Maisey Yates

Una aristócrata en el desierto - Matrimonio en juego


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parte de su alma. Y Tarek había sido arrancado del desierto para desempeñar un papel que lo alienaba.

      –Encontraremos la manera de arreglar eso – afirmó ella, no muy segura de si para tranquilizarse a sí misma o a él.

      –Y, si no es así, volverás a tu casa.

      –No tengo casa – negó ella–. Ya no.

      –Entiendo. Yo sí tengo hogar. Pero no puedo regresar a él.

      –¿Y si construimos uno nuevo aquí?

      Olivia intentó imaginarse cómo sería tener un vínculo con ese hombre, pero le resultó imposible. Aunque no más imposible que regresar a Alansund.

      –Si no es así, tal vez podamos limitarnos a impedir que el palacio se convierta en una ruina, junto con el resto del país. ¿Qué te parece?

      –Es mucho esperar de una desconocida – comentó ella.

      –Prefiero confiar en ti que en cualquiera de los empleados de mi hermano.

      –¿Tan malo era?

      –Sí – afirmó él, sin dar más explicaciones.

      –Entonces, tal vez no tengas que esforzarte tanto como crees. A tu pueblo le parecerás bueno solo por comparación.

      –Tal vez.

      Olivia no dijo nada. Se quedó callada a su lado, sintiéndose extrañamente incómoda.

      –Creía que querías ver tu habitación.

      –Así es – repuso ella y, pasando de largo ante él, dio una vuelta a su alrededor. No se parecía a los dormitorios de su palacio escandinavo, aunque también era magnífico. Como el resto del edificio, resplandecía de joyas. La cama tenía un dosel de oro, tallado como si estuviera hecho con ramas de árboles–. Creo que me siento un poco… – comenzó a decir y, cuando se giró, se dio cuenta de que estaba hablando sola.

      Tarek se había ido sin decir palabra. Obviamente, había terminado con ella por el momento.

      Se había quedado sola de nuevo. Algo que se había convertido en lo más común en los últimos meses.

      Odiaba la sensación de vacío.

      Sentándose en el borde de la cama, trató de liberarse del miedo y la tristeza que la asfixiaban.

      –No puedes derrumbarte ahora – se dijo a sí misma–. No debes derrumbarte nunca.

      Tarek no estaba seguro de si era un recuerdo o un sueño. O ambas cosas.

      Como le había ocurrido siempre que había regresado al palacio, los fantasmas del pasado lo acosaban.

      Se había pasado demasiados años en el desierto con una espada como única protección. Allí, no había tenido miedo. Lo peor que le había esperado había sido la muerte. Pero, en el palacio, era distinto. Aquello era una tortura.

      Se sentó, empapado en sudor. Estaba desorientado.

      Se había despertado en el suelo, con una manta enredada en el cuerpo desnudo. Alerta, se puso en pie de un salto, mirando a su alrededor en la oscuridad. Se sentía como si se estuviera muriendo.

      Tomó la espada de la mesilla. Algo andaba mal, pero no estaba seguro de qué era. Su mente era un nido de demonios y no podía ver con claridad ni decidir cuál debía ser su próximo paso. Por eso, se aferró a lo que conocía.

      La violencia y el objetivo de derramar sangre antes de que nadie hiciera correr la suya.

      El sonido de un trueno despertó a Olivia. Se sentó con el corazón acelerado, desorientada y confundida.

      Cuando oyó el sonido de una espada contra la piedra se aferró con más fuerza a la manta. Por primera vez, temió por su vida. Había dado por sentado que estaría a salvo en el palacio de Tahar. Sin embargo, podía ser demasiado tarde para darse cuenta de su error.

      Salió de la cama y se puso la bata. Sin hacer ruido, caminó hasta la puerta, sintiendo el frío mármol bajo los pies. Armándose de valor, agarró el picaporte y abrió.

      Cuando asomó la cabeza, se quedó sin aliento al ver la imponente figura que se erguía en la oscuridad. Era un hombre alto, impresionante, desnudo. En la mano, la luz de la luna iluminaba una espada.

      Olivia sintió terror, sí, y se quedó paralizada. Pero también la invadió una inusitada fascinación.

      El hombre se giró y le vio la cara. Era Tarek.

      Casi no parecía humano. Parecía más bien un guerrero vikingo de otra época. Tenía el pecho ancho y los brazos más musculosos que ella había visto. Era como una estatua de carne y hueso, un espécimen masculino moldeado a la perfección por las manos del artista.

      Tarek se volvió de nuevo y se dirigió hacia ella. Paralizada, Olivia dejó de respirar. Pero, antes de llegar a su puerta, él se detuvo delante de su propia habitación.

      Sin duda, el sultán no sabía dónde estaba. Quizá, estaba sufriendo un episodio de sonambulismo, pensó ella. Si no, no se estaría paseando desnudo por el palacio.

      Entonces, cuando la luz que se filtraba por la ventana bañó su espalda y un poco más abajo, a Olivia se le aceleró el corazón y se le calentó la sangre en las venas.

      Llevaba dos años sin tocar a un hombre. Pero no podía ser esa la explicación, se dijo a sí misma.

      Sin embargo, allí estaba, cautivada por la visión de un hombre desnudo con una espada en la mano.

      Debería pedir ayuda. Aunque tenía la garganta demasiado seca como para gritar.

      En ese momento, él se volvió otra vez, la luz iluminó su rostro y Olivia se quedó perpleja al ver en él tanto dolor. Era la expresión de un hombre torturado.

      Fue entonces cuando Olivia cerró la puerta y echó el cerrojo. Se ató la bata con más fuerza y se metió entre las sábanas. Lo único que podía escuchar era el latido de su corazón y su propia respiración entrecortada.

      La llegada del amanecer se le iba a hacer eterna.

      Tarek se sentía como si no hubiera dormido. Era raro, teniendo en cuenta que vivía en un palacio y antes había vivido en ruinas de casas abandonadas. Lo lógico era dormir mejor en un lugar protegido por guardias, con un colchón mullido y limpio. Sin embargo, no había logrado descansar.

      Llevaba despierto solo una hora y ya había sido acosado por varios sirvientes en los pasillos. Había que tomar demasiadas decisiones antes de comenzar las rutinas del día.

      En el desierto, había hecho una hoguera al amanecer cada mañana y se había preparado agua para café. Había comido pan o cereales que había adquirido de alguno de los mercaderes con los que se había cruzado de mes en mes.

      Se había pasado la mañana preparándose para el día, saboreando el tiempo y lo que la Madre Tierra tenía reservado para él. Había trabajado duro y, cuando su hermano lo había necesitado, había cumplido con misiones peligrosas y sangrientas. Pero también se había pasado muchos días seguidos sin hablar con nadie y sin hacer mucho más que ejercicio físico y atender su campamento.

      Cuando los problemas habían acechado, se había ido a los asentamientos beduinos y se había mezclado con sus hombres para ver qué había podido hacer para proteger sus fronteras. A excepción de esos momentos, había llevado una vida solitaria.

      El palacio siempre estaba lleno de gente por todas partes.

      A Tarek no le gustaba. Igual que no le gustaba esperar.

      En ese instante, estaba a la espera de su café. El desayuno de un rey era demasiado recargado para su gusto. Queso y fruta, cereales, carnes. Su hermano había sido un amante de la buena mesa. En su opinión, había sido una más de sus debilidades, algo que sin remedio le había llevado a la