la está riñendo. Saskia me mira otra vez de reojo y, luego, me da la espalda. Curtis indica el tubo. Le está dando indicaciones. Voy a necesitar toda la ayuda del mundo, así que hago un esfuerzo por escuchar lo que dice.
—Esa pared está a pleno sol, así que se deshará más pronto. Ve con cuidado con no engancharte por el borde de la tabla cuando aterrices de las piruetas.
Saskia asiente y se ata las cintas. Curtis se queda sentado y la observa mientras salta. Un tipo barbudo con dorsal de competición choca sus puños con él. Es estadounidense.
Me encajo las ataduras e inspiro profundamente en un intento de preparar mi estómago para las piruetas.
Las palabras de Curtis flotan empujadas por el viento.
—Debería mantenerse dura todo el día.
Qué raro. ¿Le acaba de decir exactamente lo contrario a Saskia o lo he entendido mal?
Al cabo de media hora, ya estoy al borde de un ataque de nervios mientras espero a que digan mi nombre.
—¡Milla Anderson!
Normalmente, llegados a este punto, la calma se apodera de mí y todo pasa a cámara lenta. Mis horas de entrenamiento y visualización dan sus frutos y me permiten ejecutar el salto en modo piloto automático. No obstante, esta vez es como si fuera al doble de velocidad. Me siento mareada incluso cuando estoy en pie, así que no es sorprendente que meta la pata en el primer giro y me caiga al suelo del tubo. Mi segundo salto no es mejor. Y ya estoy fuera.
Me obligo a sentarme en un banco y contemplar el resto de la competición. Voy a tragarme lo que ha pasado y asegurarme de no cometer el mismo error nunca más.
Curtis se mueve con la misma confianza y destreza sobre la nieve que fuera de ella. Sus movimientos limpios y potentes lo llevan hasta la final. Saskia llega a la final femenina y clava varios siete veintes encadenados, con lo que se coloca en la séptima posición, lo cual es impresionante, teniendo en cuenta que estamos en una competición internacional con deportistas de toda Europa. La ganadora es Odette.
Los participantes se reúnen al pie de la plataforma, donde se abrazan y chocan las manos. Abren botellas de champán y rocían a la muchedumbre.
—¡Fiesta en el Glow Bar! —grita alguien.
Parece que soy la única que no celebra nada. Mis dedos se aprietan en un puño cuando oigo que alguien felicita a Saskia. Cojo mi tabla y desaparezco.
Dentro de cuatro meses, Saskia y yo nos enfrentaremos de nuevo en los campeonatos británicos de snowboard. Y la venceré, aunque tenga que dejarme la piel en ello.
9
En la actualidad
La puerta del salón se abre de par en par y doy un respingo. Dale entra detrás de Heather.
Parece furioso.
—Alguien nos ha robado el portátil.
Curtis sale corriendo por la puerta.
—¿Qué pasa? —grito.
—He traído un MacBook.
Lo perseguimos al piso de abajo y por el pasillo. El aire frío me sacude el pelo cuando abre las puertas dobles. Baja los peldaños metálicos de dos en dos. Me alivia ver que nuestras bolsas de viaje están donde las hemos dejado.
Curtis comprueba su mochila.
—Mierda. Mi MacBook tampoco está.
Me fijo en que la cremallera de mi mochila está medio bajada y registro mis cosas, con pánico. Encuentro la cartera y las llaves. No he traído ordenador portátil, lo hago casi todo con el móvil.
Los demás están comprobando las bolsas. Heather escarba a través de capas y capas de ropa.
—¿Os falta algo más? —pregunta Curtis.
—No que yo sepa —comenta Brent.
Estoy tan nerviosa que ni siquiera recuerdo qué he metido en el equipaje.
—No estoy segura.
—Esto no es divertido —critica Heather—. Quiero irme de aquí.
«Piensa, Milla». Mis ojos se posan en la cámara de seguridad que enfoca a la parte superior del ascensor del teleférico que sube hasta la estación. Me coloco delante y agito los brazos.
—¡Hola! ¿Hay alguien ahí?
Curtis recorre la plataforma.
—No puedo creer que haya permitido que pase esto. Debería haber bajado hace media hora.
Sigo agitando los brazos con la esperanza de que el operador nos vea, aunque no pueda oírnos, y vuelva a activar el teleférico.
—Llevo semanas sin hacer una copia de seguridad del portátil —insiste Heather a Dale—. Tenemos que encontrarlo.
—No hace falta que me lo recuerdes —murmura Dale.
Curtis se vuelve hacia él.
—¿Qué hacíais aquí abajo tanto rato?
—Eh —protesta Dale—. No nos cuelgues ese muerto. Antes has salido dos veces de la sala y lo sabes.
Desde luego, Heather y Dale han tenido tiempo de registrar las bolsas y esconder los ordenadores mientras han estado solos aquí abajo, pero lo cierto es que cualquiera de nosotros ha tenido la oportunidad de hacer lo mismo.
¿O habrá sido alguien más?
Sea como fuere, lo han planificado con cuidado. El responsable de esto nos ha instalado arriba, en la sala de actos, suponiendo que no subiríamos las bolsas hasta el segundo piso, como ha ocurrido.
—Hemos buscado por todo el piso de abajo —informa Heather—. Luego me he acordado del ordenador.
—¿Habéis encontrado algo? —pregunta Curtis.
—Un montón de puertas cerradas —responde Dale.
—¿Nadie más? —dice—. ¿O un teléfono fijo?
—Hemos visto dos cajetines para línea telefónica, pero están vacíos —cuenta Heather—. Uno en el bar y otro en la cocina.
¿Vacíos porque alguien ha arrancado la línea? Por la expresión de su rostro, eso es lo que cree.
—¿Qué son las puertas cerradas? —inquiere Heather.
—¿Habéis encontrado alguna habitación de control central? —añade Curtis—. ¿O una sala de rescate de montaña? ¿Primeros auxilios?
—No.
—Bueno, pues vamos a ver… —Curtis golpea la portezuela de la cabina del operario del teleférico. Está cerrada, por supuesto. Apoya la mano en el cristal y trata de mirar por la ventana.
Hago lo mismo.
—¿Algún rastro de teléfono o de radio?
—No —confirma con tono frustrado.
Brent se acerca para ver mejor. Un ruido de cristales rotos nos hace girar en redondo. La cámara de seguridad está hecha pedazos sobre el suelo de cemento. Con la tabla de nieve en alto, Dale está junto a lo que queda del mecanismo. Parpadeo y miro los pedazos de la cámara, asombrada.
—¿Por qué has hecho eso? —ruge Curtis.
Dale baja la tabla.
—No queremos que nos vigilen, ¿verdad?
Lucho por conservar la calma.
—Pero podrían habernos rescatado.
Curtis recoge el pedazo más grande. No nos hace falta ningún electricista para que nos diga que la cámara no se puede reparar. Lo tira a un lado.
—Acabas