de este buen razonamiento, echaron tabaco y fumaron juntos. Después de lo cual mi abuelo se bajó de la montaña.
A mi madre le gustaba la cabaña del monte y sobre todo le encantaba hacer el amor al olor del romero. Siempre nos contaba ese episodio de su vida. No le hubiera importado vivir allí eternamente, pero mi padre y ella solo habían venido a vender su rebaño (esta vez de verdad) y la vieja casa de sus tíos, para volverse a Morón de la Frontera, donde Francisco y Anita María le tenían guardado el rancho arrendado por mi padre, que esta vez sí pagó en propiedad con el buen dinero que había recuperado de sus ovejas. Un rancho hermoso donde acomodó a María, que ya estaba a punto de dar a luz a su segunda hija.
La número seis, yo
Anita María y Francisco no tenían hijos y se quedaron a vivir con mis padres hasta que en 1936 estalló la Guerra Civil Española. Anita Mª ayudaba a mi madre en las tareas de la casa y también la ayudó en esta ocasión a dar a luz a mi hermana Mari. Francisco y mi padre hacían hornos de carbón que luego cargaban en varios borricos que mi padre había comprado y se marchaban a venderlos a Sevilla. Mi padre decía que en Sevilla era la moda de los hornillos de carbón y era cierto, nada más instalarse en cualquier plaza se los quitaban de las manos. A su regreso, traía las alforjas de los borricos llenas de todo lo que hacía falta en la casa de campo donde vivían. Mi padre nunca pudo vivir en otro sitio que no fuera el campo, con su olor a plantas frescas. En cada viaje (que casi siempre duraba varios días), mi padre se empleaba a fondo para traerle a mi madre todo cuánto esta le había encargado: hilo, agujas… (a mi madre le gustaba la costura). Y para la casa: harina, café, azúcar, y garbanzos para su puchero de fideos. Pero sobre todo golosinas para las niñas, que ya eran dos (Mari y Modesta). Mis padres tendrán así hasta cinco hijos, por el momento (uno cada dos años cronometrados al punto y todos en años pares): Mari en 1924, Modesta en 1926, José en 1928, Antonio en 1930, Romualdo en 1932, y cerraron la fábrica, pero eso fue sin contar conmigo. Por aquel entonces yo me paseaba por esos limbos hasta que un día: “¡Zaaassss!” llamé a su puerta. Pero eso fue cuatro años más tarde y un poco despistada, puesto que el camino había sido borrado. Lo que no falló fue el año par, 1936, claro que si yo hubiera sabido la que se avecinaba, seguramente me lo habría pensado mejor y me hubiese quedado en el otro lado, pero la verdad es que siempre he sido muy curiosa y quería saber lo que había en este.
Lo cierto es que llegué con mucha prisa, mis padres, junto con Anita María y Francisco estaban recogiendo las aceitunas casi a finales de enero y mi madre gritó de pronto:
—¡José tiéndeme la manta y enciende un fuego que se me cae este niño!
—Pero María si todavía falta más de…
—¡Corre, corre!, ¡extiéndeme la manta y enciende un fuego!
—¡María, pero si todavía falta más de un mes y medio! —atisbó a decir mi padre que no me esperaba tan pronto.
—¡Corre avisa a Anita María! Pero mi padre no tuvo tiempo de llamar a nadie y pronto se vio con mi cabeza asomando. Justo tuvo tiempo de poner las manos para cogerme.
—¡María, es una niña! ¿Pero qué digo?, ¡esto no es ni una niña!, ¡es un pajarillo!, ¡es minúscula! Y… creo que… creo que está muer…
—¿Muerta?, ¿José, está muerta?
—Sí… No sé… No se mueve… No respira… ¡No puede ser, no puede estar muerta ahora que ha llegado!
Mi padre en su desesperación me cogió por los pies, me sacudió dándome tortas en el culo, pero nada. De pronto se abrió la camisa y poniéndome contra el calor de su cuerpo emprendió una loca carrera alrededor de los olivos y no paró hasta que me oyó llorar.
—¡Lo conseguí María, lo conseguí! Esta solo traía mucho frío, ¡mírala, mírala, minúscula pero viva! ¡Esta es mi niña!, ¡pero qué cabeza más chica, parece una mandarina! La vamos a llamar naranjita. Toma María dale leche a naranjita, esta lo que tiene es frío y hambre.
Mi madre a quién Francisco y Anita María habían acomodado cerca de la hoguera, le decía:
—¿Estás loco?, pero si aún no tengo leche, en todo caso tendré calostros como tus ovejas.
—Lo que sea María, pero arrímale el pezón y verás cómo chupa, que esta trae un hambre que se pela.
Y efectivamente, a penas mi madre me arrimó la teta, dice que pegaba unos chupetones como si quisiera tragarme el mundo. Mi padre estaba eufórico, le gustaban más las niñas que los niños. Decía que eran más bonitas y le decía a María:
—Ya tenemos tres pares: tres niños y tres niñas. Ahora sí que podemos definitivamente echar el cierre. —Y mi madre contesta:
—Te lo recordaré José, te lo recordaré.
—¿Y a esta cómo le pondremos de nombre? —preguntó mi padre, a lo que mi madre contestó:
—Pues Oliva, ¿no ves que ha nacido bajo un olivo?
—De eso nada, ¿mi niña bonita?, ¿Oliva?, ni hablar, que tiene un hueso dentro. Tiene que ser algo especial. Un nombre que nadie tenga. Déjame pensar María. Y vaya si lo pensó… Me puso un nombre tan raro que ni siquiera está en el calendario del Cristianismo. Desde entonces solo tengo cumpleaños, nunca santos. Me llamo Sectiva. Por el momento todo va muy bien, pero será más adelante cuando este nombre me traerá alguna que otra complicación. Primero a mi madre y luego a mí, por ejemplo a la hora de casarme. Tuve que recorrer tres iglesias antes de encontrar un cura que aceptara casarme con este nombre ateo según ellos. Con lo de mi nombre por poco mis padres discuten por primera vez. Mi padre decía que yo hacía el número seis de sus hijos y que tenía que llevar un nombre que empezara por “S”. Mi madre que era muy guasona le dijo:
—¿Por qué no le pones a la niña un número en la frente y así terminamos antes?
—Ríete, ríete borrica, pero el nombre de mi niña no lo llevará nadie más. —Mi nombre lo he buscado por todos sitios, hasta en el extranjero, pero no hay otro igual. Gracias papá, tenías razón. Me llamo como nadie.
La vida de mis padres era placentera. Ellos eran muy felices. Se habían juntado muy enamorados contra todo y contra todos. Tenían cuanto habían deseado. Un rancho en el campo, seis hijos preciosos, y trabajaban para ellos mismos. Tenían olivos, un prado para el trigo y unos amigos maravillosos. Mi madre tenía su gallinero, Francisco José cultivaba un huerto para todos y mi padre criaba sus guarros para la matanza de Navidad. Todo era perfecto en aquella primavera de 1936. Ya punteaba el verano y yo andaba a gatas. Estábamos en casi la mitad de junio y mi padre y Francisco preparaban la era para poner las gavillas del trigo que serían trilladas, ventadas y almacenadas para el invierno.
Mi padre solo tenía un prado de trigo del que recogía varios costales para el costo de su casa. Él decía que no quería más. Su verdadero trabajo se centraba en sus hornos de carbón, que como él decía, era lo que cada mes le daba dinero contante y sonante. Mi hermana Mari me contaba que el día que mi padre y Francisco volvían de Sevilla con los borricos cargados a tope de todo, siempre era una gran fiesta. Anita María hacía su pastel de harina, huevos y calabaza, que estaba riquísimo, mi madre mataba su mejor gallo del corral y hacía su famosa ensalada (que volvía loco a mi padre), de pimientos, tomates y berenjenas asadas, todo bien aliñado con cebollitas tiernas. Y mi padre le decía:
—María, en cuanto salgo de Sevilla, estoy pensando en tu ensalada. —A lo que mi madre contestaba:
—Ya lo sé, que tú solo piensas en tu estómago.
—Que no, preciosa, que no, anda sal y mira lo que te he traído. Siempre le traía algo especial para ella sola. Ya fuese para la casa o para ella misma. Hoy era una tela de flores para hacerse un vestido. Mi madre estaba en el cielo. Pero lo disimulaba muy bien haciéndole algún reproche.
—José, que no te enteras, te dije que esta vez solo quería telas para las niñas, necesitan vestidos