Jill Shalvis

E-Pack HQN Jill Shalvis 1


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12

      #TeEstoyMirandoNena

      Kylie ya no solía tallar. Cuando su abuelo vivía, tallaban juntos, por las noches, después de trabajar. Era su forma de conectar y para Kylie, que no había tenido muchos vínculos durante su vida, significaba mucho.

      Después de la muerte de su abuelo, tallar había perdido su atractivo. Sin embargo, aquella noche, al tomar la navaja y empezar a trabajar en la madera, los movimientos volvieron a sus manos con tanta facilidad como cuando alguien volvía a montar en bicicleta después de años, y eso le daba… paz.

      Y estar tan cerca de Joe le daba otras cosas, también. Como, por ejemplo, le provocaba un anhelo y un hambre que llevaba mucho tiempo negando. Lo vio trabajar con la navaja, cortando con profundidad en vez de hacer cortes superficiales, y tuvo que admitir que le resultaba divertido constatar que Joe no era perfecto en todo. Puso las manos sobre las suyas de nuevo, intentando mostrarle que necesitaba ser más delicado. Rodeó sus dedos y los guio hacia arriba y hacia abajo.

      Él la miró a los ojos.

      –Si sigues así –le dijo–, no vamos a tener ningún problema con la madera.

      Pronunció la palabra «madera» en voz baja, en un tono sugerente, y ella se ruborizó. Él siguió mirándola fijamente unos instantes y, después, volvió a concentrarse en la talla.

      Kylie le colocó las muñecas en el ángulo adecuado, pero, sobre todo, lo hizo para seguir tocándolo. Era cálido, y ella notaba como se le flexionaban los músculos de los antebrazos a cada pasada de la navaja por la madera. Se movió en el asiento con inquietud y, de nuevo, él la miró a los ojos. Y, viera lo que viera en su rostro, a Joe se le iluminó la cara con una sonrisa y, por una vez, fue como un hombre normal.

      –Hace mucho tiempo –dijo él.

      –¿Desde qué?

      –Desde que me he divertido durante una vigilancia.

      Ella se echó a reír.

      –Creía que ibas a decir que hacía mucho tiempo desde que no tenías a una mujer en tu coche con la que no fueras a acostarte.

      –¿Y quién dice que no estoy intentando acostarme contigo? –preguntó él.

      Kylie pensó: «No te arriesgues a tomarle el pelo. A él se le da mucho mejor que a ti».

      –Ven aquí, Kylie.

      Ella no vaciló. Se acercó a él, y él la abrazó, bajó la cabeza y la besó. Joe tenía un sabor a chocolate, olía a madera de álamo y era celestial. Aquel fue el mejor beso que le habían dado en la vida, y no quería que terminara, pero, por el rabillo del ojo, vio a Eric salir por la puerta trasera de la galería.

      –Joe.

      –¿Sí? –preguntó él mientras recorría su mandíbula, hacia la oreja, y tomaba entre los dientes el lóbulo de su oreja. Dio un ligero tirón, y le provocó otro ligero tirón a Kylie entre las piernas.

      –¿No-no ne-necesitábamos hablar con Eric?

      Él lamió lo que acababa de morder.

      –Um, sí…

      Ella posó una mano en su pecho y lo empujó hacia atrás para poder mirarlo.

      –Entonces, ¿vamos a hacerlo ahora?

      Joe se irguió de un respingo y miró por la ventanilla. Al ver a Eric, salió rápidamente del coche. Ella lo siguió inexplicablemente feliz, y observó a Eric. Hacía años que no lo veía, y él no había cambiado. Seguía pareciendo Gumby con ropa de vaquero, con sombrero y botas. Cuando cerró la puerta de la galería, se dio la vuelta y los vio allí, miró a Joe, y la cara se le iluminó.

      –Vaya, un sueño hecho realidad –dijo, observándolo de arriba abajo.

      Joe ni siquiera pestañeó.

      –Nos gustaría hacerte unas preguntas –dijo Joe.

      –Cariño, puedes preguntarme lo que quieras.

      Joe miró a Kylie, y Eric se fijó en ella por primera vez. Hizo una pausa, y su rostro volvió a iluminarse de alegría. Su expresión de flirteo cambió a una de felicidad.

      –¡Kylie Masters! –gritó–. Oh, Dios mío, ¿eres tú de verdad?

      –¿Me has reconocido? ¡Pero si llevo peluca!

      –Ya lo sé. Yo tengo una igual. Y, con o sin el pelo, tu sonrisa y tus ojos no han cambiado.

      La atrajo hacia sí y le dio un abrazo, al que Kylie correspondió con un suspiro. Vaya con el disfraz. Iba a tener que mejorar.

      –Ha pasado mucho tiempo –murmuró Eric–. Demasiado. Intenté ponerme en contacto contigo muchas veces después de…

      Ella cerró los ojos, y él se quedó callado.

      –Lo siento –dijo–. Es normal que no quieras hablar de ello.

      Eric siempre había sido uno de los aprendices favoritos de su abuelo y, en aquel momento, Kylie recordó el motivo. Ojalá Joe no captara todas las cosas que no estaban diciendo, pero ella sabía que era demasiado agudo como para no darse cuenta. Ella no quería que lo supiera. No quería que nadie supiera su vergonzosa verdad.

      –Me enteré de que estás trabajando para Gib –le dijo Eric–. Es estupendo. Él está haciendo un trabajo muy bueno en Maderas recuperadas. Siempre pensé que vosotros dos podíais terminar… –comentó, y, después de mirar a Joe, añadió en voz baja–: Ya sabes.

      –Trabajo para Gib, pero no hay nada más –dijo ella.

      Todo el mundo creía que Gib y ella formarían una pareja. Y, durante mucho tiempo, ella también lo había creído.

      Gib era un buen tipo. Sin embargo, en el fondo, ella tenía que reconocer que siempre había sabido que no era el hombre de su vida. Había una gran diferencia entre el amor de una adolescente y el amor de una mujer adulta. Antes, cuando soñaba con el tipo de hombre que quería, pensaba en que sería alguien como Gib, bueno, considerado y amable.

      Sin embargo, últimamente se había dado cuenta de que era exactamente lo contrario a lo que necesitaba, y no tenía nada que ver con sentirse atraída por Joe, sino con su anhelo de amor y aceptación.

      Bueno, también podía tener alguna relación con la atracción por Joe, y con algo más. Durante toda aquella semana, él había estado ayudándola sin condiciones y, en aquel corto espacio de tiempo, había llegado a confiar en él más de lo que nunca hubiera pensado.

      Además del hecho de que confiara en él y lo deseara tanto, él le permitía ser ella misma, incluso cuando se ponía una peluca rubia e insistía para que aprendiera a tallar.

      Y, por todo eso, no podía evitarlo: quería más.

      Mucho más.

      –¿Qué estáis haciendo aquí, en el aparcamiento? –le preguntó Eric–. No te he visto en la exposición.

      –Es que no hemos entrado –dijo Kylie–. No teníamos invitaci…

      –Oh, Dios mío. Cariño, ¿por qué no me has llamado? –le preguntó Eric, con horror!–. ¡Te habría traído como invitada de honor! –exclamó, y miró a Joe de reojo–. Y podrías haber venido con él.

      –Te presento a Joe. Está… –dijo Kylie, y lo miró con un repentino sentimiento de diversión. No tenía ni idea de cómo describirlo, y él lo sabía–. Me está ayudando. He tenido unos pocos…

      –Me alegro mucho de conocerte –dijo Joe, interrumpiéndola.

      Entonces, se sacó una pequeña libreta y un bolígrafo del bolsillo y le pidió un autógrafo a Eric.

      Eric se puso muy contento.

      –¿De verdad? Oh,