Sarah Orne Jewett

Amigas


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que podía aprender. Quería conservar el puesto, por mi madre y los chicos; en casa lo necesitamos mucho. Hepsy ha sido buena en la cocina; dijo que debería tener paciencia conmigo, pues ella misma era un poco torpe cuando llegó.

      Helena rio; se la veía tan bonita bajo las cortinas blancas con borlas.

      —Me temo que Hepsy tiene razón —dijo—. Ojalá me hubieras hablado de tu madre. Cuando vuelva, algún día, iremos en el carruaje hasta el campo, como tú lo llamas, para verla. ¡Martha! Ojalá pensaras en mí alguna vez después de que me vaya. ¿Me lo prometes? —El joven rostro resplandeciente de repente se puso serio—. Yo también tengo malos momentos; no siempre aprendo las cosas que debo aprender; no siempre pongo las cosas bien. Ojalá no me olvides nunca y creas en mí. Me parece que eso ayuda más que cualquier otra cosa.

      —No la olvidaré —dijo Martha lentamente—. Pensaré en usted cada día.

      Habló casi con indiferencia, como si le hubieran pedido que limpiara el polvo de una habitación, pero se volvió hacia un lado rápidamente y tiró de la alfombrilla que había bajo la jarra de agua caliente y la dejó torcida; después se apresuró escaleras abajo hasta la entrada blanca y alargada, llorando por el camino.

      III

      Perder de vista a la amiga a la que has amado y por quien vivías para complacer es perder la alegría de la vida. Pero si el amor es sincero, entonces llega la alegría mayor de complacer al ideal; es decir, a la amiga perfecta. La felicidad de antes se eleva a un nivel superior. En cuanto a Martha, la chica que quedó atrás en Ashford, su vida no podía parecerles más aburrida a aquellos que no eran capaces de comprender; tenía el paso lento y la mirada casi siempre baja, como si se esforzara todo el rato; pero era sorprendente cuando levantaba la vista y te miraba, con esa luz radiante. Tenía la capacidad de ser feliz aferrándose a un gran sentimiento, la inefable satisfacción de intentar agradar a alguien a quien amaba de verdad. Nunca pensó en intentar agradar a otros; solo vivía para hacer lo mejor que podía por los demás, y cumplir con un ideal, que al final llegó a convertirse en la visión de un santo, una figura celestial pintada sobre el cielo.

      Los domingos de verano por la tarde, Martha se sentaba junto a la ventana de su habitación, un cuartito de techo bajo que daba al patio lateral y las grandes ramas de un olmo. Nunca se sentaba en la vieja mecedora de madera salvo los domingos como aquel; estaba reservada para los días de descanso y de meditación feliz. Llevaba su vestido liso negro y un delantal blanco limpio, y sostenía sobre el regazo una cajita de madera, con una bisagra de cobre encima como asa. Tenía más de sesenta años y parecía incluso mayor, pero su rostro mostraba el mismo gesto que tuvo en ocasiones en su juventud. Era la misma Martha; las manos mostraban los signos de la edad y estaban ajadas por el trabajo, pero su cara aún resplandecía. Parecía que fue ayer cuando Helena Vernon se había marchado, pero de eso hacía más de cuarenta años.

      La guerra y la paz habían traído sus cambios y sus grandes preocupaciones; la faz de la tierra había sido surcada por inundaciones e incendios; los semblantes de señora y criada, marcados por sonrisas y llantos, y en el cielo, las estrellas brillaron como si nada hubiera ocurrido. El pueblo de Ashford añadió algunas páginas a su insulsa historia, el pastor predicó, la gente escuchó; de vez en cuando un funeral subía por la calle, y de vez en cuando la cara de un pequeñín asomaba por el horizonte de los bancos de iglesia de una familia. La señorita Harriet Pyne había pasado con mucho las incertidumbres y ansiedades de la juventud. Había tomado sus decisiones hacía mucho tiempo y había arreglado todas las preguntas; su esquema de vida era impecable como el paisaje en miniatura de un jardín japonés, e igualmente fácil de mantener en orden. El único cambio importante que podría ser capaz de hacer alguna vez sería el cambio final hacia otro mundo mejor; y de eso se encargaría amablemente la naturaleza y su propia e inocente vida.

      Casi ningún gran evento social había alterado la calmada corriente de la vida de Helena Vernon desde su matrimonio. A él asistió la señorita Pyne, con apariencia señorial y portando regalos de plata antigua familiar que llevaban el sello Vernon, pero no sin cierta protesta del corazón contra las incertidumbres de la vida matrimonial. Helena estaba tan igualmente dispuesta a la independencia feliz como a la ayuda de otras vidas que crecían dependientes de sus rápidas simpatías y decisiones instintivas, que era difícil dejar que su personalidad se hundiera en los asuntos de otra persona. Aun así, un brillante enlace inglés no carecía de atractivo para una anticuada mujer gentil como la señorita Pyne, y Helena misma estaba sorprendentemente feliz. Un día había llegado una carta a Ashford en la que su corazón parecía latir de amor y despreocupación por sí misma, para contarle a la prima Harriet de su nueva felicidad y altas expectativas. «Cuéntale a Martha todo lo que digo sobre mi querido Jack», escribió la deseosa muchacha; «por favor, muéstrale mi carta a Martha y dile que iré el próximo verano y llevaré a Ashford al hombre más guapo y mejor del mundo. Le he contado todo sobre mi casa querida y el querido jardín; nunca hubo allí un muchacho mejor para coger cerezas con su metro ochenta». La señorita Pyne, un poco asombrada, le dio la carta a Martha, que la tomó con decisión y como si ella también se asombrara, y se fue a leerla despacio a solas. Martha lloró y tuvo una extraña sensación de pérdida y dolor; le dolía un poco el corazón al leer sobre coger cerezas. Su ídolo parecía ser menos ella desde que se había convertido en el ídolo de un desconocido. Nunca había tenido en sus manos una carta así, pero al final el amor prevaleció, puesto que la señorita Helena era feliz, y besó la última página donde estaba escrito su nombre, sintiéndose muy atrevida, y dejó el sobre en el secreter de la señorita Pyne sin decir nada.

      El amor más generoso solo puede esperar consuelo y Martha tenía la alegría de ser recordada. No se olvidó de ella cuando se acercó el día de la boda, pero nunca supo que la señorita Helena le había pedido a la prima Harriet que llevase a Martha a la ciudad; le gustaría tener a Martha allí para que la viera casarse. «Ayudará con las flores», dijo la feliz muchacha, «sé que le gustaría venir y le pediré a mamá que se ocupe de que alguien la lleve a conocer Boston y le haga pasar una buena estancia cuando las prisas del gran día hayan pasado».

      La prima Harriet pensó que era muy amable y propio de Helena, pero Martha estaría fuera de su elemento; era imprudente e infantil pensar en algo así. A la madre de Helena no le haría ninguna gracia tener una invitada innecesaria justo en la parte más atareada de la casa, y era mejor no hablar de la invitación. Algún día Martha iría a Boston si se portaba bien, pero no entonces. Helena no se olvidó de preguntar si Martha había venido y le sorprendió la indiferencia de la respuesta. Fue lo primero que le recordó que no era la princesa de las hadas para conseguir lo que quisiera en su último día antes de casarse. Sabía que a Martha le hubiera encantado estar cerca, pues no podía evitar comprender en ese momento de felicidad propia el amor que se ocultaba en otro corazón. Al día siguiente, esta feliz y joven princesa, la novia, cortó un trozo de la espectacular tarta y lo colocó en una caja bonita que había albergado uno de los regalos de boda. Con voces ansiosas llamándola y todas sus amigas alrededor, el rostro de su madre cada vez más melancólico al pensar en su partida, ella aún se quedó y corrió a coger una o dos bagatelas de su tocador, un espejito y unas tijeritas que Martha recordaría, y uno de los delicados pañuelos bordados con su nombre de soltera. Los metió también en la caja; era un capricho extraño e infantil, pero no pudo evitar intentar compartir su felicidad, pues la vida de Martha era tan sosa y aburrida. Susurró un mensaje y dejó el paquetito en manos de la prima Harriet cuando se despidió. Le tenía mucho aprecio a la prima Harriet. Sonrió con un destello de su antigua diversión; la mirada sorprendida de Martha y su figura extraña y espigada parecían estar frente a ella, mientras le prometía volver de nuevo a Ashford. Las voces impacientes llamaban a Helena, su amor estaba en la puerta y se apresuró a salir, dejando atrás su antigua casa y su juventud con placer. Si hubiera sabido, mientras le daba un beso de despedida a su prima Harriet, que nunca volverían a verse hasta ser dos ancianas. El primer paso que dio fuera de la casa paterna aquel día, casada y llena de esperanza y júbilo, fue un paso que la alejó de los verdes olmos de Boston Common y de su país y de aquellos que más quería, hacia una vida en el extranjero mucho más variada y hacia todas las penas y casi todas las alegrías que el corazón de una mujer puede conocer.