Allie Reynolds

Temblor


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asombrados de la familia, que me mira desde el peñasco. ¿Dónde está el guante?

      Una punzada de dolor me atraviesa la rodilla mientras me levanto. Es una vieja lesión que a veces se despierta. El entrenamiento de hoy no ha ayudado. Recojo el guante y la familia aplaude. Lo tiro hacia arriba con tanta fuerza como puedo. El hombre lo agarra, me da las gracias con un grito y desaparecen del peñasco. Ahora solo necesito salir de aquí.

      Después de un largo recorrido vadeando la montaña entre la nieve fresca, por fin llego al medio tubo, sudada y sin aliento. Todo por un maldito guante de bebé.

      La camiseta interior térmica se me ha pegado a las axilas y me he bebido la mitad del agua de la botella, pero al menos mi tabla sigue donde la he dejado. Saskia está sentada cerca, con la cara hacia el sol. Parece que no se han fijado en mí, pero en cuanto cojo la tabla, ella hace lo mismo y corre hacia el telesilla, por lo que me adelanta. Voy tras ella y trato de concentrarme.

      Mientras ascendemos, una figura enfundada en una chaqueta de color menta se marca un giro amplio. Mierda, ¡es una chica! Casi siempre se pueden distinguir a las chicas de los tíos por cómo saltan, con menos potencia y más cautela, pero esta lo hace igual que ellos, completamente centrada en sus movimientos. ¿Cómo voy a competir contra esto? Al menos, espero que no sea británica.

      Me recompongo. Por ahora, lo único que tiene que preocuparme es Saskia. Se deja caer por el medio tubo mientras aseguro los cierres de la tabla. Maldita sea. Acaba de hacer dos siete veintes seguidos. Dudo que pueda hacer lo mismo.

      «¡Venga, venga! ¡Tus patrocinadores romperían el contrato si supieran lo cobarde que eres!».

      Respiro hondo y me lanzo, pero la tabla pesa y no responde bien; soy un desastre. Lo único que logro en el último salto es una rotación completa. Un tres sesenta bastante pobre.

      Fuera de control, acelero la bajada y agarro el borde de la tabla. Aterrizo sobre el regazo de un pobre chico, y lo empujo a la nieve.

      Genial. Acabo de caer sobre Curtis Sparks, el tricampeón británico de medio tubo y el hermano mayor de Saskia.

      —¡Lo siento mucho!

      Me ayuda a levantarme.

      —No hay problema. ¿Estás bien?

      —¡Sí! ¿Y tú? Te he dado bastante fuerte.

      Parece divertido.

      —Sobreviviré.

      Llevo años medio enamorada de este chico. No solo es guapo y tiene un talento inmenso. Cuando le preguntaron por qué no se había clasificado para los Juegos Olímpicos de invierno, miró al periodista a los ojos y le dijo: «Porque no he sido lo bastante bueno». No mencionó que poco antes de las pruebas había pasado por una operación quirúrgica. No hay excusas que valgan. Es su crítico más duro. Me encanta.

      Me levanto las gafas para ver qué le pasa a mi tabla.

      —Te vi en los campeonatos de Inglaterra el año pasado.

      —Sí, y yo a ti —respondo.

      Ruborizada por cómo me mira, examino la tabla.

      —Las cintas se han vuelto a soltar. ¿Tienes un destornillador?

      —Vamos a ver. —Curtis se inclina sobre la tabla y agarra la cinta con sus grandes manos. Su pelo es rubio, pero más oscuro que el de su hermana, y lo lleva muy corto. Tiene la piel dorada, pero pálida en la zona cubierta por las gafas protectoras, alrededor de los ojos.

      —¡Eh, Sass! —grita.

      Ahí está, observándonos.

      —¿Qué has hecho con mi destornillador? —le pregunta.

      Se acerca con un enorme destornillador con mango de color púrpura.

      —Gracias. —Lo cojo.

      Se levanta las gafas de color fucsia hasta el casco, pero no dice nada. Tiene unos ojos increíbles. Los he visto en fotos, pero son más azules en la vida real, incluso más que los de su hermano.

      Aprieto la cinta con todas mis fuerzas porque no quiero que se vuelva a soltar. Ya he tenido que pedirle un destornillador a un tío antes, en la plataforma.

      —¿Quieres que las apriete más? —ofrece Curtis.

      —¿Tengo aspecto de tener un problema en el brazo? —contesto; no puedo evitarlo. Sé que es maleducado, pero ¿de verdad piensa que estaría aquí arriba si no fuera capaz de ajustar mis propias cintas?

      Contiene una sonrisa y me mira de arriba abajo.

      —No, no veo ningún problema.

      Me arden las mejillas. Le devuelvo el destornillador y me fijo en que tiene un desgarro en la parte inferior del pantalón.

      —Dios mío, te he roto los pantalones.

      Su sonrisa se ensancha.

      —No te preocupes, no los pago yo. Puedes caerte encima de mí cuando quieras.

      Este tío es una máquina de flirtear, ¡y delante de su hermana!

      —Qué raro. Es la segunda vez que se me aflojan las cintas hoy —comento, parloteando. Es el efecto que causa en mí.

      Su sonrisa se borra.

      —¿De verdad? —Se gira hacia su hermana.

      ¿Por qué la mira así?

      Saskia se arregla el pelo, que le cae sobre los hombros.

      —Será porque hace más calor. Los agujeros de la base se habrán expandido o algo así.

      —Hoy has hecho sudar a mi hermana —comenta Curtis, pero todavía la mira—. Está haciendo cosas que no sabía que podía hacer.

      El rostro de ella se oscurece. Quizá para alcanzarla no me falta tanto como creo.

      Me ofrece una mano.

      —Hola, soy Saskia.

      —Milla.

      Me sonríe.

      —Lo sé. ¿Vas a salir esta noche? En el Glow Bar celebran una fiesta previa al campeonato.

      Vacilo.

      —No suelo salir antes de un día de competición.

      Saskia ladea la cabeza.

      —¿Por qué no? ¿Tienes miedo?

      Maldigo para mis adentros.

      —No. Allí estaré.

      5

      En la actualidad

      Nos pasamos los «secretos» en el gran salón helado. Todos están escritos con la misma letra manuscrita en mayúsculas.

      —¿Qué pasa aquí? —inquiere Curtis, con una voz peligrosamente tranquila.

      Un mar de caras desconcertadas. Dale aprieta los puños; Brent estrangula el cuello de su botellín de cerveza. Los ojos de Heather van de un rincón a otro.

      Después de todo, no creo que sea Curtis quienquiera que esté detrás del juego. Nadie sería capaz de fingir esa furia contenida, y además no habría dicho esas cosas de su hermana.

      Toma la caja y la sacude con fuerza. Está claro que tiene ganas de hacer lo mismo con nosotros. Sacudirnos lo bastante fuerte como para obtener respuestas.

      En la caja se oye algo. Curtis mete la mano en la apertura de la parte inferior. Se oye un tamborileo.

      —Hay un falso fondo —anuncia. Le da la vuelta y observa el interior acercando el ojo a la ranura larga y estrecha en la parte superior—. Nuestras tarjetas siguen ahí.

      Se hace un silencio ensordecedor. Todos lo rodeamos para verlo.

      Curtis me tiende la caja. Una separación