en que los escritores varones han caracterizado a sus personajes femeninos, demostrándonos con su labor que la literatura es un diálogo constante entre distintas obras y entre las obras y quienes las leen.
El acto de leer está pues atravesado por las intersecciones que nos recorren —raza, género, sexualidad, clase social— y por tanto nunca es neutral. El modo de leer desde un prisma lésbico añade la posibilidad de que entre dos mujeres haya deseo sexual, amor o pasión, se explicite en el texto o no. Estamos, no obstante, ante una categoría problemática. ¿Cómo incluimos relatos en ella cuando el sexo no es siempre evidente y a veces ni siquiera tiene lugar? Además, la identidad lésbica no debería basarse únicamente en el acto sexual, pues a veces dos mujeres pueden sentir amor o atracción la una por la otra sin que tenga por qué concretarse con una relación física, lo mismo que ocurre con la identidad heterosexual. Podríamos decir que la respuesta está en su recepción. Un texto es lésbico si quien lo lee decide leerlo como tal.
Resulta sorprendente —y al mismo tiempo no— la falta de una tradición literaria del amor entre mujeres, cuando sí que podemos hallarla en lo que respecta a las relaciones homosexuales entre hombres. Además del supuesto heterosexual bajo el que se han leído los textos de autoría femenina, no debemos olvidar el enorme esfuerzo que han hecho los críticos literarios para negar la existencia lesbiana. Uno de los casos más llamativos es el de los poemas de amor de Emily Dickinson a su cuñada Susan Gilbert, atribuidos hasta hace no mucho a distintos hombres —todavía hay quien lo mantiene, extraño empeño— a pesar de su obviedad lésbica. Si quien leía estos poemas, o piezas de ficción como las que recopilamos en este volumen, tenía la sospecha de estar ante una historia de amor entre mujeres, le resultaba muy difícil corroborarlo buscando en las biografías de sus autoras, pues su lesbianismo solía ser omitido para salvar su reputación, o más bien, para salvar la reputación de la heterosexualidad obligatoria. Las propias autoras han codificado en muchos casos sus textos para que estos pudieran pasar la censura patriarcal, seguramente con la intención de que solo fueran reconocidos por aquellas embarcadas en relaciones similares.
La historiadora estadounidense Lillian Faderman fue, con su estudio Surpassing the Love of Men, de 1981, pionera en tratar de establecer esta tradición lésbica mediante la relectura de escritoras que hasta ese momento se habían considerado heterosexuales, «muy amigas», solteronas… Las relaciones intensas entre mujeres se habían vivido sin asomo de culpa hasta su verbalización como anormales por parte de los sexólogos que desplegaron sus teorías a finales del siglo XIX. Krafft-Ebing, Havelock Ellis y compañía hicieron de estas preferencias una patología que debía curarse. La permisividad anterior a esta época (Faderman encuentra textos lésbicos explícitos de ficción anglosajona que se remontan al siglo XVII) puede deberse a que las mujeres eran consideradas asexuales, además de que las relaciones entre ellas tendían a trivializarse, siempre y cuando no amenazaran el estatus y los privilegios de los hombres de sus vidas.
La amistad entre mujeres, tan variopinta, tiene consecuencias políticas. La intimidad entre mujeres —no desear a los hombres, no necesitarlos— es aún más transgresora. Se trata de lo que la poeta e intelectual Adrienne Rich denomina continuum lesbiano: una definición más amplia y menos limitada del lesbianismo que tiene que ver con el hecho de que las emociones, afectos y deseos más fuertes de las mujeres estén dirigidos a otras mujeres. Antes del siglo XX estas afinidades se describían como las de dos almas gemelas, amigas sentimentales o matrimonios bostonianos, esto último en alusión a las damas que vivían juntas en la Nueva Inglaterra decimonónica. Esta es la amistad romántica que encontraremos en este libro.
Conscientes de que el término «lésbico» es un anacronismo en lo referente a las autoras de los siglos XVIII y XIX de este volumen, hemos optado por entrecomillar la palabra «amigas» en el título con el fin de invitar a lectoras y lectores a entrar en un juego de voluptuosidad, guiños y dobles sentidos, y así descubrir las estrategias de sus autoras a la hora de construir y de ocultar ese «amor que no se atreve a pronunciar su nombre», en palabras de Oscar Wilde. Nuestra intención no es otra que invitar, no tanto a razonar, sino a sentir que estas historias nos hablan de amor romántico entre mujeres, a descubrir una sensibilidad lésbica que en muchos casos se había pasado por alto hasta ahora. La tarea de descodificación de la literatura del amor entre mujeres no es solo una cuestión de justicia y recuperación de lo silenciado, sino que nos permite comprender dimensiones de estas obras que hasta este momento habían estado ocultas, lo cual, qué duda cabe, las enriquece.
Los relatos que componen esta recopilación son tan diversos como sus autoras. El amor entre mujeres resulta explícito en algunos, mientras que está velado en otros. Lo que reconocemos en ellos como criterios para su selección, además de su calidad literaria, es que son historias de mujeres que aman a mujeres. Nos encontraremos en estas páginas mujeres enamoradas, por supuesto, como la protagonista de Martha y su señora de Sarah Orne Jewett (1897); mujeres que comparten vida, hogar y economía, como las Dos amigas de Mary Eleanor Wilkins Freeman (1887); mujeres que lloran la pérdida de su amada, como Max, o el retrato de Alice French (1899); historias de los primeros amores de la niñez y de la adolescencia, como Felipa de Constance Fenimore Woolson (1876), Anhelo del corazón de Sui Sin Far (1912) o Natalie de Alice Dunbar-Nelson (1898); poemas en prosa que invitan a jugar y descifrar, como La señorita Piell y la señorita Cueero de Gertrude Stein (1923); sin que puedan faltar los relatos sobrenaturales como Mi aparición de Rose Terry (1858), Desde mi muerte de Elizabeth Stuart Phelps (1873) y Allí y aquí de Alice Brown (1897). La fascinación victoriana por la muerte y el espiritismo fue una buena coartada para encubrir los deseos prohibidos, qué duda cabe. Resulta imprescindible en una colección así que se expongan los desafíos a los roles de género, como en el caso de Tommy es poco sentimental de Willa Cather (1896) y El hombre que se creía una mujer (1857), publicado de forma anónima pero que hemos querido incluir a modo de declaración de intenciones, así como el subgénero de historias «de internados» y tensión sexual, que tan bien ejemplifica Lilas de Kate Chopin (1896). Está presente la incomprensión del mundo ante dos mujeres que se aman, narrativa de La esposa inexplicable de Jane Barker (1723), el cuento más antiguo de la colección. En la mayor parte de los relatos podemos encontrarnos un rechazo del papel de madre, esposa y ángel del hogar adjudicado a las mujeres. Este cuestionamiento se retrata de forma aún más devastadora en La puerta que se cerraba de Angelina Weld Grimké (1919), la historia de una mujer afroamericana que no puede soportar que su bebé llegue a un mundo donde ser negro es una sentencia de muerte. La riqueza de estos textos reside en que no tienen solo «un tema». En cada lectura de los quince cuentos podemos descubrir una nueva capa, una alusión a la clase social, a la raza, al contexto cultural o al propio amor entre mujeres, en la que no habíamos reparado previamente. Ya sean alegorías, historias góticas, narrativas realistas, románticas o sobre adolescentes que descubren su sexualidad, la complejidad de estos relatos y su belleza literaria los hacen imprescindibles, no solo para completar el famélico canon heteropatriarcal, sino para cualquier persona que desee descubrir el lado más oculto de escritoras que en muchos casos conocíamos por otras obras literarias.
Contrarrestar la supresión de la existencia lesbiana convierte la búsqueda de literatura lésbica del pasado en un proyecto político, proyecto en el que nos hemos embarcado las traductoras de este libro como un acto de memoria histórica feminista y de amor por la literatura. Ojalá logremos trasmitir en su lectura el gozo que ha supuesto el hallazgo de estos textos y su traducción, y que las protagonistas de estos quince relatos acaben siendo para quien tiene este libro entre sus manos las «amigas» que faltaban en sus estanterías.
Gloria Fortún
Mary Eleanor Wilkins Freeman (1852-1930) nació en Randolph, Massachusetts. De estrictos padres congregacionistas, se mudó con su familia a Vermont durante la niñez. Lectora entusiasta, comenzó escribiendo versos y cuentos para niños. En 1883, tras la muerte de sus padres, regresó a su lugar de nacimiento para vivir con amigos y aquel mismo año publicó su primer relato para adultos en un periódico de Boston. Escribió sus mejores obras mientras vivió en Randolph en las décadas de 1880 y 1890. Los relatos de Freeman, narrados