lo viéramos o lo han preparado de antemano?
—Veamos —dice Brent.
Le paso la caja. La golpea con fuerza y se rompe en pedazos.
—¿Qué sentido tiene todo esto? —murmura Curtis.
Lleva razón. Apuesto a que los secretos que hemos escrito nosotros no tienen el menor interés en comparación con los que Heather ha leído.
Heather agarra uno de los sobres y lo abre.
—«Cuando veo sangre me desmayo».
Nadie la está escuchando.
Los ojos de Curtis echan chispas.
—Alguien ha preparado esto. ¿Quién ha sido?
Nos mira, uno por uno, con dureza y durante un buen rato. Apartamos la vista.
Me cuesta desechar la idea de que fuera él quien nos ha invitado aquí. En parte, es una cuestión de orgullo. Me sentía halagada. Pensaba que significaba algo. Esperaba que así fuera. Entonces, si Curtis no ha organizado la reunión, ¿quién ha sido?
Brent se levanta de un salto.
—A la mierda. Necesito una bebida de verdad.
La puerta se cierra tras él.
Heather tiene puntitos rosas en las mejillas. Más tarde, trataré de pillarla a solas y le preguntaré acerca de Brent, porque tengo que saberlo. Si se acostó con él, ¿fue antes o después de empezar con Dale? ¿Antes o después de que Brent estuviera conmigo?
Dale la acompaña a la ventana y se quedan allí de pie un rato, hablando en voz baja. ¿Le estará preguntando por Brent? Supongo que sí.
No me parece probable que Heather esté detrás de todo esto. Los primeros tres secretos parecían diseñados para humillarla. ¿O es lo que se supone que debo creer? Me parece que antes mentía, cuando me ha hablado de la invitación que había recibido.
Tomo un sorbo de la cerveza. Yo también querría una bebida más fuerte. Doy un respingo. Curtis está detrás de mí. Cuando quiere, se mueve como un gato.
—¿Esto tiene algo que ver contigo, Milla?
—No, por claro que no —respondo.
No parece convencido.
—Háblame de la invitación —le pido—. ¿Cuándo la recibiste?
—Hará unas dos semanas.
—Igual que yo. —No llegó con demasiada antelación, pero lo dejé todo para venir. «Porque pensaba que me habías invitado tú». Quizá no hayamos hablado durante estos últimos diez años, pero no podía dejar pasar la oportunidad de verlo.
—¿Te la enviaron al móvil o al correo electrónico? —pregunto.
—Al correo.
—¿Desde qué dirección? —Debería haberlo comprobado antes, cuando él y Brent me han mostrado los mensajes que habían recibido.
Curtis mira al otro lado de la sala, hacia Dale y Heather.
—M. Anderson, algo así. Una cuenta de Gmail.
—No tengo cuenta de Gmail. La invitación que yo recibí era de C Sparks. También de Gmail.
Pasé un buen rato redactando la respuesta. ¿Debía mencionar a Saskia? ¿Ofrecerle mis condolencias? Pensé en llamarlo. No constaba número de teléfono en la invitación, pero había varios en su página web. Al final me acobardé. Las conversaciones incómodas son más fáciles en persona.
«¡Una idea genial! —escribí—. Allí estaré. Me alegro de saber de ti. ¿Cómo estás?».
Su respuesta llegó al momento: «Qué bien que puedas venir. Nos vemos pronto».
Me sentí decepcionada, pero supuse que estaría ocupado. Y, además, es un hombre. ¿Qué hombre escribe más de lo necesario?
Me termino la cerveza. A diferencia de Brent, Curtis ha envejecido bien. Está afeitado y el hoyuelo en su mentón es claramente visible. Debe de haber viajado al extranjero hace poco porque tiene la piel ligeramente bronceada. Lleva el pelo rubio oscuro un poco más largo que antes, pero le queda bien. Viste una chaqueta de estilo militar de la marca Sparks, con un ribete blanco en las mangas. Últimamente, en las fotografías de las redes sociales toda su familia lleva esa marca de ropa.
O mejor dicho, lo que queda de su familia.
—¿Seguiste en contacto con alguno de ellos? —pregunta Curtis.
—No —respondo.
—¿Ni siquiera con Brent?
¿Lo pregunta por curiosidad o por algo más?
—No.
Hay muchas cosas que quiero preguntarle. Cuánto tiempo pasa en la nieve. Dónde vive. Si sale con alguien. Busco en su rostro las señales de la antigua calidez, o una simple indicación de que ya no me odia.
Pero Curtis solo piensa en una cosa.
—¿Y con alguien más de aquel invierno?
—No.
Me metí en el coche y me alejé conduciendo para dejar la tormenta a mis espaldas. Los borré de mi Facebook. De mi teléfono. De mi vida. Ahora me siento mal por eso, pero quiero arreglar las cosas.
—Pero es fácil encontrarme en internet. Soy entrenadora personal y tengo un blog y una página propia.
Si me ha buscado, no lo deja entrever.
—Ya.
—Supongo que tú también.
—Sí.
Al parecer, Curtis tiene tanto talento para los negocios como lo tenía para el deporte, porque Sparks Snowboarding, la empresa de ropa deportiva de nieve que montó hace siete u ocho años, ha despegado. Y me encanta lo que hace con su empresa. Organiza campamentos de snowboard en Suiza cada verano, invita a niños en riesgo de exclusión y los mezcla con las futuras estrellas del deporte. Hace campaña por la lucha contra el cambio climático, tratando de proteger los glaciares para que las futuras generaciones los disfruten.
Al otro lado de la sala se oye la voz de Dale, más fuerte, aunque la baja cuando se percata de que lo miramos. Heather niega con la cabeza. Su lenguaje corporal es defensivo. No me gusta lo que veo. Si le pone un dedo encima, voy a ir hacia allí.
Brent vuelve con una botella de Jack Daniels y varios vasos.
Tomo uno.
—Buena idea. Quizá me ayude con el frío.
Brent me sirve una copa y lo hace con la mano temblorosa. Doy un sorbo y parpadeo. Dios, es bastante fuerte.
Dale y Heather siguen con la discusión. La voz de él es un rugido sordo; la de Heather, quejumbrosa.
—¿Quieres una, Curtis? —ofrece Brent.
—No, gracias. Bueno, ¿con qué te ganas la vida ahora? —pregunta Curtis.
Brent se sirve una copa, llena hasta arriba, y la vacía de un trago.
—Soy albañil.
No sé qué esperaba, pero no era eso.
—Es el negocio familiar —añade. Debe de haberse percatado de nuestras expresiones.
Ahora que nos lo ha dicho, detecto las señales de su profesión en los hombros anchos, en la dureza de las manos, en la ligera inclinación de la espalda.
Pienso en sus sueños olímpicos y algo dentro de mí se retuerce.
La fama es algo pasajero para la gran mayoría de atletas, pero lo es incluso más en deportes tan peligrosos como el nuestro. Cuando estás en lo más alto, te ponen en un pedestal y te llaman héroe, pero basta un error para que todo termine. Llegar al borde demasiado