Marcelo Paladino

Integridad


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factura a nuestra vida, a nuestras realizaciones, a nuestro equilibrio y a nuestro desarrollo. También a los que están a nuestro alrededor. Somos máquinas delicadas, que podemos hacer muchas cosas, más probablemente de las que pensamos, pero que, cuando hacemos algo que no es compatible con nuestra naturaleza, nos deterioramos y, de paso, hacemos daño a los demás.

      Después de contemplar la dimensión personal de la integridad, el libro salta al plano social. Aquí, la integridad viene a ser la integración de las funciones y responsabilidades en la empresa con las de la vida en sociedad y las de la política. Íntegro es el hombre o la mujer que no tiene fisuras en su vida, dijimos antes. Íntegro es el que armoniza su vida personal con sus diversas actividades sociales, como miembro de diversas comunidades, en las que no se siente encajado a la fuerza o por casualidad, sino con una misión: la de contribuir al bien común de esa comunidad y de toda la sociedad. Íntegra es, por extensión, la empresa u organización que fomenta, primero, la integridad, la unidad interior de sus miembros; segundo, la unidad de propósito y de acción entre todos, y finalmente, la colaboración de la misma organización y de sus miembros con la sociedad toda: la participación en el bien común.

      A lo largo del libro, el lector se encontrará una vez y otra con la integridad, bajo diversos nombres y con muchas imágenes. Es —nos dicen los autores— coherencia, unidad de vida; se opone a la insinceridad; invita a hacer no ya lo que uno dice, sino, sobre todo, lo que uno hace; busca lo justo en cada caso, aunque sea costoso; actúa con prudencia; se aleja del oportunismo y de la deslealtad. De alguna manera, nos van identificando una conducta íntegra con una conducta ética. Y de este modo, poco a poco, los autores nos van definiendo lo que es un buen directivo.

      Y este es el gran regalo del libro: un magnífico tratado sobre qué significa ser un buen directivo, un directivo justo, honrado, competente, excelente, en una palabra. Capaz de actuar racionalmente, nos dicen los autores: que no quiere decir ser frío, distante, sino más bien lo contrario. Porque el buen dirigente tiene sentimientos; sabe oír al corazón, que le ayuda a descubrir lo que puede hacer daño a los demás; pero se esfuerza por no actuar por sentimentalismo, que es una coartada para encubrir la falta de fortaleza a la hora de corregir, o un argumento a favor de la comodidad para no complicarnos la vida, cuando el bien de los demás y de la organización exige sacrificio.

      La tarea del directivo es dirigir a los demás, a un equipo de personas libres y responsables, pero comprometidas de algún modo con la empresa, para cambiar la realidad, obteniendo resultados que mejoren la vida de clientes, proveedores, empleados, propietarios, comunidad local, hasta la sociedad global, presente y futura. Y esta es, sin duda, una tarea socialmente muy útil. Pero no fácil.

      Por eso, en esta obra se nos recuerda una y otra vez que el directivo íntegro evita cuidadosamente aquellas actuaciones que podrían dañar la consistencia de sus valores. Es prudente, por ejemplo, y somete sus decisiones al escrutinio de los demás. Es sincero, porque sabe que consentir una vez en la mentira es penetrar en un terreno resbaladizo, porque la próxima vez la mentira será más fácil, y lo que decimos para la mentira vale para todo lo demás. Leyendo sobre la integridad aprendemos, en definitiva, sobre las virtudes personales, profesionales y sociales del buen directivo, que se adquieren con perseverancia, superando los errores —que los habrá, porque somos humanos— con humildad y constancia, sin justificarlos con unas supuestas buenas intenciones o echando la culpa a los demás o al entorno.

      Los profesores Paladino, Debeljuh y Delbosco ponen énfasis, con insistencia, en que la integridad crea confianza, algo que no nos queda otro remedio que valorar cada día más en nuestras organizaciones. Yo no sé si, en el pasado, alguna empresa pudo prescindir alguna vez de la confianza; sospecho que no, porque siempre ha hecho falta ayudar a las personas a trabajar pensando no solo en su interés personal, ni siquiera en la cuenta de resultados de la empresa, sino, sobre todo, en el bien de sus colegas, en la satisfacción de sus clientes y proveedores, en la motivación de sus accionistas y en el refrendo social a sus actividades y resultados; porque sin todo esto la empresa no pasa de ser un proyecto transitorio, finito, caduco. En todo caso, la empresa del siglo veintiuno, en la medida en que fundamenta su actividad en equipos humanos en los que se crean, comparten y desarrollan conocimientos y capacidades, es una empresa basada en la confianza, que no puede prescindir de ella, entre otras razones, porque la confianza se pierde en un minuto, y cuesta años recuperarla.

      Y aquí vuelve a aflorar la integridad del directivo, que es la base sobre la que se crea ese equipo humano en el que radican las capacidades distintivas de la empresa, eso que “solo” ese equipo sabe hacer “de esa manera”, y que es el resultado de los valores y virtudes de sus componentes, empezando por los de su líder y también de la existencia de normas, criterios, prácticas, rutinas en definitiva, de una cultura que fomente las capacidades, los valores y las virtudes de los hombres y las mujeres que forman parte de la empresa. Y también de personas que están fuera de ella. Porque, en definitiva, las cualidades diferenciales de la empresa tienen mucho que ver con las de aquellos proveedores y subcontratistas que participan en la definición de sus productos o en el desarrollo de sus procesos; o con las de aquellos clientes que son algo más que compradores ocasionales de un bien o servicio, porque se involucran en lo que la empresa hace; o con las de aquel directivo bancario que entiende que él no es solo un proveedor de fondos, sino, de algún modo, también el consejero y confidente de la empresa; o con las del auditor al que le duelen los deslices de la dirección, más allá de lo que exigen las reglas contables.

      En definitiva, el directivo íntegro acaba creando y desarrollando —o, al menos, intentando crear y desarrollar— una empresa íntegra, formada por mujeres y hombres íntegros, que transmiten su integridad a los que están a su alrededor, hasta conseguir una sociedad íntegra o ética, si se prefiere. ¿Por contagio? Sí, claro; así es como frecuentemente se transmiten las virtudes y los valores. Pero también y, sobre todo, como fruto de una decisión consciente y responsable, o mejor, de miles de decisiones diarias, todas ellas conscientes y responsables. Con errores, que nunca son graves si se tiene humildad para reconocerlos y pedir perdón y fortaleza para corregirlos, una vez y otra. Así será el directivo que se sabe comprometido, obligado con la empresa que dirige, con los hombres y mujeres con los que se relaciona y con la sociedad en la que trabaja y para la que trabaja.

      Y esto, como nos repiten los autores en diferentes ocasiones, es tarea de la inteligencia y de la voluntad. Exige primero, estudiar, leer, reflexionar, consultar, pedir consejo: la racionalidad. Es verdad que la intuición puede ser, a veces, una buena guía para la integridad, al menos cuando uno la ha vivido desde el principio y la ha ejercitado perseverantemente, hasta convertirla en una segunda naturaleza que facilita sus decisiones. Pero con frecuencia no es suficiente; hay que razonar, comparar, valorar, juzgar, sobre todo en las situaciones complejas a las que nos tiene acostumbrado el mundo actual. Y luego, decidir; con ecuanimidad y objetividad, sin dejarse llevar por lo más cómodo, o por lo más rentable, o por lo que minimiza los riesgos, o por lo que esperamos que nos dará menos trabajo. Y ponerlo en práctica —la voluntad— con fortaleza, con perseverancia, aunque los costes económicos y personales sean altos. La integridad se consigue a base de racionalidad, pero también de virtud; de desarrollo de “músculo” moral, del cual los autores nos hablan extensamente.

      En la Introducción leeremos que “la percepción de la centralidad de la integridad como fundamento para una buena tarea directiva marca un cambio sustancial en la concepción del management, devolviéndole plenamente su función de actividad humana libre, dotada, por lo tanto, de una dimensión ética y capaz de crear humanidad”. Esto no es solo una frase que suena bien; es, sobre todo, la promesa de que, si aprendemos a vivir la integridad en nuestra vida personal, familiar, profesional, social y política, y si la proyectamos en nuestra actividad de directivos, estaremos cambiando esa tarea de dirigir organizaciones humanas. ¿Con más éxito? No necesariamente, si medimos el éxito exclusivamente por la cuenta de resultados. Más aún: si lo medimos por los resultados económicos a corto plazo, los autores afirman que, sin duda, nuestro éxito será ficticio, porque ese criterio es garantía de fracaso humano, profesional y social, y, al final, también económico.

      El éxito en la empresa no debe excluir el resultado económico, porque la empresa es una institución económica y, como tal, debe perseguir la eficiencia, el mejor uso de los recursos disponibles.