Sectiva Lozano Aguilera

María y Sectiva


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atravesaba como cada día al atardecer ese camino verdeante y oloroso del monte, para acarrear el agua con su cántaro apoyado en la cadera. La brisa, ondeando al viento su falda, dejaba ver sus bonitas y largas piernas, mientras ella pudorosa, intentaba evitarlo una y otra vez colocando la enagua en su sitio. Y de repente, ¡lo vio, allí estaba él! no era una ilusión, era el mismo de ayer y de antes de ayer. Allí estaba él esperándola como cada día desde que la vio por primera vez llenando su cántaro en la fuente. Cuando María lo vio, su corazón se aceleró como un caballo desbocado. Sumisa y avergonzada bajó la cabeza como lo hacían las mozas de su tiempo. María solo tenía quince años en 1921 y el amor le atravesó de repente como una flecha.

      Ella nos contaba a mis hermanos y a mí, que cuando lo vio por primera vez en la fuente abrevando su rebaño de ovejas, se quedó parada. No podía apartar la vista de aquellos ojos negros y penetrantes que a su vez no se apartaban de ella. Fue como un huracán que le atravesó todo el cuerpo obligando a su joven corazón a dar brincos como un potro salvaje.

      Casi con su cántaro a medio llenar, María emprendió la huida por el camino del monte y no paró hasta llegar a su casa, situada en una ladera llamada La Estellá. Allí vivía con sus padres Antonio y Leonor, más sus dos hermanos mayores Antonio y Manuel.

      Tuvo que pararse debajo de la gran encina que había enfrente de su casa a fin de calmar su nerviosismo. No podía permitir que su madre la viese agitada porque la habría atiborrado a preguntas que ella no sabría contestar. Aquella noche no pudo dormir asaltada en cada recodo de su sueño por aquel pastor que le doblaba la edad y que, desde hacía ya unos días, la esperaba cada tarde en la fuente sin mediar palabra alguna. La miraba con aquella intensidad como si quisiera grabarla en su mente para siempre. Aquel día, María supo que algo había sucedido en su vida y en su corazón. Su cuerpo se echaba a temblar con tan solo pensar en el momento que se volvieran a cruzar. Pero… ¿por qué, si ese hombre nunca le había dicho una palabra? Esa incertidumbre la sumía en un estado dulce y salvaje al mismo tiempo, que su joven corazón no sabía cómo controlar. Quería ir a por el agua de cada día y tenía miedo a la vez porque sabía que él estaría allí dándole vueltas al sombrero en su mano, con la frente descolorida por el sol de la montaña, con su media sonrisa, su brizna de hierba salvaje entre los dientes y sus ojos penetrantes que la miraban de arriba abajo como si quisieran desnudarla de golpe.

      María sabía ya que no podría apartar la mirada de él. Pero… ¿quién era?, ¿cómo se llamaba aquel hombre que de la noche a la mañana le había robado la tranquilidad de su monótona vida? aquel hombre, que no decía nunca nada, solo la miraba de aquella forma casi hiriente, que le atravesaba el corazón sumiéndola en un desasosiego infinito.

      Mi padre, José, la miraba embelesado y asustado a la vez, a sí mismo se decía: “¡Dios mío!, ¿cómo decirle a aquella criatura tan joven e inocente que me he enamorado de ella como un colegial?, ¿cuántos años podría tener? ¿Catorce, quince…?”

      Para mi padre, hombre de montaña y pastor de profesión de su propio rebaño, cuya edad rebosaba ya los treinta años, la idea solamente de abordarla le aterraba. Solo era una niña, “¿qué le diría?, ¿cómo reaccionaría ella? ¿Y si se asustaba y no venía más a por agua a la fuente?”. De todos modos tenía que hablar con ella, así que cogiendo su coraje a dos manos se prometía una y otra vez “de mañana no pasa, mañana le hablo y le digo que estoy perdidamente enamorado de ella”, —pensaba para sí: “mañana te hablo mi niña linda, mañana te lo diré mi niña morena de largas trenzas negras como el azabache, que yo José, pastor de mi rebaño, a quien con la excusa de verte vengo a dar de beber cada día a tu fuente… ¿Querrá escucharme?, ¿cómo se llamará? Mañana en cuanto la vea se lo pregunto”.

      Por el momento es un día bien soleado en el que mis padres van a conocerse mejor: José bajó de su montaña ese día dispuesto a todo. La mayor parte de la noche la había pasado poniendo a punto su plan de ataque hacia esa moza que desde hacía un tiempo le quitaba el sueño. La joven de mirada esquiva y gesto rebelde tendría que vérselas hoy con él. Esa niña grande que nada más ver como él venía hacia ella, cogía su cántaro a medio llenar y se marchaba como una ráfaga de viento. “Pero hoy le cortaré el paso, de hoy no pasa” —pensó José. Se puso sus mejores galas. Quería impresionarla, con lo que se afeitó, se lavó entero de pies a cabeza y decidido a todo, bajó con su rebaño a la Fuente de Las Sanguijuelas a hablar de una vez por todas con esa muchacha. Bajaba de prisa atisbando cada rincón del camino por donde ella debía aparecer, pero ese día María no apareció. Llevaba tiempo espiándola y controlando todas sus idas y venidas. Era su hora de bajar cada día a por el agua, ¿qué podía haber pasado? Estuvo esperándola hasta bien entrada la tarde, hasta que su rebaño ya cansado se había adentrado en el monte dejándolo solo con su desesperación. ¿Estaría enferma? no podía ser, estaba lozana y hermosa, derrochaba salud por los cuatro costados. No había más que verla cuando se cargaba aquellos cántaros de agua enormes sobre sus caderas y a veces hasta se llevaba un cubo de agua en la otra mano. Esta situación no cuadraba. La esperó un poco más, pero ya casi de noche tuvo que rendirse a la evidencia de que María no bajaría ese día a la fuente. Con el corazón en un puño vio como sus ovejas más rezagadas cogían el camino de regreso a su cabaña del monte. Cabizbajo las siguió, resignado con la angustia a flor de piel. Y se dijo para sí: “Bueno, ya veremos mañana qué le ha sucedido”.

      María, moza para todo

      Para María las cosas no eran tan fáciles como él pensaba. En los años de La Primera Guerra Mundial (allá por 1921) la España de entonces no era nada fácil para las hijas únicas como María, vigilada continuamente por sus padres y hermanos. Una chica no tenía los mismos derechos que un varón. Antonio y Manuel habían ido a la escuela, los dos sabían perfectamente leer y escribir, pero en cambio María no había gozado de este privilegio. Ella solo tenía derecho a estar con su madre en casa fregando, cosiendo y aprendiendo a cocinar. Una mujer no debía tener pretensiones literarias para estos menesteres. Además, si resultaba demasiado lista nunca sería una buena esposa. Al menos eso era lo que pensaba Leonor, su madre; analfabeta ella misma. Pero lo que en realidad Leonor quería era que su hija no llegara a casarse nunca, para así tenerla a su servicio hasta el resto de los días. Así pues, María tenía su casa limpia como una patena. Y por las tardes, después de planchar y dar de comer a las gallinas, junto con los tres cerdos de la matanza prevista para Navidad, se dedicaba a acarrear el agua para las necesidades de la casa. Esas eran sus obligaciones de cada día para saber llevar un hogar como Dios manda.

      María era una inversión a largo plazo para sus padres. Eso fue lo que le dijo Leonor a sus dos cuñadas en el duelo del tío Ramón.

      —O sea, ¿qué no quieres que se case? —le preguntó su cuñada Felipa ese día.

      —¡Ojalá! —respondió Leonor. Un problema menos y un buen arreglo para mí, más tarde.

      —Leonor, has tenido suerte, tardía pero cierta, —decía su cuñada Ana— la última que te nació fue una hembra, y así la tendrás para tu vejez. Seguro que no se casa, ¿pero tú la has visto bien con esas patas largas y esas trenzas retorcías en lo alto de la cabeza, que parece una salvaje? En cambio sus hermanos, vaya buenos mozos, ya quisiera yo uno para mi Juana.

      —¿Y qué me dices de mí? —replicó Felipa— que solo he tenido cuatro machos. Cuando sea vieja no estoy esperanzada más que a las nueras.

      María lo había oído todo rezagada, pues estaba detrás de la puerta viendo por la rendija como su tía y su madre amortajaban al tío Ramón. De todas formas María tenía todo esto bien asumido. Que esa sería su obligación hasta el fin de sus días. Porque a decir verdad, esa era la costumbre y además nunca se casaría. Al menos nunca lo había pensado hasta ahora. Por eso siempre obediente aprendía todo lo que su madre le enseñaba, que consistía en todas las faenas de la casa. Además, ya sabía guisar muy bien el puchero con fideos. Unos fideos que hacía ella misma como su madre se lo había enseñado: Primero hacía la masa para varios panes que envolvía en un lienzo blanco para que la masa subiera y hacer los panes más tarde. Ahora tenía que ocuparse primero