—la tranquiliza Dale—. Lo encontraremos.
Todos parecen igual de confundidos.
Miro a ambos lados del pasillo. ¿Es posible que los tenga uno de los cuatro o habrá sido alguien más que se encuentre en el edificio? Ojalá pudiera pensar con más claridad. Nada de esto tiene sentido. Siento el efecto del whisky en mi cerebro. A estas alturas, el alcohol pega todavía más fuerte y, además, no he comido desde hace horas.
—Podemos aclarar quién no se los ha llevado —sugiero—. ¿Quién se ha quedado en la sala? Yo he ido al lavabo antes de que empezáramos a jugar.
—¿Te has fijado en si los móviles estaban en la cesta? —pregunta Curtis.
Me esfuerzo por recordar.
—No lo sé.
—Yo he ido a por bebidas —añade Dale—. Tampoco me he fijado. —Mira a Curtis—. ¿Tú por qué has salido?
—Tenía una llamada —contesta Curtis—. Y luego he ido al baño.
—¿A quién has llamado? —pregunto.
Curtis arquea las cejas como si eso no fuera asunto mío.
—¿Y bien? —insiste Dale.
—¿Por qué es relevante? —espeta Curtis.
—Podría serlo —responde Dale.
Curtis me mira, enfadado.
—He llamado a mi madre.
—Yo he salido dos veces —interviene Brent.
—Y Heather acaba de salir ahora mismo —digo—. Mierda. Cualquiera de nosotros podría habérselos llevado.
—¿Y luego qué? —pregunta Curtis.
—Supongo que quien haya sido los habrá escondido en alguna parte —comento.
Los ojos de todo el mundo se posan en el bolso de Heather. Es la única que ha subido con un bolso de mano.
Tengo treinta y tres años y no uso bolsos. Compré uno para llevarlo a la boda de mi amiga Kate. En el pie de la invitación escribió: «No te atrevas a venir con la mochila, Milla». Era de color azul claro, a juego con mi traje de dama de honor, y me sentí ridícula al llevarlo, como una niña que se disfraza de su madre. Después de la boda, lo llevé a la tienda de ropa de segunda mano del barrio.
El bolso de Heather es marrón y, a juzgar por la llamativa etiqueta dorada que cuelga de la cremallera, supongo que es caro. Cuando se percata de que lo miramos, se sonroja y vuelca el contenido encima de la moqueta. Hay un pequeño monedero plateado, pañuelos, tampones y una cantidad ridícula de productos de maquillaje. No hay ningún móvil. Nos mira, desafiante.
—¿Contentos? —Lo guarda todo de nuevo.
—La alternativa es que alguien más se los haya llevado —comenta Curtis.
Heather abre mucho los ojos.
—Pero ¿quién?
—Vosotros diréis —responde Curtis.
Dale abraza a Heather y ella apoya la cabeza en su hombro. Al menos por ahora, vuelven a estar unidos.
—Tenemos que registrar este lugar —continúa Curtis—. En busca de los móviles o de la persona que se los ha llevado.
—Vale. —Brent se acaba el whisky y se dirige a la puerta.
Hago ademán de seguirlo.
—¡Esperad! —grita Heather—. No sabemos quién está ahí fuera.
—Bien pensado —concuerda Curtis—. No creo que las chicas deban quedarse solas.
Dale agarra la mano de Heather.
—Yo me quedaré con Heather.
—Y yo con Milla —dice Curtis.
—No, yo me quedaré con Milla —interviene Brent.
Quizá debería estar agradecida porque les importo, pero no es así. Estoy furiosa. No soporto la idea de que me consideren un ser débil al que hay que proteger por el mero hecho de ser mujer. Soy tan fuerte como hace diez años; de hecho, ahora tengo más fuerza en los brazos, aunque el tren inferior está más debilitado y, si alguien intenta atacarme, tendría que enfrentarse a una pelea bastante dura.
Abro la boca para decirlo. Luego, veo la tensión en la mandíbula de Curtis y en el rostro de Brent. Ninguno de los dos se amedrenta con facilidad. Pienso en los pasillos largos y desiertos. Más vale prevenir que curar, o eso dicen.
—¿Qué os parece si vamos los tres juntos?
Curtis asiente.
—¿Nos vemos aquí de nuevo en veinte minutos?
Dale comprueba el reloj.
—De acuerdo.
—Vosotros id por allí —ordena Curtis, y señala a la izquierda—. Nosotros iremos por el otro lado. Registrad el piso inferior; nosotros nos ocupamos de este.
—¿Eres el jefe o qué? —protesta Dale.
Curtis no responde. En realidad, siempre fue el líder del grupo, aunque yo no solía obedecerlo.
Dale tira de la mano de Heather y se adentran en el pasillo.
—Comprobad las taquillas —grita Curtis—. Y ya que estáis, buscad una línea de teléfono fija. Tiene que haber una.
Nos vamos en la dirección contraria. Naturalmente, Curtis encabeza la expedición. Ya ha sido bastante inquietante recorrer los pasillos antes, pero ahora resulta espeluznante. El edificio Panorama es muy distinto durante la temporada de esquí, cuando por sus paredes resuena el eco de los esquís, los bastones y la charla de los visitantes en invierno. Hoy todo está vacío y demasiado silencioso.
¿Para qué querría alguien llevarse nuestros móviles? No sé qué me asusta más, si la idea de que un completo extraño nos robe o que lo haya hecho una de las personas a las que conozco. O, al menos, que conocía.
Las primeras puertas a la derecha son lavabos.
—¿Compruebo el de mujeres? —propongo.
Curtis empuja la puerta.
—Lo comprobaremos todos.
Hay una hilera de cuatro cubículos cerrados. Miro por debajo de las puertas. Si veo un par de pies…
¡Bang! Casi se me para el corazón, pero es Curtis, que empuja cada puerta de una patada. No hay nadie. Por supuesto que no hay nadie. Brent revisa las papeleras.
Comprobamos los baños de hombres de la misma manera. Una corriente helada me acaricia el cuello y me fijo en que la pequeña ventana está ligeramente entreabierta, menos de un centímetro. Me pongo de puntillas para mirar hacia fuera. Imagino una mano que arroja nuestros móviles, uno a uno, al vacío de la noche oscura. Si eso es lo que ha sucedido, los hemos perdido para siempre, porque esta cara del complejo da a los precipicios. Pero ¿por qué harían algo así?
—¿Esta ventana estaba abierta antes? —pregunto.
Curtis suelta un exabrupto y la cierra.
—No me he fijado.
—Yo tampoco —responde Brent.
La siguiente puerta es un pequeño armario de limpieza que apesta a lejía. Revisamos las pilas de pañuelos de papel y recambios de jabón para los dispensadores. Hay un montón de papel higiénico. Compruebo cada tubo.
Preferiría estar muerta antes que admitirlo, pero me alegro de que hayan venido conmigo. Sobre todo Brent, porque estar al lado de Curtis me pone nerviosa de una manera completamente distinta.
El pasillo se desvía a un lado y hay un recodo con puertas en cada pared, todas cerradas. Me tenso al pasar delante de cada una de