un gran salón, donde se suelen celebrar bodas y otros eventos. Es una fuente de ingresos práctica para estaciones de esquí modestas como esta, en especial durante la temporada baja. Solo lo he visto en fotografías, pero será donde han ido los demás, porque he comprobado todos los rincones de esta planta.
Aquí están las escaleras. En lo alto hay una pesada puerta ignífuga y el aire al otro lado parece todavía más frío. Llega un olor tenue, conocido. ¿Qué es? Quizá el perfume de Heather.
Oigo voces al otro lado de la puerta que hay a la derecha.
«¡Alto!», reza un cartel. «Empieza el juego. Hay que dejar los teléfonos en la cesta».
Exhalo. Un juego. Una especie de concurso, quizá, algo acerca del esquí y del snowboard o de lo que recordamos los unos de los otros. Algo que dé pie a hablar de los viejos tiempos. Típico de Curtis, decir qué debemos hacer, sin nada que nos distraiga de sus planes. Voy a dejar el móvil en la cesta. A menos que…
Me fijo otra vez en el cartel. «Empieza el juego». Una vez le dije eso mismo a… No. Es una frase de lo más normal. No significa nada. Dejo el móvil encima de los otros cuatro y entro en la sala.
El salón se proyecta sobre la montaña. La alfombra es espesa y mullida, blanca para imitar la nieve del exterior, y los muebles blancos y plateados son, sin duda, ridículamente caros. Hay sillones forrados de satén y mesas de vidrio y metal. La opulencia contrasta con el mobiliario rústico y modesto del piso de abajo. Incluso el olor es distinto. Ya no huele a madera quemada, sino a pintura fresca.
La pared del fondo está cubierta por ventanales y cortinas de terciopelo blanco atadas con una cuerda. La vista debe de ser espectacular durante el día, pero ahora solo se ve una total oscuridad. No hay luz. En nuestra situación resulta inquietante, pero, por lo demás, es un espacio precioso para una boda.
Si es que uno es capaz de olvidar las vidas que este glaciar se ha cobrado.
Y los cuerpos que todavía encierra.
«No pienses en eso».
Aquí hace tanto frío que veo mi aliento. También hay humedad. Es probable que no hayan utilizado esta sala durante meses. Todos los demás se han servido una copa. Hay una cerveza solitaria en una bandeja cercana, una Kronenbourg 1664. El cristal está frío al contacto con mi palma. Antes me encantaban los botellines de cerveza francesa, dulce y espumosa. No he bebido ninguna desde la última vez que estuve aquí.
De nuevo nos encontramos los cinco. El personal estará por los pasillos. Curtis mira hacia la puerta. ¿Qué planea?
Las uñas primorosamente pintadas de Heather se curvan sobre mi brazo.
—¿Has visto el juego?
—¿Qué juego?
Tira de mí y cruzamos la alfombra hasta una mesita sobre la que descansa una caja alta de madera. Al lado hay bolígrafos, sobres y tarjetas de papel de buena calidad. Y una hoja impresa con la frase: «Para romper el hielo». La caligrafía es elegante, como la que suele usarse en los servicios de los funerales.
Y en las bodas, me recuerdo enseguida.
«Escribe un secreto, algo sobre ti que ninguno de los demás sepa. Mételo en la caja, dentro de un sobre. Después, sacad los sobres de uno en uno y tratad de adivinar quién lo ha escrito».
Miro a Curtis otra vez. Me divierte que se haya esforzado tanto, cuando nos habríamos conformado con tomar algo y emborracharnos juntos. Pasa a mi lado en dirección a la ventana. Frota el vidrio para limpiar la condensación y mira hacia fuera. La fluidez de sus movimientos siempre me recordó a los de un gimnasta, y eso no ha cambiado; todavía posee la misma gracia poderosa y felina.
Necesito tomar más alcohol antes de acercarme a él, así que me dirijo hacia Brent. Me sorprende ver una cerveza en su mano. No solía beber.
—¿Has practicado snowboard últimamente? —pregunto.
—Una vez al año —responde—. Es lo único que puedo permitirme. Pero sí que voy mucho en monopatín.
—Se nota, por cómo tienes las zapatillas.
La puntera de sus DC está tan gastada que veo el calcetín. La marca había sido su patrocinador, pero supongo que habrá tenido que comprar este par. Me conmueve que se haya mantenido leal a la marca, pero así es Brent.
Solo tenía veintiún años aquel invierno, con la energía y la larguirucha figura de un adolescente. Ahora está un poco más fornido. Es difícil de asegurar por la ropa ancha que viste, pero parece que aún está en forma. Y todavía lleva los tejanos colgando sobre el trasero.
Sus facciones oscuras y elegantes, cortesía de su padre indio, le brindaron una breve trayectoria de éxito como modelo antes de que su carrera en el snowboard despegara. De vez en cuando, compruebo por internet cómo le va, pero su Instagram no revela demasiado. Me gustaría preguntarle si sale con alguien, o incluso si tiene hijos, pero no quiero que me malinterprete. Necesito saber que es feliz.
—¿De verdad no me invitaste tú? —pregunta Brent.
—No, ya te lo he dicho.
Curtis me mira desde el otro lado del salón, con aspecto… ¿preocupado? Probablemente se preguntará dónde está el personal.
—¿Aún practicas snowboard? —inquiere Brent, que se esfuerza por llevar la conversación a un territorio seguro.
—No desde que me fui de aquí —respondo.
—¿De verdad? ¿Ni una sola vez?
—Estoy demasiado ocupada. —Percibo su sorpresa. En aquella época, yo solo pensaba en el snowboard e imaginaba que seguiría practicándolo hasta que la edad no me lo permitiera.
Lo cierto es que ahora me aterroriza. Me aterroriza en quién me convierte y las vidas que podría destruir. En cuanto me ato las botas, no me importa nada más.
Brent no sabe lo que hice, al menos no del todo. Ninguno de ellos lo sabe.
Y mi intención es que siga siendo así.
3
Heather aplaude para atraer la atención de los demás.
—A romper el hielo.
—Estoy muerto de hambre —se queja Brent.
—Yo también —añado—. He visto que había un guiso en la cocina.
Heather hace un mohín de decepción.
—Vamos, será divertido. Comeremos después.
¿Siempre ha sido tan inaguantable o el matrimonio la ha hecho más mandona? Se bebe de un trago el resto de la copa de vino. Quizá solo está borracha.
Brent rezonga, pero Heather reparte las tarjetas, los bolígrafos y los sobres. Miro a Curtis de nuevo, pero pasa por mi lado y sale de la habitación.
—¿Qué se supone que debemos escribir? —pregunta Brent.
—Algo interesante que nadie más sepa —explica Heather.
Tengo la boca seca. Me termino la cerveza, pero es ese tipo de sequedad que ninguna cantidad de alcohol logra paliar. Lo sé porque lo intenté cuando me marché hace diez años.
Mordisqueo la punta del bolígrafo y me esfuerzo por pensar en algo divertido que revelar. Oigo la voz de Curtis en el pasillo. Tiene el teléfono en la oreja. Típico, nos obliga a entregar los móviles mientras él utiliza el suyo. ¿Estará hablando con su novia? Se da cuenta de que lo observo y cierra la puerta.
Miro mi tarjeta, pero tengo demasiado frío y hambre como para pensar. Al final solo escribo: «Tengo un gato que se llama Indy».
Brent ha desaparecido. Deslizo mi secreto en un sobre y lo meto por la ranura de la parte superior de la caja. ¿De dónde ha sacado Curtis este