de resistencia más dura a la que puede enfrentarse cualquier persona es ser consciente de su propia responsabilidad en sus propios asuntos, ser consciente de ella con toda claridad y sin excusas, sin rebajarla, sin deformarla, sin convertirse uno mismo en el punto principal de las historias ajenas. La vergüenza llega a hacerse repugnante, literalmente, e impropia de un auténtico ser humano. Quien pide perdón para conseguir tranquilidad no ha aprendido nada. Fumé cigarrillos en las paradas, bebí litros de café y me miré el ombligo todo el camino hasta Sofía, y pasando por Skopie hasta Atenas. Dormí sentado de Gdansk a Varsovia a Cracovia, dormí tumbado de Bratislava a Budapest, estuve en Zagreb sin hacer nada y caminé como un loco arriba y abajo por el andén de Liubliana. Al otro lado de la ventana del tren pasaban veloces campos de cultivo, un mundo europeo, campesinos que trasegaban vino tinto y toreros en mallas. Iba de un lugar de memoria de los nazis al siguiente. Extendí el brazo derecho y me miré los dedos con la palma abierta. La piel estaba seca y cubierta de estrías blancas, como callos viejos. Esperaba que el ácido láctico se dispersara por los músculos y que me entraran temblores, pero no sucedió nada. El brazo se extendía horizontal desde el hombro, al extremo de aquella mano, de esos callos y esos dedos. Como una gruesa rama de un árbol viejo.
CAPÍTULO 10
Agnes quería a Ómar y Ómar quería a Agnes. Se enviaban besos por SMS e iban juntos al Hipermercado del Hogar a comprar macetas. Ómar preparaba comida tailandesa para Agnes y Agnes preparaba comida italiana para Ómar. Se alternaban para hacerle sexo oral al otro. Por las mañanas competían a ver quién se levantaba primero para hacer café, tostadas con mantequilla, huevos duros y llevar el desayuno antes de que el otro se despertara. Se ponían en un sitio de la calle por donde fuera a pasar el otro, daban la vuelta a la esquina y a punto estaban de que los pillase un coche porque iban como ciegos, cogidos de la mano en campo abierto, alocados e inconscientes, siempre en celo, con unas almas tan tiernas que se echaban a llorar en cuanto tenían la más mínima discusión.
Pasó la primavera y después el verano. Una noche durmieron en el césped, delante de la Universidad de Islandia. Otra noche, en la playita termal de Nauthólsvík. Cuando estaban tumbados en el parquecito de Hjómskálagarður, donde el quiosco de música, apareció la policía y los llevó a casa. La noche siguiente durmieron en el parquecito de Klambratún y, cuando se puso a llover, buscaron refugio en un bloque de viviendas vecino. Estaban sobrios y completamente vestidos y se iban a casa por las mañanas a hacer ñacañaca —no tenían ninguna intención de escandalizar a nadie—. Si hubieran tenido combustible para el coche de Agnes, se habrían ido a Þórsmörk para dormir en una tienda de campaña, pero todo lo que querían era dormir al aire libre, y aquello se convirtió en costumbre. No sabían si ir a dormir a casa de ella o a casa de él, y por eso dormían en sitios con césped, calveros y jardines.
***
Adolf Hitler cultivaba la política como si fuera un arte, tomó como punto de partida la belleza para crear una nueva nación igual que quien mueve la batuta, y con ella destruyó tribus enteras, como había hecho en tiempos remotos el Señor de los Israelitas —igual que un escritor elimina de un libro a un personaje porque se ha hartado de él— y toda la realidad que lo circundaba estaba decorada y organizada, desde los detalles más nimios a ciudades enteras. Y todo, hasta el último detalle, se lo presentaban primero a Adolf Hitler: si no le parecían adecuados los diseños, hacía los uniformes él mismo, diseñaba las condecoraciones, decía aquí tiene que haber una hoguera y allí una cruz gamada de quince metros y aquí en el medio estoy yo con las llamas iluminándome la cara y con la omnipotencia en ambas manos.
¡Los espectadores tienen que estar donde puedan verme!
¡Tienen que verme!
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En otoño, Agnes quitó la matrícula de su coche para ponerlo a la venta, pero nadie quería comprarlo. La crisis. Ómar llevaba pizzas a domicilio mientras le salía un trabajo mejor y Agnes le pidió que llevara a su casa el cepillo de dientes, que llevara la ropa interior, que llevara el bañador y los libros de poesía y le dijo que podía fumar dentro de la casa, aunque ella lo había dejado, siempre que no tirase la ceniza al suelo.
Ómar anuló el contrato de su apartamento de Þingholt y se mudó al de Agnes. No se podía mover un pie por la cantidad de libros que había. Sintaxis, gramática e historia, filosofía y poesía, montones de libros sobre el Holocausto, tanques y ofensivas en pinza, blitzkrieg y populismo. Estaban ocupadas todas las paredes, hasta el punto de que la estrechez de los pasillos los hacía intransitables excepto para las personas más delgadas.
Pero eso no era problema. Eso se solucionaría. Porque así quería Ómar a Agnes, y así quería Agnes a Ómar.
***
Adolf Hitler solo tenía un testículo (¿lo he dicho ya?), igual que el presidente Mao y Napoleón. Igual que Franco, Lance Armstrong y Tom Green. Entre todos, por tanto, tenían seis testículos, aunque lo normal hubiera sido que tuvieran doce. Llevaría demasiado tiempo explicar por qué creo que a ninguno de ellos le gustaba demasiado esa peculiaridad. En cambio, hay a quienes les viene estupendamente la falta del testículo. Ennoblece a Armstrong, aumenta muy considerablemente el estro humorístico de Green, ¿y no es incluso apropiado que afecte a los dictadores? ¿No les viene estupendamente?
***
—¿Tenemos dinero?
—Tenemos tarjetas de crédito.
—No es eso. ¿No tenemos dinero?
—¿Para qué quieres dinero?
—Por eso.
—¿Por qué?
—Nada, que estaba pensando si… Adivina.
—¿En el dinero?
—¿Te apetece ir a Lituania a pasar las navidades y la Nochevieja?
—¿Quieres presumir de mí con tus padres?
—¿Te apetece?
—Sí, sí.
—¿Vamos, entonces?
—¿Con qué dinero?
—¿No podemos ahorrar?
—Solo quedan ocho semanas para Navidad. Y tú tienes una beca de estudios y yo reparto pizzas. Podemos darnos con un canto en los dientes si conseguimos pagar el alquiler.
—…
—Lo que digo es ¿no deberíamos ser más realistas?
—¿Y la tarjeta de crédito?
—Esa podría bastar para los billetes, si no son demasiado caros. Pero ¿cómo pagaremos la renta de enero?
—¿No se podría aplazar el pago?
—No sé si bastaría con aplazar el pago. Sobre todo, si mientras estamos fuera tengo que dejar de trabajar en Domino’s.
—Unas pizzas más o menos no van a hacer mucha diferencia.
—Hay diferencia cuando no se tiene dinero.
—Demonios. ¿Y las ayudas sociales?
***
Prácticamente nadie cree que Hitler fuera capaz de amar.
Se dice que Hitler estuvo loco de amor por una sobrina suya, Geli Raubal. Se dice que la violó, que orinaba y cagaba encima de ella, que la golpeaba. Son viejos chismorreos que a veces se repiten en escritos serios.
***
—¿Qué pasa con las ayudas sociales?
—¿No podemos pedir dinero al servicio de asistencia social?
—¿Para ir a Lituania a pasar las vacaciones de Navidad?
—No, bueno, para comer o algo así.
—…
—Ay, olvídalo.
—¿Te apetece ir a Lituania?
—Me muero de ganas.