Sarah Orne Jewett

Amigas


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hospitalidad sincera y un alegre alborozo en las festividades, pero en ocasiones era una hospitalidad cohibida, a la que seguía un inexorable retorno al ascetismo, tanto de dieta como de conducta. La señorita Harriet Pyne pertenecía a los tiempos más aburridos de Nueva Inglaterra, esos que quizá albergaban la mayor mojigatería por las profesiones aprendidas, la interpretación más limitada de la palabra «evangélico» y la más mínima indiferencia ante las grandes cosas. La irrupción de un deseo por una mayor libertad religiosa al principio causó la más decidida reacción hacia el formalismo e incluso el estancamiento del pensamiento y el proceder, especialmente en los pueblos pequeños y tranquilos como Ashford, inherentemente ocupados en sus propios asuntos. Era hora de que se produjese cierto aligeramiento, en este momento en que los grandes impulsos de la guerra por la libertad se habían apagado y aquellos de la próxima guerra por el patriotismo y una nueva libertad aún no habían casi despuntado, excepto como el sonido de un trueno o el destello de un relámpago que llama la atención sobre las nubes que comienzan a agruparse a través del aire inmóvil de un día de verano.

      El interior oscuro, la vida cambiada de la vieja casa cuyas antiguas actividades parecían haber quedado dormidas, sin duda simbolizaba esas situaciones generales, y el leve desahogo se hacía fácilmente reconocible en la forma de una muchacha alegre. Se trataba de la prima de Boston de la señorita Harriet, Helena Vernon, quien, a medias divertida, a medias impaciente ante la innecesaria sobriedad de su anfitriona y de Ashford en general, se había entregado a la difícil actividad de la alegría. La prima Harriet observó una sucesión de ingeniosos y, en su conjunto, inocentes intentos de obtener placer, como podría haber contemplado los brincos de un gatito que fácilmente sustituye el ovillo de lana por la incertidumbre de un pájaro o una hoja llevada por el viento, y que, en cualquier momento, puede deshilachar los flecos de la borla de una cortina sagrada por preferirla a lo demás.

      Helena, con sus traviesos y atractivos ojos, con sus cautivadoras canciones antiguas y su guitarra, parecía encantadora e incluso razonable, pues era muy amable con todo el mundo y porque era una belleza. Tenía el don de contar con unas maneras exquisitas. Allí estaba toda la inconsciente facilidad y elegancia adorables que provenían de su buena educación en su casa de la ciudad, donde muchas personas agradables iban y venían; no tenía miedo al individuo, uno casi diría que tampoco respeto, y no necesitaba pensar en ella misma. La prima Harriet se quedó helada de preocupación cuando vio al pastor entrando por la verja principal y se preguntó agónica si Martha estaría adecuadamente vestida para atender la puerta y si, por casualidad, escucharía llamar; fue Helena quien, encantada de que ocurriera algo, corrió a la puerta para recibir al reverendo Crofton como si fuera un amigo simpático de su misma edad. Pudo comportarse de forma más o menos adecuada durante la primera visita señorial e incluso ingeniárselas para restarle seriedad con una alegría modesta, y extraer la confesión de que el invitado tenía voz de tenor aunque tristemente le faltaba práctica, pero cuando el pastor se marchó, un tanto halagado y esperando no haberse pronunciado con demasiada contundencia para un pastor sobre los poemas de Emerson, y sintiendo la agitación inusual de la galantería en su propio corazón, fue Helena quien tomó el honrado sombrero del fallecido juez Pyne de su lugar de descanso eterno en el vestíbulo y, sujetándolo con seguridad con ambas manos, imitó la entrada cohibida del pastor. Copió su expresión pomposa y ansiosa en la entrada oscura de forma tan deliciosa que la señorita Harriet, que nunca había conseguido apagar del todo la chispa del pecado original del humor, soltó una carcajada.

      —¡Querida! —clamó muy seria al momento siguiente—. ¡Me avergüenzo de que seas tan irrespetuosa! —Y volvió a reírse y tomó el sombrero viejo y lo llevó de nuevo a su sitio—. ¡No quisiera que nadie te hubiera visto! —dijo con pena mientras se giraba, ya recompuesta, hacia la salida del salón; pero Helena seguía sentada en la silla del pastor, con sus piececitos colocados como lo habían estado las botas rígidas de él, y copiando su expresión solemne antes de que empezaran a hablar de Emerson y la guitarra:

      —Ojalá le hubiera preguntado si habría sido tan amable de trepar a ese cerezo —dijo Helena, inflexible ante el descubrimiento de que su prima no consentiría que se siguiera riendo—. En las ramas de arriba hay un montón de cerezas maduras. Yo puedo trepar tan alto como él, pero no puedo llegar lo suficientemente lejos sobre la última rama que aguantaría a una persona. Y el pastor es tan alto y delgado…

      —No sé qué habría pensado de ti el señor Crofton; es un joven muy serio —dijo la prima Harriet, aún avergonzada por su risa—. Martha te cogerá esas cerezas, o alguno de los hombres. No me gustaría que el señor Crofton pensara que eres una frívola, una joven con tus oportunidades.

      Pero Helena ya se había escapado por el vestíbulo hacia la puerta del jardín ante la mención del nombre de Martha. La señorita Harriet Pyne suspiró nerviosa y después sonrió, a pesar de su profunda convicción mientras cerraba las contraventanas e intentaba hacer que la casa pareciera solemne de nuevo.

      La puerta delantera podía estar cerrada pero la puerta del jardín al otro lado del amplio vestíbulo estaba abierta de par en par hacia el gran jardín soleado, donde las últimas de las peonías rojas y blancas y los lirios dorados, y las primeras espuelas de caballero, azules y altas, prestaban sus colores de forma generosa. Los setos rectos de boj tenían todos el verde fresco y brillante de las hojas nuevas y llegaba el olor de la vida y el alma más íntima del jardín de la larga espaldera donde florecía la madreselva. Era la última hora de la tarde y el sol estaba bajo tras los grandes manzanos del final del jardín, que arrojaban sus sombras sobre el césped corto de un verde decolorado. Los cerezos estaban a un lado, aún a pleno sol, y la señorita Harriet, que llegaba en ese momento a los escalones del jardín para ver una gallina al borde del agua, vio la hermosa figura de su prima con el vestido blanco de muselina india corriendo por el césped. Iba acompañada de la presencia desgarbada y alta de Martha, la nueva criada que, impasible e indiferente a todos los demás, mostraba una sorprendente voluntad y lealtad ante la joven invitada.

      —Martha debería estar ya en el comedor, con lo lenta que es; solo falta media hora para la cena —dijo la señorita Harriet, mientras se giraba y se metía en la casa a la sombra. Era obligación de Martha servir la mesa, y había habido muchos intentos y muchas derrotas en el esfuerzo por enseñarla. Martha era, sin duda, muy torpe, y parecía más torpe aún porque sustituía a su tía, una persona de lo más habilidosa, que se acababa de casar con una granja prometedora y su próspero propietario. Debe decirse que la señorita Harriet era un instructor de lo más desconcertante, y que el cerebro de su pupila se confundía fácilmente y era propensa a meter la pata. Se temía la llegada de Helena precisamente por este servicio incompetente, pero la invitada no prestó atención a los ceños fruncidos ni a los gestos fútiles en la primera cena, salvo para establecer una relación amistosa con Martha por cuenta propia mediante una sonrisa tranquilizadora. Tenían casi la misma edad y a la mañana siguiente, antes de que la prima Harriet bajara, Helena le enseñó mediante una palabra y un rápido toque la forma correcta de hacer algo que había salido mal y que había sido imposible de comprender la noche anterior. Un momento después, la ansiosa propietaria entró sin sospechar, pero los ojos de Martha mostraban tanto afecto como los de un perro, y había un nuevo gesto de esperanza en su rostro; esta temida invitada era una amiga después de todo, y no una enemiga llegada desde el orgulloso Boston para frustrar su ignorancia y pacientes esfuerzos.

      Las dos jóvenes criaturas, señora y criada, corrían por el césped quemado por el sol.

      —No alcanzo a las cerezas más maduras —explicó Helena educadamente— y creo que la señorita Pyne debería enviar unas cuantas al pastor. Acaba de hacernos una visita. ¡Qué pasa, Martha! ¿Has estado llorando otra vez?

      —Sí —dijo Martha con tristeza—. A la señorita Pyne siempre le gusta enviarle algo al pastor —reconoció con interés, como si no deseara que le pidieran que explicase sus últimas lágrimas.

      —Pondremos algunas de las mejores cerezas en un plato bonito. Te enseñaré cómo hacerlo y las llevarás a la parroquia después del té —dijo Helena alegremente, y Martha aceptó el encargo con placer. La vida comenzaba a tener momentos de algo parecido al deleite en los últimos días.

      —Se va a estropear