rodilla de Curtis choca contra la mía cuando dejamos atrás una torre eléctrica. Parece más callado que de costumbre, pero lo entiendo. Si esto es duro para mí, debe de ser cien veces peor para él.
La invitación no lo mencionaba, pero es obvio por qué estamos aquí. Lo anunciaron en las noticias el día antes de que llegara el correo: «Tras una batalla legal, diez años después se declara la muerte in absentia de una esquiadora de snowbard británica».
Seguro que a los demás les apetecía tan poco como a mí subir hasta aquí, pero ¿cómo podíamos negarnos? Es normal que quiera celebrar el aniversario.
Hay nieve a nuestros pies y brilla con un resplandor lila en el crepúsculo. Muy por encima se encuentran los inmensos acantilados que dan el nombre a Le Rocher. El edificio Panorama cuelga en lo más alto, una forma oscura y chata acuclillada contra los elementos.
—¿Cómo lo has conseguido, Mills? —pregunta Brent.
—¿El qué?
—El acceso VIP al glaciar. El transporte privado en teleférico y todo eso. Es bastante impresionante.
Lo miro sin comprender nada.
—¿Qué quieres decir?
—Que estamos fuera de temporada. No puede ser barato.
—¿Por qué crees que lo he organizado yo? Fue Curtis.
Curtis me mira extrañado.
—¿Cómo?
¿A qué juegan? Todos sacamos el móvil. La última vez que subí aquí con uno, rompí la pantalla en el primer salto y me salió un moratón con forma de teléfono en la cadera. Después de eso, ya no volví a subir con el móvil.
Les muestro el correo que recibí y Brent me enseña el suyo. Su invitación dice lo mismo que la mía, excepto que la firma es de M. y hay una posdata: «He perdido el móvil. Mándame un correo».
—Mira. —Curtis me muestra el mensaje que ha recibido él. Es idéntico al de Brent.
Nunca entendí del todo a Curtis. ¿Acaso considera que esto es una broma?
La cabina se balancea cuando dejamos atrás otra torre eléctrica y se me destapan los oídos. En este punto la subida se torna más empinada. Hemos empezado el largo, larguísimo, ascenso hasta el glaciar.
Me giro hacia Dale y Heather.
—¿Qué decía vuestra invitación?
Dale vacila.
—Lo mismo que la tuya —responde Heather.
—¿De M o de C? —pregunta Brent.
—Eh, M —aclara Heather, que me mira.
¿Por qué tengo la sensación de que miente?
—¿Puedo verla?
—Lo siento —confiesa Heather—. La borré. Pero era igual que la de ellos.
2
No sé qué esperaba encontrar en la cumbre. ¿Música? ¿Velas? ¿Camareros con bandejas y copas de champán?
No hay nada de eso. La plataforma apenas está iluminada y no hay nadie ni aquí ni en la cabina del operario. Sacamos nuestras bolsas. Suena una alarma y el ascensor burbuja se detiene. Deben de estar maniobrándolo desde abajo, para ahorrarse los costes del personal, y habrán vigilado la subida mediante la cámara de seguridad que supervisa el circuito. Pero después de la confusión sobre quién mandó la invitación, todo esto es un poco inquietante y, a juzgar por el ceño fruncido de Heather, ella piensa lo mismo.
Brent me mira.
—¿Dejamos las cosas aquí por ahora?
—No me lo preguntes a mí —respondo.
Las pone en el suelo. Dudo y, finalmente, yo también las dejo. No es que nadie vaya a robarlas.
Los peldaños son rejas de metal para que se puedan subir cuando uno lleva botas cubiertas de nieve. Al fin llegamos a la cima y estoy jadeando. Aquí el oxígeno escasea. Empujo las puertas dobles que dan acceso al edificio Panorama. Respiro el aire acre de madera quemada y, por un momento, tengo que cerrar los ojos. Porque eso, más que nada, era el aroma de mis inviernos.
Curtis pulsa un interruptor y el pasillo forrado de madera se ilumina. Normalmente, una procesión de esquiadores desfila por aquí, pasa las taquillas de equipamiento y llega hasta la entrada principal del glaciar, pero esta noche el silencio es espeluznante.
Curtis se pone las manos alrededor de la boca y grita:
—¿Hay alguien ahí?
Brent me mira, y Dale también. Pienso de nuevo en las invitaciones. ¿Es posible que uno de ellos haya organizado esto? No parece probable. Como dijo Brent, estamos fuera de temporada. Un fin de semana aquí debe de costar miles de dólares a estas alturas del año. Gracias a mi investigación previa, porque he buscado sus perfiles en internet, sé que a Curtis le va bien, así que debe de haber sido él. Pero ¿a qué viene tanto misterio? ¿Y los demás están en el ajo o les ha hecho creer que soy yo quien ha organizado la reunión?
—Tiene que haber alguien más aquí —dice Curtis—. Echemos un vistazo.
Todos salimos en direcciones distintas, como críos sueltos en un parque temático. Este lugar es un laberinto. El único edificio en kilómetros a la redonda es un complejo de casas y múltiples recintos que acoge a la unidad de rescate de montaña, la sala de control y todo lo que necesiten tanto el personal como los visitantes aquí arriba. Yo solo conozco el restaurante y los baños, pero nada más. Ah, sí, y una vez pasé una noche en uno de los diminutos dormitorios comunitarios. Es el albergue juvenil situado a mayor altitud de Francia.
Corro por los pasillos y enciendo los interruptores a medida que avanzo. Hay un montón de puertas cerradas. Algunas se abren y otras no. Esta sí. Dios mío, podría ser el lugar exacto donde dormí. El olor a humedad y moho despierta un recuerdo. Brent debajo de mí en la cama, con sus grandes manos agarrando mis caderas. Contemplo la estrecha cama de la litera. Luego salgo y cierro la puerta con firmeza tras de mí.
La siguiente puerta es un armario de ropa limpia con toallas blancas y ásperas y sábanas gastadas apiladas en estanterías de pino que apestan a detergente barato. Más allá huelo a comida y, en efecto, es la cocina. Hay dos sartenes encima de unos fogones inmensos. Levanto las tapas. En una hay un guiso con carne y en la otra, puré de patatas. Aún están calientes. Podría ser nuestra cena, pero ¿dónde está el personal de la cocina?
Veo un lavabo y empujo la puerta con cautela, pero está vacío y oscuro. Más allá se encuentra el restaurante, también a oscuras, donde el olor a madera quemada es lo bastante fuerte como para hacerme toser, aunque el fuego no esté encendido. Aquí pasé horas tratando de calentarme los dedos con tazas de café o esperando a que amainaran las tormentas de nieve, pero ahora las mesas están vacías, así que sigo caminando por otro pasillo. Los demás deben de estar en el piso de arriba porque ya no los oigo.
Hay más estancias y almacenes, y más puertas cerradas. Los interruptores tienen temporizadores, por lo que ocasionalmente se apagan antes de que haya encendido el siguiente y me quedo en la más absoluta oscuridad. Avanzo a tientas, siguiendo la pared. El silencio es aterrador. Si alguien apareciera tras una de estas puertas, me daría un ataque al corazón.
Por fin veo algo que me resulta familiar: la entrada principal al glaciar. Me apresuro hacia allí. Nadie estará fuera a esta hora de la noche, y es probable que la puerta esté cerrada con llave, pero si no lo está, quiero degustar el aire con sabor a hielo. Ha pasado demasiado tiempo.
La puerta se abre. El viento se cuela por el hueco con un grito agudo e implacable. El sonido es extrañamente humano. Cierro la puerta de golpe, me quedo quieta y respiro con fuerza. Sabía que volver sería un problema. Demasiadas puertas que no debería abrir.
«Cálmate,