Jill Shalvis

E-Pack HQN Jill Shalvis 1


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que enseñarte una cosa –le dijo ella, y le enseñó la Polaroid en la que aparecían la consola y el banco–. ¿Esto lo has hecho tú?

      Eric miró la foto y frunció el ceño.

      –Parece de tu abuelo, cariño –dijo. Sin embargo, al fijarse mejor en el banco, añadió–: Pero esto, no. Ni mío, tampoco. Mis acabados son mucho más finos que los de estos bordes. Y yo nunca he usado un barniz así. ¿Qué es lo que estoy mirando?

      –El trabajo de un impostor. Estoy intentando encontrar a la persona que hizo el banco.

      –Um –murmuró Eric, acercándose la fotografía para mirarla aún más atentamente.

      –¿Qué? –le preguntó Joe.

      –No estoy seguro, pero este trabajo me recuerda a otro ebanista que conozco.

      –¿A quién? –le preguntó Joe.

      –Hace un par de años, llegó un tipo intentando vender un banco. Se suponía que lo había hecho al estilo de tu abuelo, pero ni se acercaba.

      –¿Qué hiciste tú? –inquirió Joe.

      –No se lo compré, claro, pero me quedé con su tarjeta –dijo y sonrió–. Yo siempre me quedo con las tarjetas de todo el mundo.

      –Me gustaría verla.

      Eric soltó un resoplido.

      –Me va a llevar un buen rato encontrarla. Como he dicho, me quedo con la de todo el mundo y nunca tiro nada.

      –Pero todavía la tendrás por ahí, ¿no? –preguntó Kylie–. Es que necesitamos hablar con él.

      –Sí, claro que la tengo. La voy a buscar –dijo Eric, y miró a Joe–. Mientras tanto, Kylie sabe cómo encontrarme, guapo –añadió, y le guiñó un ojo a Kylie–. ¡No volvamos a perder el contacto! ¿Por qué no quedamos para comer?

      –¡Claro! –respondió ella, e iba a decir algo más, pero Joe la agarró de la mano.

      –Tenemos que irnos –dijo–. Que tengas una buena noche.

      –Pero…

      Eric no pudo decir nada más, porque Joe metió a Kylie al coche en un abrir y cerrar de ojos.

      –¿Por qué has hecho eso?

      Él le puso una hoja de papel en el regazo y siguió conduciendo.

      –Tenemos cosas que hacer.

      –¿Y ya sabemos lo suficiente como para tachar a Eric de la lista?

      –Sí. Hoy ha llenado una exposición de muebles para la venta que no son del estilo de tu abuelo. Además, tiene un Tesla Roadster.

      –¿Y eso qué tiene que ver?

      –Es un coche caro.

      –Ya. Entonces, no tiene necesidad de tratar de ganar dinero fácil.

      –Exacto.

      Ella suspiró.

      –Me ha parecido un poco grosero cómo me has sacado de allí, sin que pudiera despedirme?

      Él la miró de reojo.

      –¿Y no te he parecido listo?

      –Sí, también, porque te has dado cuenta de todo rápidamente. Pero, también, grosero. No estaría de más que fueras normal en las situaciones sociales, ¿sabes?

      Él hizo caso omiso, lo cual no sorprendió a Kylie.

      –Es interesante –dijo Joe–. Eric es otro de los aprendices que ha mencionado que te ocurrió algo la noche del incendio.

      A ella se le cortó la respiración.

      –Claro que me ocurrió algo. Murió mi abuelo.

      –Sí, lo sé, y siento mucho traerte malos recuerdos, pero ¿estás segura de que no hay nada más que quieras contarme?

      –Sí, estoy segura –dijo ella, mirando hacia delante, a través del parabrisas–. Y Eric no va a encontrar la tarjeta. Por lo menos, a tiempo, no.

      –Ten paciencia. Ten fe.

      Aquella respuesta hizo que Kylie lo mirara con incredulidad.

      –¿Que tenga paciencia? ¿Que tenga fe? ¿Me estás tomando el pelo?

      –Tienes que conservar la frialdad, o vas a reaccionar con las emociones en vez de con el cerebro.

      –Sí, claro. Para ti es fácil decirlo, porque no tienes que luchar con algo tan peliagudo como las emociones.

      Él volvió a mirarla de reojo.

      –¿Es que tú crees que yo no tengo emociones?

      –Creo que no te dejas dominar por ellas muy a menudo.

      Él se quedó callado, pero, cuando llegaron a su destino, se giró hacia ella.

      –En mi trabajo he aprendido a tener paciencia –le dijo–. Y me ha costado mucho, Kylie, he pagado un precio alto por ello. Algunas veces, el hecho de ocultar lo que pensaba me ha salvado el pellejo, por eso se me da tan bien. Pero no te creas que no tengo emociones ni sentimientos, Kylie. Creo que me has visto perder las riendas más de una vez contigo.

      Sí. Pero, de todos modos, quería tener algo más de él. Sin embargo, se negaba a pedírselo.

      Joe le acarició los brazos suavemente, y ella tuvo ganas de cerrar los ojos de puro placer, pero él exhaló un suspiro y la soltó. Después, salió del coche para abrirle la puerta y acompañarla hasta el portal.

      –No era necesario –dijo ella.

      –Alguien te está chantajeando con un recuerdo personal y sabe donde vives. Ahora solo están jugando contigo, pero eso puede cambiar.

      Ella suspiró.

      –Está bien. Y gracias.

      Entonces, entraron a su apartamento. Y, al ver que había otro sobre en el suelo, ella se quedó helada.

      #EnElBéisbolNoSeLlora

      Kylie se quedó petrificada al ver el sobre en el suelo, pero Joe, no. Le puso una mano en el brazo para indicarle que se quedara donde estaba mientras él observaba el entorno con toda su atención.

      Kylie no veía nada fuera de lo normal. Joe, sin soltarla, cerró la puerta, echó el cerrojo y tomó el sobre.

      Ella iba a decir algo, pero él le puso un dedo en los labios, tomó en brazos a Vinnie, que había ido corriendo a saludarlos, y se lo puso con delicadeza en los brazos. Después, recorrió el piso, encendiendo las luces.

      –No creo que quien esté haciendo esto entre en la casa –dijo ella, pero Joe no respondió. Continuó revisando metódicamente el apartamento.

      Kylie achuchó a Vinnie cuando él le lamió la barbilla, extasiado como siempre por tenerla en casa. Después, Joe lo dejó en el suelo e, inmediatamente, Vinnie se fue a buscar su juguete favorito para llevárselo a Kylie. Aquella noche, su juguete favorito era una pelota de tenis en miniatura.

      Ella se la arrojó.

      –Vamos, tráemela, tráemela –le dijo, con la esperanza de conseguirlo, algún día.

      Vinnie corrió detrás de la pelota y se marchó con ella por el pasillo. Kylie estaba suspirando cuando Joe volvió al salón.

      –Abre el sobre –le dijo.

      Era otra Polaroid. En aquella, el pingüino aparecía en un tranvía, a punto de caer a la carretera, entre los coches, y a Kylie se le encogió el corazón.

      –Demonios –susurró, agarrando la Polaroid contra su pecho–. Hay demasiada locura en mi vida: