Sarah Orne Jewett

Amigas


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obedeció sin más palabras. Se sentó en la mecedora de la sala de estar y recostó la cabeza. Sarah estaba mariposeando por la cocina y no entró, y ella lo agradeció.

      En el curso de unos meses esta anticuada silla, con su cojín verde, albergó a Abby de la mañana a la noche. Ya no volvió a salir. Se había mantenido en pie todo lo posible. Cada domingo de verano se había sentado muy elegante junto a Sarah en la iglesia, con aquellas osadas rosas rojas sobre la cabeza. Pero cuando llegó el frío, las flechas de su enemigo eran demasiado afiladas incluso para su resistente cota de malla de amor y resolución.

      El comportamiento de Sarah parecía inexplicable. Incluso ahora que Abby estaba innegablemente débil, ella la instaba constantemente a hacer sus antiguas tareas. Se negaba a admitir que estaba enferma. Se rebeló cuando llamaron al doctor: «No hay ninguna necesidad de un médico», dijo.

      Las cosas siguieron así hasta mediados del invierno. Abby estaba cada vez más débil, pero Sarah parecía ignorarlo. Un día fue a casa de la señora Dunbar. Uno de los vecinos estaba cuidando a Abby. Sarah entró de repente. La puerta exterior se abría directamente al salón de la señora Dunbar y una ráfaga de aire helado entró con ella.

      —¿Cómo está Abby? —preguntó la señora Dunbar.

      —Igual. —Sarah se sentó erguida, con la mirada fija. Solo llevaba un chal azul pálido sobre la cabeza y lo agarraba con sus dedos huesudos y enrojecidos—. Se me ha ocurrido algo —dijo— y tengo que contárselo a alguien. Me estoy volviendo loca.

      —¿Qué quieres decir?

      —Abby se va a morir y a mí se me ha metido algo en la cabeza. No he sido buena con ella.

      —Sarah Arnold, hazme el favor de sentarte y calmarte.

      —Estoy calmada. ¿Qué voy a hacer?

      La señora Dunbar obligó a Sarah a sentarse y le quitó el chal.

      —No deberías pensar eso —dijo—. Has dedicado toda tu vida a Abby y todo el mundo lo sabe. Sé que cuando alguien muere somos muy proclives a sentir que no nos hemos portado bien con ellos, pero no hay por qué sentirse así.

      —Sé de lo que hablo. Tengo algo terrible en la cabeza. Tengo que contárselo a alguien.

      —Sarah Arnold, ¿qué es lo que estás diciendo?

      —Tengo que contarlo.

      Hubo una mirada confusa en el rostro delgado y fuerte de la otra mujer.

      —Bueno, si tienes algo que quieras contar, puedes contarlo, pero no tengo ni idea de adónde quieres llegar.

      Sarah fijó la mirada en la pared a la derecha de la señora Dunbar.

      —Todo comenzó hace mucho, cuando éramos unas niñas. Sabe que me fui a vivir con Abby y su madre cuando mis padres murieron. Abby y yo siempre hemos estado juntas. ¿Se acuerda de aquel John Marshall que tenía la tienda donde está ahora la de Simmons, hace unos treinta años? Cuando Abby tenía unos veinte, empezó a cortejarla. Era un buen tipo, y supongo que era inteligente, pero nunca me gustó. Estaba loco por Abby, pero a su madre no le gustaba. Habló en su contra desde el primer momento y hacía como si no existiese. Declaró que Abby no se casaría con él. Abby no dijo mucho. Se rio y le dijo a su madre que no se preocupara, pero ella le trataba bastante bien cuando venía.

      »Supongo que a ella le gustaba. Yo solía observarla, y así era. Y él seguía viniendo y viniendo. Todos los tipos estaban locos por ella, en cualquier caso. Era la chica más guapa que jamás se haya visto por aquí. Ella reía y charlaba con todos ellos, pero supongo que Marshall era el elegido.

      »Al final la señora Vane montó tal escándalo que él dejó de venir. Fue algo más de un año antes de que ella muriera. Nunca lo supe, pero supongo que Abby se lo dijo. Él se fue directo a México. Abby no dijo palabra, pero sé que se sintió mal. No parecía que le importase mucho tener compañía y no actuaba como era habitual en ella.

      »Bueno, la señora Vane murió de repente, ya sabe. Tuvo tisis durante años, tosía desde que soy capaz de recordar, pero al final empeoró muy rápido y Abby estaba fuera. Se había ido a ver a su tío en Colebrook, para quedarse un par de días. Su tía tampoco estaba muy allá y quería verla y su madre parecía estar bien, así que pensó que podía irse. Enviamos a buscarla en cuanto la señora Vane empeoró, pero no pudo llegar a casa a tiempo.

      »Así que yo estaba con la señora Vane cuando murió. Estaba consciente y le dejó un mensaje a Abby. Me dijo que le dijera que le daba su consentimiento para casarse con John Marshall.

      Sarah se detuvo. La señora Dunbar esperó, con los ojos muy abiertos.

      —No se lo he dicho nunca.

      —¿Cómo?

      —Nunca le he contado lo que dijo su madre.

      —¿Por qué, Sarah, por qué no se lo dijiste?

      —No podía hacerlo de ningún modo, no podía, no podía, señora Dunbar. Me sentía morir de solo pensarlo. No podía soportar que le gustara otra persona, y que se casara. No sabe por lo que he pasado. Toda mi familia había muerto antes de que yo cumpliera los dieciséis y la señora Vane también había muerto, y había sido como una madre para mí. No tenía a nadie en el mundo salvo a Abby. No podía hacerlo, no podía.

      —Sarah Arnold, has estado viviendo con ella todos estos años, habéis sido tan amigas, y tú te guardabas algo así. ¿De qué estás hecha?

      —¡Oh, he hecho todo lo que he podido por Abby… todo!

      —Pero eso no pudiste hacerlo.

      —Tampoco parece que le importara mucho.

      —Eso no lo sabes.

      —Claro que lo sé. Ay, señora Dunbar, ¿tengo que contárselo?

      La señora Dunbar, con su rostro decidido y ascético, se enfrentó a Sarah como la conciencia hecha carne.

      —¿Contárselo? Sarah Arnold, no dejes que el sol se ponga otra vez sobre tu cabeza sin habérselo contado.

      —Ay, no creo que pueda.

      —No esperes ni un minuto más. Ve derecha a casa ahora y díselo, si quieres seguir teniendo paz en este mundo.

      Sarah se quedó en pie mirándola fijamente durante un minuto, temblorosa. Después se puso el chal sobre la cabeza y se volvió hacia la puerta.

      —Bueno, ya veré —dijo.

      —¡No esperes ni un minuto! —gritó la señora Dunbar de nuevo tras ella. Después se quedó observando la figura magra y patética escabullirse calle abajo. Se preguntó muchas veces después si Sarah se lo habría contado; sospechaba que no.

      Sarah la evitaba y nunca volvió a mencionar la cuestión. Volvió a su filosofía de siempre.

      —No es nada, Abby se recuperará —le decía a la gente—. No es cosa de los pulmones. Se repondrá en cuanto llegue el buen tiempo.

      Ahora trataba a Abby con la mayor ternura. Se esforzaba por ella día y noche. Cada delicia que la mujer enferma había deseado alguna vez esperaba en los estantes de la despensa. Sarah pasó sin zapatos y ropa de franela para comprar estas cosas, aunque la posibilidad de que Abby llegara a probarlas era pequeña.

      Cada momento libre que tenía cosía para Abby, y doblaba y colgaba nuevas prendas que jamás luciría. Si Abby se atrevía a protestar, Sarah se indignaba y cosía aún más; sentada durante las largas noches de invierno, hilvanaba y cosía con fiero entusiasmo. Arrasó su propio armario en busca de material y casi no le quedaron prendas que ponerse.

      Hacia la primavera, cuando llegaban sus exiguos dividendos, compró tela para un nuevo vestido para Abby, un suave cachemir de un bonito color azul. Compró patrones y los ajustó y plisó con lo mejor de sus escasas habilidades.

      —Ya está —dijo cuando lo terminó—. Ya tienes un vestido decente para ponerte