cielo, cuando quiero que me bombee bien la sangre el resto de la semana, solo tengo que pensar en ti sin camiseta —comentó Garnet Rogers guiñándole un ojo—. Eso es mucho mejor que caminar.
Elliott sintió cómo le ardían las mejillas mientras las demás mujeres del grupo se reían a carcajadas.
—De acuerdo, ya vale, Garnet. Estás haciendo que me sonroje.
—Pues te sienta bien —le contestó sin importarle nada estar avergonzándolo.
Lentamente, las mujeres empezaron a marcharse mientras charlaban animadas sobre el baile que se celebraría en el centro de mayores y especulaban preguntándose a quién le pediría salir Jake Cudlow. Al parecer, Jake era el mejor partido del pueblo aunque, después de haber visto al señor calvo, con gafas y barrigudo en un par de ocasiones, Elliott no podía dejar de preguntarse cuáles eran los criterios de esas mujeres.
Estaba a punto de entrar en su despacho cuando Frances Wingate lo detuvo. Había sido la vecina de su mujer cuando Karen y él habían empezado a salir y ambos la consideraban prácticamente de la familia. Lo estaba mirando con gesto de preocupación.
—Te pasa algo, ¿verdad? Durante la clase has estado totalmente distraído. Y no es que te supongamos un gran desafío, porque probablemente podrías darnos clase sin sudar ni una gota, pero normalmente muestras un poco más de entusiasmo, sobre todo durante esa parte de baile que Flo te pidió que añadieras —le lanzó una pícara mirada—. ¿Sabes que eso lo hizo solamente para verte mover las caderas con la salsa, verdad?
—Me lo imaginaba. Ya no hay mucho más que pueda sorprenderme o avergonzarme de lo que hace Flo.
Frances no dejaba de mirarlo a los ojos.
—Aún no has respondido a mi pregunta.
—Perdona, ¿qué?
—No te disculpes y dime qué pasa. ¿Están bien los niños?
Elliott sonrió. Frances adoraba a Daisy y a Mack a pesar de que eran unos terremotos.
—Están muy bien —le aseguró.
—¿Y Karen?
—Está genial —respondió aun preguntándose cuánto de eso era verdad.
Tenía la sensación de que dejaría de estar genial cuando se enterara de lo que había estado tramando. Y la verdad es que no tenía ni idea de por qué no le había contado que quería abrir un gimnasio. ¿Es que había temido que no lo aprobara y que acabaran discutiendo? Tal vez sí. Era muy susceptible con los asuntos de dinero después de haberlo pasado tan mal con un exmarido que la había abandonado y dejado con una montaña de deudas.
Frances lo miró como si fuera a echarle una reprimenda.
—Elliott Cruz, no intentes soltarme un cuento. Puedo ver lo que piensas como hacía con todos los niños que han pasado por mi clase a lo largo de los años. ¿Qué pasa con Karen?
Él suspiró.
—Eres más astuta todavía que mi madre y eso que a ella tampoco pude ocultarle nada nunca —dijo lamentándose.
—Espero que no.
—No te ofendas, Frances, pero creo que la persona con la que debo hablar de esto es mi esposa.
—Pues entonces, hazlo —le advirtió—. Los secretos, incluso los más inocentes, pueden acabar destruyendo un matrimonio.
—Es que nunca tenemos tiempo para hablar de cosas —se quejó—, y esta no es la clase de conversación que puedo soltarle en un momento y marcharme corriendo después.
—¿Es algo que causaría problemas si ella se entera por otras personas?
Él asintió.
—Más bien sí.
—En ese caso habla con ella, jovencito, antes de que un pequeño problema se convierta en uno grande. Saca tiempo —lo miró con dureza—, y que sea más pronto que tarde.
Él sonrió ante su expresión de enfado. No le extrañaba que tuviera esa reputación como maestra; una reputación que seguía ahí incluso después de que se hubiera jubilado.
—Sí, señora.
Ella le dio un golpecito en el brazo.
—Eres un buen hombre, Elliott Cruz, y sé que la quieres. No le des ni la más mínima razón para que lo dude.
—Haré lo que pueda —le aseguró.
—¿Pronto?
—Pronto —prometió.
Por mucho que hacerlo fuera a ser como remover un avispero.
Cuando llegó al The Corner Spa en la esquina de Main con Palmetto, Karen se detuvo. Estaba empezando a arrepentirse de no haber seguido el consejo de Dana Sue y haberse ido a dar un paseo por el parque para calmarse antes de ir allí a enfrentarse a su marido. Incluso aunque sabía que, probablemente, era una idea terrible hacerlo no solo cuando él estaba trabajando, sino cuando ella estaba completamente furiosa. No resolvería nada si empezaba a gritar, que era lo más probable.
—¿Karen? ¿Va todo bien?
Se giró ante la pregunta suavemente formulada de su antigua vecina, Frances Wingate, una señora que se acercaba a los noventa y que tenía todavía mucha energía. Aunque estaba de un humor terrible, a Karen se le iluminó la cara solo con ver a la mujer que, en muchos sentidos, era como una madre para ella.
—Frances, ¿cómo estás? ¿Y qué estás haciendo aquí?
Frances se la quedó mirando perpleja.
—Estoy asistiendo a las clases de Elliott para mayores. ¿No te lo ha dicho?
Karen suspiró frustrada.
—Al parecer, hay muchas cosas que mi marido no ha compartido conmigo últimamente.
—Oh, querida, eso no me suena nada bien. ¿Por qué no vamos a Wharton’s y charlamos un poco? Hace siglos que no tenemos la oportunidad de ponernos al día con nuestras cosas. Algo me dice que será mucho mejor que hables conmigo a que entres a ver a Elliott estando tan enfadada.
Sabiendo que Frances tenía toda la razón, Karen la miró con gesto de agradecimiento.
—¿Tienes tiempo?
—Para ti siempre puedo sacarlo —le respondió Frances agarrándola del brazo—. Bueno, dime, ¿has venido en coche o vamos andando?
—No he traído el coche.
—Pues entonces vamos a caminar —contestó la anciana sin dudarlo ni un momento—. Qué suerte que me haya puesto mis deportivas favoritas, ¿verdad?
Karen bajó la mirada hacia sus zapatillas turquesa y sonrió.
—Se nota por tu comentario que sigues la moda —le dijo bromeando.
—Esa soy yo. La mayor «fashionista» de la tercera edad.
Cuando llegaron a Wharton’s y pidieron té dulce para Frances y un refresco para Karen, la mujer la miró a los ojos.
—Bueno, ahora cuéntame qué te tiene tan enfadada esta tarde y qué tiene eso que ver con Elliott.
Para consternación de la mujer, a Karen se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Creo que mi matrimonio tiene graves problemas, Frances.
En el rostro de su amiga se reflejó un gesto de verdadero impacto.
—¡Tonterías! Ese hombre te adora. Hablamos después de clase todos las semanas, y los niños y tú sois lo único de lo que habla. Está tan prendado de ti ahora como lo estaba el día que te conoció. Estoy segurísima de ello.
—¿Pero entonces por qué no me cuenta nada? —se lamentó Karen—. No sabía que te veía todas las semanas