Allie Reynolds

Temblor


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se aclara la garganta. Sospecho lo que va a decir.

      —También la he roto.

      Brent y yo cruzamos una mirada. Estoy segura de que todos pensamos lo mismo. ¿Es Dale el responsable de esto? Pero ¿por qué?

      Curtis camina hacia él.

      —De todas las cosas estúpidas…

      —Vamos, espabila —espeta Dale—. Si hay alguien que nos vigila por las cámaras, seguro que está implicado en esto. Tiene que estarlo.

      —Ya —conviene Curtis—. Necesitamos respuestas. Repasemos las papeletas del juego de mierda. —Gira la cabeza hacia Heather—. ¿Te acostaste con Brent?

      Parpadeo. La sutileza nunca ha sido una de las virtudes de Curtis.

      Los dos hombres se miran. Dale es ligeramente más alto, demasiado para un deportista de snowboard: más de metro ochenta. Pero Curtis tiene la espalda más ancha.

      —¿Y después vas a preguntarme si me acosté con Saskia? —gruñe Dale.

      —¿Lo hiciste? —insiste Curtis.

      —¿Y tú? —replica Dale.

      Curtis lo agarra por los hombros y lo empuja por la plataforma. Unos metros más allá, el suelo se acaba y se convierte en un precipicio hacia la noche. Una delgada barrera de metal es lo único que nos separa del vacío.

      Brent y yo vamos tras ellos. Témpanos afilados como cuchillos cuelgan del techo del porche, sobre nuestras cabezas. Rezo porque no escojan este momento para caerse. Brent se va a por Dale, así que me acerco a Curtis por detrás. Es arriesgado hacerlo cuando está así. En teoría, sé lo que debo hacer. Cuando tu hermano mayor es un jugador de rugby, la autodefensa es una cuestión de supervivencia. Y, además, también vigilé las puertas en un club nocturno de Leadmill, unos años después de dejar el snowboard.

      Espero acordarme de cómo hacerlo. Deslizo el brazo derecho alrededor del cuello de Curtis, el izquierdo por detrás de su cabeza y lo agarro del cuello. En cuanto se da por vencido, aflojo. Curtis se gira hacia mí, estupefacto y furioso a partes iguales.

      Dale se saca a Brent de encima y lo amenaza:

      —Ándate con cuidado. No eres mi persona favorita ahora mismo. —Con los ojos brillantes, Dale se recoloca la chaqueta y vuelve junto a Heather.

      —Tenemos que calmarnos y tratar de comprender de qué va esto —jadeo.

      —¿Qué hay de las taquillas de esquí? —pregunta Curtis—. ¿Estaban abiertas?

      —Todas menos una —aclara Dale.

      —Comprobemos si podemos forzarla —propone Curtis.

      Me cuelgo la mochila a la espalda y cojo la bolsa donde guardo la tabla y el equipo de esquí. No pesan demasiado; al fin y al cabo, solo he venido para dos noches. Y quiero tener mis cosas cerca. Los demás también se cuelgan las bolsas al hombro y lo subimos todo al piso de arriba.

      Las portezuelas de las taquillas están numeradas. Son cien en total y están pintadas de bonitos colores pastel. Las llaves cuelgan de las cerraduras. Paso frente a un par de taquillas y miro dentro. Curtis, un poco más avanzado, hace lo mismo.

      —Ya hemos mirado —afirma Heather.

      Observo la taquilla que está cerrada. Brent tira de la puerta.

      —Tengo un destornillador —dice Curtis.

      —Dame un segundo. —Brent se saca un montón de llaves del bolsillo. Lo observamos mientras separa las llaves del alambre con el que permanecen unidas y lo aplana. Lo mete en la cerradura y lo mueve con pericia.

      Dale se pasea por la entrada principal, como si estuviera a punto de abrir las puertas hacia el exterior.

      «No. Por favor, no». No soportaría oír de nuevo ese sonido. Tarde o temprano, tendremos que abrirla y salir fuera, pero ya estoy lo bastante nerviosa. Necesito calmarme y prepararme mentalmente.

      Dale tropieza y se agarra a la pared para no caerse.

      —Mierda. El suelo está mojado.

      Es cierto. Hay charquitos húmedos en las tablas de madera que llevan a la entrada.

      —¿Son huellas? —pregunto.

      —Eso parece —afirma Curtis, sombrío—. ¿Ha salido alguien?

      Se hace el silencio. Pero si hubieran salido, sus botas estarían mojadas. Compruebo con discreción los zapatos de los demás. ¿Me lo estoy imaginando o la punta de las zapatillas DC de Brent están un poco más oscuras?

      —Eso es —anuncia Brent mientras extrae el alambre.

      Es impresionante, pero siempre ha sido hábil con las manos.

      Nos arremolinamos alrededor de la taquilla cuando abre la portezuela, pero está vacía. Curtis, el que está más cerca, mira el interior dos veces, como si se le acabara de ocurrir algo, y, luego, escudriña nuestros rostros. ¿Pensará que Brent ha abierto la taquilla con excesiva facilidad?

      —Entonces, ¿dónde están nuestros teléfonos? —exige saber Dale.

      —Dímelo tú —replica Curtis.

      Me pongo tensa. Parece que estos dos volverán a enzarzarse en una pelea.

      —¿Podemos comer? —ruega Brent.

      Curtis se gira en su dirección.

      —Tenemos que encontrar los jodidos móviles.

      —Lo sé, pero estoy muerto de hambre.

      Curtis levanta la voz.

      —¿Comprendes lo que está pasando? El teleférico no funciona y no tenemos forma de contactar con nadie. Si no encontramos los teléfonos, estamos atrapados.

      —Yo también tengo hambre —intervengo—. ¿Podemos hablarlo mientras cenamos?

      No lo digo, pero, tal vez, comer algo ayudará a que el alcohol baje un poco y, así, podré pensar con más claridad.

      Heather me mira incrédula.

      —¿Cómo puedes pensar en comer mientras alguien nos hace esto?

      —No sirve de nada estar estresada y, además, hambrienta —declaro.

      Curtis tira de las bolsas y va hacia el restaurante, airado. El resto corremos tras él. Para cuando llegamos, se encuentra en el bar, donde inspecciona la cámara de seguridad que hay en el suelo. Amontonamos las bolsas en una pila.

      Heather señala su bolso con la cabeza.

      —Por favor, vigílalo —pide a Dale, y sale hacia la cocina.

      De reojo, miro las DC de Brent otra vez.

      —¿Tienes las zapatillas mojadas? —pregunto en voz baja.

      Brent se mira los pies.

      —Debe de ser whisky.

      —Ya.

      —Veamos si podemos encender el fuego —dice, y se dirige a la chimenea.

      Supongo que soy tan capaz de encender un fuego como ellos, pero quiero preguntar a Heather por Brent, así que voy a la cocina.

      El aroma a tomate y especias hace que me ruja el estómago. Heather mira qué hay en cada sartén y enciende los fogones.

      —¿Qué hago? —pregunto.

      No cocino. Trato de comer sano, pero, por lo general, todo es crudo, como ensaladas y cosas así, para no tener que meterme en la cocina.

      Heather me entrega una cuchara de madera y señala el guiso.

      —Ponte ahí y remuévelo.

      Es un remolino de movimientos, girando y abriendo armarios en lo que parece un ballet de azar. ¿Cómo se mueve