tal vez —comenta Curtis—. O zonas de almacenaje.
El pasillo termina en una pared.
—Aquí no hay gran cosa —afirmo mientras deshacemos el camino andado—. ¿Y fuera?
—Está demasiado oscuro como para salir ahora —señala Curtis.
—Pero ¿recuerdas qué había? —inquiero—. Creo que un par de garajes, para los Snowcats.
Son enormes. Las máquinas con las que realizan el mantenimientos de las pistas son gigantescas.
—Tres, creo —responde Curtis.
—Y el cobertizo al pie del telesilla —añade Brent—. Y el quiosco.
—Y el área de descanso exterior —comenta Curtis—. Con tumbonas. Debe de haber una cabaña o algo así para guardarlas.
Volvemos al salón. Heather y Dale todavía no han regresado. Hay más espacio donde buscar abajo que aquí arriba.
Curtis cierra la puerta y baja la voz.
—¿Creéis que Heather y Dale están detrás de todo esto?
Lo miro fijamente.
—¿Por qué lo harían?
—Ni idea.
—No creo —aseguro—. Heather parecía bastante asustada.
—Quizá simplemente sea buena actriz. —Curtis mira a Brent.
Este se encoge de hombros.
—A mí no me mires.
Curtis lanza una patada al aire, hacia la puerta.
—Alguien está jugando con nosotros y no me gusta.
Brent se sirve otro Jack Daniels, generoso. Es interesante ver cómo se enfrentan a la tensión, cada uno a su manera. Brent se está emborrachando, Curtis se está enfureciendo paulatinamente.
—¿Quieres uno, Mills? —ofrece Brent.
Menuda reunión nostálgica. No tiene nada que ver con lo que había imaginado. Suspiro.
—Bueno.
Curtis me toca el brazo.
—Milla.
El déjà vu me pilla con la guardia baja. Una noche, hace diez años, Curtis ya me advirtió que no bebiera más y debería haberle hecho caso, pero no lo hice.
Igual que ahora.
Extiendo el brazo para que Brent me sirva. Debe de estar más afectado de lo que deja entrever, porque le tiembla la mano y derrama whisky sobre mis dedos. Chupo el licor y me tomo la bebida de un trago.
Creo que Curtis se ha fijado en el temblor, porque ahora observa a Brent como si tratara de adivinar de qué es capaz.
Está mirando a la persona equivocada.
8
Hace diez años
Avanzo poco a poco por el altiplano; me laten las sientes y tengo el estómago revuelto. Espero llegar al medio tubo sin vomitar de nuevo.
Han colocado pancartas enormes: Open de Le Rocher. Los competidores con dorsales saltan uno tras otro por el tubo para calentar; otros hacen ejercicios de calentamiento o se ajustan las cintas. Los rostros están tensos, los deportistas se concentran en las piruetas que quieren ejecutar. Igual que yo, si no estuviera demasiado ocupada tratando de no vomitar.
He intentado comer varias veces desde que volví a la habitación tras estar en el Glow Bar anoche, pero lo vomito todo. Estoy furiosa conmigo misma. ¿Cómo he sido tan imbécil? Tengo veintitrés años, no soy una adolescente. La presión de grupo no debería haberme empujado a comportarme como una idiota.
Unos altavoces escupen música hiphop y el sol me taladra el cerebro. Me protejo los ojos y pienso en que ojalá pudiera acurrucarme en una habitación oscura y silenciosa para pasar la resaca durmiendo.
El chico que está a mi lado come un plátano maduro y el estómago me da mil vueltas. Lo huelo. Hay cámaras a ambos lados: de Eurosport, de France 3, un par más. Aprieto los labios. «No vuelvas a vomitar».
Hay un zumbido de idiomas extranjeros en la cola de inscripciones. Al recoger el dorsal de competición, me cruzo con algunas de las chicas de anoche, que llevan la tablas bajo el brazo. Agacho la cabeza porque no quiero verlas riéndose de mí.
Alguien me toca el hombro y Odette se acerca para darme dos besos.
—¿Cómo estás?
Arqueo las cejas.
—¿A ti qué te parece?
Su sonrisa se tiñe de extrañeza.
—¿Cómo?
—Me refiero al vodka.
—¿El vodka?
—El que me pasé toda la noche bebiendo.
El rostro de Odette se ruboriza a medida que le explico lo sucedido. Mira a su alrededor en busca de Saskia, incrédula. Allí está, con su chaqueta blanca de marca Salomon, abrochada hasta el cuello, a punto de lanzarse. Odette se vuelve hacia mí y las palabras salen a borbotones de su boca. Al parecer, Saskia lo organizó antes de que yo entrara en el bar y sugirió que sustituyeran el alcohol por agua, para despistar a la competencia.
—Lo siento muchísimo —se disculpa Odette—. No lo sabía.
A juzgar por su expresión mortificada, la creo.
—¿Qué hay de las demás chicas? ¿Crees que lo sabían?
—Lo dudo.
No sé si eso me hace sentir peor o mejor.
Saskia pasa rápidamente a nuestro lado, en dirección al telesilla. Odette la mira, como si le costara aceptar que su amiga sea capaz de hacer algo así.
Ya he perdido la mitad del tiempo de calentamiento. Agarro mi tabla de snowboard.
—Terminemos con esto. ¿Cómo está el tubo?
Odette y yo subimos juntas al telesilla.
Curtis se ajusta las cintas de la tabla en la cima. Me mira un instante y suelta una maldición.
—Traté de advertírtelo.
—¿Qué? —exclamo—. ¿Lo sabías?
—Lo sospechaba.
Saskia está de pie rodeada de un grupito, riéndose y bromeando. Brent se encuentra con ellos, y también Dale, con su piercing en el labio brillando al sol. Mi ira se acrecenta. Voy hacia ellos y toco a Saskia en el hombro.
Se gira para mirarme. Su expresión me recuerda al gato de mis padres cuando algo despierta su instinto de caza.
—¿Por qué me atacaste así? —espeto, consciente de que Curtis y Odette están detrás de mí.
El grupo se queda callado.
Estoy segura de que Saskia va a negarlo, pero se limita a mirarme, y sus ojos azules no muestran el menor arrepentimiento.
—Porque podía.
—¿Tenías miedo de que te ganara?
No contesta. No tiene que hacerlo. Hoy no la ganaré, se ha asegurado de ello.
Estoy tan furiosa que quiero abofetearla. Siempre he sido una deportista agresiva, tenía que serlo; mi hermano compite con más ferocidad que nadie que conozca. Pero lo hace abiertamente. Esta es una agresividad distinta: femenina, quizá. Más sutil. Y no sé cómo hacerle frente.
Intento que mi enfado no se refleje en mi rostro.
—Espero que seas consciente de que el juego ha comenzado.
Sonríe.