del triunfo en recuerdo de los caídos en la primera guerra mundial, con la inscripción:
Hic patriae fines siste signa hinc ceteros
excolvimvs lingva legibvs artibvs.
La apunté enseguida en mi estado de Facebook. Aunque no sabía lo que significaba. Google Translate me dijo: «¡En este punto las normas de la una parte del resto del país, los extremos del vuelo! Las leyes se desarrollan habilidades del lenguaje». Pero sonaba un tanto raro. Y encima, nadie me puso ningún like. Comí pasta boloñesa en Bari y pizza tropicana en Florencia. Longaniza en Zaragoza y gambas a la parrilla en Marsella. Habían robado el rótulo de Auschwitz. Lo robaron y lo cortaron en pedazos con una sierra, colocaron una copia, volvieron a encontrarlo, lo restauraron y lo pusieron en el museo —en el último momento renunciaron a volver a colocarlo en su sitio—. Miré el rótulo con los ojos muy abiertos y, como persona de escasa instrucción en la materia, me pareció totalmente igual a la copia que estaba colgada en la entrada del museo que había estado visitando con detenimiento quince minutos antes. Arbeit macht frei. El trabajo libera al ser humano. Estas palabras las tomaron de una novela del mismo título del filólogo alemán Lorenz Diefenbach, que contaba la historia de un delincuente de poca monta que, a fin de enmendarse, aprendió a comportarse gracias al trabajo (jadeo). (Jadeo). Saqué una foto, y estaba a punto de subirla a Facebook cuando me detuve en el último momento. Yo quería existir, pero no quería recordar mi existencia a los demás. El óvalo superior de la B de ARBEIT era un poco más ancho que el inferior, de modo que parecía estar patas arriba. Según las teorías de la conspiración más fidedignas (que encontré con mi móvil en Wikipedia), los presos (del movimiento polaco de resistencia) que forjaron el rótulo lo hicieron así intencionalmente. De este modo querían proclamar que había algo torcido en la promesa del rótulo y en los campos —que Adolf Hitler no era un hombre majísimo de honor, un libertador del género humano, como se jactaba él mismo—. A lo mejor, la B torcida de la copia indica una incongruencia distinta a la B torcida de esta. A lo mejor, la B solo indicaba que había sufrido una restauración. Como la reconstruida ciudad vieja de Varsovia, la ciudad vieja que desapareció por completo en el pozo sin fondo de la guerra —los edificios que fingían ser los que hubo allí antes que ellos, y que en realidad eran edificios completamente nuevos—. Fingían ser los cuadros al óleo y las fotografías de los edificios que se alzaban antes allí. Este rótulo fingía ser la copia que fingía ser el rótulo. Así que de hecho era también una copia. Me puse la mano en el regazo. Dedos, nudillos, línea de la vida y todo eso. De pronto se me vino a la cabeza la idea de que, a lo mejor, Agnes se fue a vivir a casa de Arnór cuando yo me largué. Con el incendio, la había dejado sin casa. Seguramente, era lo más probable. Y a lo mejor lo hizo, aunque no hubieran hecho nunca el amor. Con el anillo de pene. O sin él. Aunque no lo hubieran hecho nunca. Pero ahora sí, claro. Segurísimo. Tenía que haberlo previsto. Habérmelo dicho a mí mismo. Naturalmente, ella tenía que, bueno, ya sabes. Dormir en algún sitio. Naturalmente. Una mujer adulta. Con un anillo de pene. O sin él. Era natural. Yo creí que estaba convencido de ser fuerte. De ser libre. Pero en el momento de la verdad, quizá no era más que un pobre hombre. Un pobre hombre de marca mayor, incapaz de enfrentarme a lo pobre hombre que era. En el momento de la verdad. Miré mi poderosa mano, que mentía con tanta tranquilidad como todo lo demás. El mundo era un engaño permanente. Todos querían hacerme daño. Siempre. Esto no podía seguir así. ¿Por qué no podía dejarme de historias y volver a casa? Entonces recordé que ya no tenía casa. Debatiéndome entre la convicción de mi propia fortaleza y la total desesperación por mi impotencia, me puse a pensar qué representaría una imagen más verdadera de mis auténticas circunstancias: la humillación… o la certidumbre de la victoria. Si era un héroe a punto de vencer sobre el mundo, un héroe afectado por una crisis temporal de identidad, o un pobre hombre que a veces se dejaba arrastrar por la megalomanía para poder seguir viviendo. Sin ilusiones, todos nos ahorcaríamos mañana mismo al amanecer. Al menos, no volveríamos a acudir nunca más al trabajo. Nunca subiríamos al próximo tren. Für Frieden, Freiheit und Demokratie. Nie wieder Faschismus. Millionen Tote mahnen. Miré con toda atención el rótulo que había delante de la casa natal de Adolf Hitler en Braunau am Inn y me pregunté por esas palabras. Esos eslóganes una y otra vez. Matemos a los judíos. No matemos a los judíos. No seamos fascistas. No empieces a fumar. Aquí tocaron los Beatles. Aquí descansó Rudolf Hess. Abajo el fascismo. Abajo la Unión Europea. Herbert es gilipollas. Un ciego es un hombre sin libros. Aquí, Stauffenberg intentó matar a Hitler. Einstein wore Khakis. Berlín - 423 kilómetros. Para mañana, dice el perezoso. A veces, estaba convencido de que otros se aprovechaban de mi modestia para abusar de mí. Cuando era fuerte, pensaba que quienes abusaban de mí eran unos desalmados y sentía lástima por ellos. Por mi inmensa modestia, ansiaba abrazarlos y besar sus heridas.
CAPÍTULO 12
En la mayoría de las historias de la humanidad se trata el siglo xx con una especie de veneración por los tanques, combinada con una disimulada admiración por el inmenso alcance de los crímenes cometidos en las dos guerras mundiales, sin olvidar los demás horrores de este gran «siglo del progreso». En primer lugar, encontramos descripciones innecesariamente extensas y completas del armamento, muy en especial de los tanques, y los progresos realizados en la fabricación de herramientas de muerte. Apologías perversas —clásica veneración por los objetos—. En segundo lugar, se aprecia una extraña fascinación al hablar de la gente que murió —esas almas que fingimos echar de menos—. Dices seis millones, diecisiete, cuarenta y cinco, ochenta millones muertos en trincheras, genocidios, explosiones atómicas y gulags —y de pronto la gente se desmaya, se empalma y vomita.
***
—Tú…
—Sí, yo…
—Ay.
—Joder, qué mierda.
—Sí, lo sé.
—No puedes…
—Hace dos años que no los veo.
—Lo sé.
—Y acabamos de pagar los billetes.
—Lo sé.
—¿Y dónde vas a vivir?
—No lo sé. No me apetece nada ir a casa de mis padres. Un fastidio.
—No seas así. Son tus padres.
—Me las arreglaré.
—Si han vuelto a estar juntos no es para que te vayas a vivir con ellos.
—Me las arreglaré.
—Vale.
—Tengo amigos.
—¿Qué amigos? ¿Por qué nunca me has presentado a esos amigos?
—Vale. Bueno. No tengo tantos amigos. Aquí, en Reikiavik.
—Voy a enterarme, a ver si puedes irte a vivir a la casa. Pero está totalmente vacía, claro. Tendré que alquilar un vehículo y vaciar el guardamuebles…
—¿No tendrías que estar haciendo el equipaje?
—… claro, siempre que te dejen mudarte ya.
—Tú tienes que irte mañana o pasado. No tienes tiempo para encargarte de eso.
—¿Y quién se va a encargar? Tú no quieres ver a tus padres, ni tienes amigos a los que recurrir…
—Solo bromeaba. Claro que tengo amigos. De la universidad. Halldór, por ejemplo. Y Dísa. Y tampoco es que odie a mis padres.
—¿Quiénes son Halldór y Dísa?
—Te lo acabo de decir. Hicimos juntos la carrera. Ellos podrían ayudarme a hacer la mudanza. Si es que puedo mudarme ya.
—Ya.
—Si no, tendré que irme a casa de mis padres. Es un fastidio, pero quizá no haya otra opción.
—Vale.
—Tú vete a Jurbarkas. Pero no te gastes todo el dinero. Miraré si puedo cambiar el billete. Seguramente me cobrarán algo.