sonrojó. No sabía si era de rabia o de vergüenza. Ni siquiera entendía por qué iba a sentir ninguna de las dos cosas. No conocía a ese hombre. Y su desprecio no debía significar nada para ella. Confiaba lo bastante en su propio atractivo. Marcus nunca se había quejado.

      Haciendo un esfuerzo por no encogerse y por no dar rienda suelta a sus emociones, se recordó que, si estaba allí, era porque se lo debía a Anton. Quería servir a su país adoptivo.

      –Cualquier mujer puede ofrecerte su cuerpo – señaló ella con tono indiferente–. Muy pocas han sido formadas para pertenecer a la realeza. Como te he dicho, soy estadounidense. Procedo de una familia muy rica, pero no de la realeza. Tuve que aprender muchas cosas antes de poder convertirme en reina. Podría enseñarte.

      Tarek apenas cambió de expresión.

      –¿Crees que eso me puede interesar?

      –A menos que quieras que el país que tanto has defendido se vaya a pique, creo que sí. En política, es precisa una clase de fuerza distinta. Como hiciste con tus habilidades físicas, debes practicar y aprender.

      –No tengo que casarme contigo para que me enseñes.

      –Es verdad. Tal vez, sea una buena manera de empezar.

      –¿Qué propones?

      –Dame algo de tiempo para demostrarte lo valiosa que puedo ser. El matrimonio es un paso demasiado serio para dos personas que no se conocen.

      Él ladeó la cabeza.

      –¿Te has casado con un extraño en otra ocasión?

      –Marcus no era un desconocido para mí cuando nos casamos. Nos conocimos en la universidad.

      –Entonces,