que le hicieran un poco de caso.
—¿Qué decías? —preguntó Kestutis.
—Dos delante, dos detrás y seis millones en…
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Este es el mensaje del libro. Nosotros somos el mensaje del libro. Intento llegar al núcleo de ciertas cosas. No olvidemos Hiroshima, Auschwitz, Guernica, Pearl Harbor y Dresde.
Si la segunda guerra mundial nos ha enseñado algo, nos enseñó a olvidar. A olvidar y no olvidar. A no olvidar el olvidar y no olvidar. A no dejar reposar la masa.
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Agnes nunca terminó el chiste. Henrikas se puso de pie, estiró el brazo por encima de la mesa y la abofeteó con tal fuerza que Agnes se cayó de la silla. Kestutis agarró a su suegro y de pronto, los dos estaban en el suelo, peleando. Agnes chillaba tan fuerte que tenía las sienes hinchadas como pelotas de golf. Luego se fue al bosque corriendo y no regresó hasta después de medianoche. Estuvieron buscándola durante varias horas.
Mucho después, se le ocurrió pensar que, probablemente, sus padres estaban borrachos como cubas, y también sus abuelos, y, sin duda, la conclusión de este chiste tan extemporáneo, que había aprendido en Islandia, en el patio de recreo, habría sido muy distinta si alguien hubiera tenido el buen sentido de prestarle un poco de atención. Mejor, antes de que se pusiera a contar chistes del Holocausto.
Agnes recordó de pronto que nunca había preguntado de qué habían estado hablado. Seguramente, ya nadie se acordaría.
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En 1938, Hitler quiso «unir Alemania». Las fronteras no eran tan nítidas como en otros países, sobre todo en la parte oriental: había alemanes en otros sitios, además de en Alemania. En primer lugar, mencionaremos los Sudetes de Checoslovaquia, Alsacia y Lorena, Schlesvig septentrional, Gdansk y zonas aledañas de Polonia, Steiermark, Tirol del Sur, Prusia Occidental, Alta Silesia, Posen, Eupen-Malmedy, Sarre, toda Austria, la región del Memel (Klaipeda) en Lituania —en realidad, podría continuar hasta mañana, enumerando territorios donde los volksdeutscher eran minoría o mayoría, porque territorios de esos los había hasta en el Bósforo, Georgia y Azerbaiyán—. Y Hitler no mentía tampoco al afirmar que a las minorías alemanas de los países vecinos se las maltrataba. Los alemanes habían recorrido Europa con enorme prepotencia durante la primera guerra mundial y en muchos sitios eran mal vistos o incluso despreciados. Además, los nacionalismos y los fascismos de línea dura no crecían solo en Alemania: en Lituania, los fascistas llevaban en el poder desde 1926.
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En la escuela primaria, Agnes se empapó de todo lo relacionado con la segunda guerra mundial. Y, cuando pensaba que alguien pretendía, aunque fuera remotamente, hacerle daño o incordiarla de cualquier manera, enseguida se ponía a gritarle que no era más que un racista de mierda gilipollas y un lameculos de Hitler, sifilítico y asqueroso.
Agnes era una niña muy malhablada.
A los catorce años la echaron del colegio una semana por grabar una cruz gamada en la puerta del despacho del profesor de alemán. En realidad, el profesor de alemán era principalmente tutor de la clase de sexto, pero también enseñaba la asignatura opcional de alemán de décimo grado. Y cuando Agnes tenía catorce años, eso bastaba.
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Las exigencias de los nazis alemanes, reunir en una Gran Alemania todos los territorios donde hubiera hablantes de alemán, no estaba justificada en todos los casos, porque en muchos sitios vivían también polacos, lituanos, franceses, italianos —y austriacos que pensaban que no tenían nada en común con los alemanes—. Pero esas exigencias tampoco eran totalmente absurdas; las fronteras de los pueblos europeos llevaban tantísimo tiempo avanzando y reculando, que no existía ningún motivo para pensar que, de pronto, pudieran volverse inamovibles; incluso el Estado-nación, la idea del pueblo como unidad natural que debía tener su hogar dentro de unas determinadas fronteras, no tenía ni siglo y medio de antigüedad. Las naciones con las que solían «compararse» los alemanes tenían todas ellas colonias, graneros, Lebensraum.
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Abandonó todas esas cosas en el instituto de bachillerato. Lo que no quiere decir que perdiera el interés por la segunda guerra mundial —lejos de ello—, simplemente dejó de ser tan malhumorada y le entró en la cabeza un poco de raciocinio. En realidad, en la cabeza se le metió mucho raciocinio, y quedó solo a unas décimas de ser la primera de la clase. Pero, lo que aún era más meritorio, dejó de despreciar a la gente y pensar que todos tenían algo que ocultar, dejó de pensar que la amabilidad era solo ostentación, y aunque, desde luego, no se llevaba bien con todo el mundo —nada de eso—, el odio se le fue disipando en cuanto las hormonas sexuales dejaron de ponerla como una moto y acabó la pubertad.
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Los errores tácticos de Hitler no consistieron en ir por el mundo con total prepotencia militar y declarar que era suyo todo lo que le pudiera apetecer. El error de Hitler fue hacerlo en su propio jardín trasero, abusar de blancos civilizados. Franceses e ingleses tenían colonias donde vivían negratas; franceses e ingleses sabían que se podía abusar de los negratas. Los franceses se habían apropiado de la mayor parte del norte, el oeste y el centro de África, desde 1881 hasta la primera guerra mundial, mientras que los ingleses eran dueños de África oriental y de Sudáfrica, sin mencionar India y varios países más pequeños por todas partes del mundo.
Pero a ellos les pareció absolutamente tremendo ver cómo se comportaba Hitler con los polacos. Lo que tan difícil les resultaba comprender a esos simples era que, para Hitler, los eslavos, igual que los judíos, no eran mejores que cualquier tribu de negros, indios o gitanos.
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Sus padres decidieron volver a Lituania en cuanto cayó el comunismo. Por entonces, Agnes solo tenía diez años. Todos los amigos que tenía eran de su escuela, la Hjallaskóli de Kópavogur, y la Hjallaskóli estaba a muchos mundos de distancia de Jurbarkas. Por eso esperaron. Originalmente, la idea era regresar a Lituania cuando Agnes acabara la primaria. Pero ella no quiso irse del país. Kestutis y Dalia no se marcharon hasta 1999, cuando Agnes, hecha ya una mujer adulta, terminó el bachillerato en el instituto de Reikiavik.
Agnes vivía sola. Durante un año estuvo trabajando en un café y divirtiéndose los fines de semana. El año siguiente capituló y se fue a Jurbarkas, donde se alojó en el Hotel Mamá, compadeciéndose de sí misma y echando de menos a sus amigos. Justo antes del ataque a las torres gemelas de Nueva York en el 2001, volvió a Islandia y empezó estudios de Psicología en la Universidad de Islandia. No hizo ningún examen, ni los del primer semestre ni los del segundo. El invierno del 2002-2003 estuvo trabajando en un café y divirtiéndose los fines de semana. Cuando no gastaba el dinero en borracheras de cerveza, lo gastaba en viajes al extranjero: Berlín a comienzos de otoño, Barcelona en navidades, Copenhague en Pascua y Edimburgo a principios del verano. Cuando quiso retomar los estudios en otoño del 2003, estaba agobiada de deudas. Además de deber una buena cantidad de los gastos de viaje (en la Visa), seguía debiendo el descubierto del tiempo que pasó haciendo Psicología sin préstamo de estudios (porque no había hecho ningún examen).
En vez de volver a la universidad trabajó en un café, una residencia de ancianos y como limpiadora en unas oficinas del centro, sin divertirse nada en absoluto los fines de semana hasta que pudo pagar todas las deudas. En otoño del 2004 empezó Historia. Por fin consiguió un novio (durante seis meses, se llamaba Högni y era especialista en estupidez y profesional del hijoputismo, como supo más tarde) y disfrutaba de sus estudios.
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En los años anteriores a la guerra se practicaba en Alemania una censura despiadada. Unos cuantos humoristas se dedicaron a empezar siempre el programa vespertino pasándose unos minutos sentados en mitad del escenario con una mordaza en la boca. Luego se levantaban y se iban detrás de bambalinas. El presentador volvía entonces al escenario e informaba de que había terminado la parte política de la velada y que iba a empezar el número de entretenimiento.
Y ahora, por fin, llega el número de entretenimiento.
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