Sectiva Lozano Aguilera

María y Sectiva


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candil, lo que dio a entender a José que María no estaba descontenta de verlo. Quería protegerlo. Con la oscuridad, si alguien salía de la casa en ese momento no podrían verlo.

      —¡Dios mío!, ¿estás loco?, ¿qué haces aquí?, si mi padre o mis hermanos te ven te despellejarán vivo. ¡Vete, vete de aquí ahora mismo!

      —No puedo María, tenía que verte. Hace días que no bajas a la fuente, y yo me vuelvo loco sin verte.

      Si hubiese habido luz, José hubiera visto los colores que subieron a las mejillas de María en ese momento.

      —¿Y quién te ha dicho que yo quiera verte? ¡Pedazo de orgullo mal criado, ovejero!

      —Yo sé que sí, me lo decían tus ojos cada vez que me mirabas en la fuente.

      —Te matarán, te arrancarán la piel a tiras si te ven por aquí mis hermanos o mi padre.

      —¿Pero por qué no bajas a la fuente?, justo el día que pensaba hablar contigo desapareciste.

      —Claro, mi tía Juana nos vio juntos en la fuente y se lo dijo a mi madre, desde entonces no me dejan acarrear el agua, estoy más vigilada que la Ruana (la Ruana era la rica del condado, que cuando salía de su casa para ir a misa, llevaba tantos collares alrededor de su cuello que siempre llevaba un sirviente delante y otro detrás por miedo a que se los robaran).

      —No importa, de todas formas pienso venir en pleno día a hablar con tu padre, porque no creo que sea un delito cortejar a una mocita.

      —Tú no sabes a lo que te expones. Te darán montones de palos. Eso si no te echa mi madre una olla de agua hirviendo como hizo la suya con mi padre cuando fue a pedirla en matrimonio.

      —Pero se casaron, la prueba María, tú estás aquí.

      —Sí, yo estoy aquí, hablando con un ovejero desconocido que de un momento a otro van a colgar del palo más alto de la encina que hay delante de mi casa.

      —Ya no soy un desconocido para ti, pero si tengo que pasar por ahí asumiré las consecuencias…

      Don Antonio Aguilera

      Y así fue como se conocieron realmente María y José, sin darse apenas cuenta hablaron hasta ponerse de acuerdo en cómo podrían verse (a escondidas) sin levantar sospechas. Antes de irse María le preguntó:

      —Oye cabrero, ¿tú dónde vives?

      —En la montaña, en una gran cabaña de troncos donde respiras el olor de las plantas antes de dormirte y donde por la mañana las flores abiertas llenas de rocío te dan los buenos días. Y no soy cabrero, soy pastor de mi rebaño. Oye bonita, ¿y tú cuántos años tienes?

      —Yo… casi veinte.

      —Mentirosa, todo lo más que tienes son dieciocho o diecisiete.

      —¿Y tú?, ¿cuántos tienes tú?

      —Yo veintisiete (mintió él también, por miedo a ser rechazado, pero en realidad tenía treinta y dos, lo que complicaría bastante las cosas a la hora de hablar con el padre de María).

      Pero José no se amedrentó, y quince días más tarde se acicaló todo lo que pudo y después de haber puesto a punto un plan de ataque entre María y él, las veces furtivas que pudieron verse en el gallinero y sin pensar ni un solo instante en la edad de uno o de otro, el caballerete se presentó delante de Don Antonio Aguilera, mi abuelo, (“el ogro de La Estellá” como le llamaban) llevando como presente un buen queso de oveja que él mismo elaboraba en su cabaña del monte. María por precaución se

       había escondido en el último rincón de la casa, donde ella dormía de costumbre. Al abrir la puerta, Don Antonio arqueó las cejas al ver a este hombre que para él era un completo desconocido:

      —Buenas noches, ¿qué desea?

      —Buenas noches Don Antonio, vengo a hablar con usted.

      —¿Nos conocemos?

      —A usted aún no, pero a su hijo Manuel ya lo he visto en la Fuente de Las Sanguijuelas, y a su hija María también. Justamente es por ella por lo que estoy aquí.

      —¿Conoce usted a María?

      —Sí señor, nos vemos en la fuente donde yo voy diariamente a dar de beber a mi rebaño. Es una muchacha muy seria y como Dios manda. Por eso antes de cortejarla quería pedirle permiso a usted. Yo soy un hombre formal, y nunca me atrevería a arrimarme a ella sin su permiso Don Antonio. Mucho permiso y mucho Don Antonio. —Tan ensimismado estaba José dorándole la píldora, que no se percató del par de ostias que Don Antonio le estaba preparando y que le cayeron encima como un tablón. José se quedó blanco de rabia, pero era un hombre pacífico. Solo acertó a decir, pero Don Antonio, yo he venido a verle como se debe hacer antes de abordar a una moza.

      —¡Mi hija no es ninguna moza, y menos para usted que le dobla la edad! Mi hija es una niña que tiene apenas quince años y usted por lo menos cuarenta. ¿Pero qué se ha creído?

      —Treinta y dos Don Antonio, solo treinta y dos, y María me quiere y yo la quiero. Y no tengo prisa en esperar todo el tiempo que haga falta a que sea mayor.

      —Usted pedazo de cabrito no esperará nada ni a nadie, y menos a mi hija, así que fuera de aquí, que apesta a leche de oveja.

      —No señor, no soy yo, es el queso que le he traído de regalo. Aquí está. Eso exasperó aún más a Don Antonio que cogiéndolo de la manga le dio tal empujón que por poco si se estrella con la columna que sostenía la biga de la parra de la entrada de la casa, lanzándole el queso detrás de él. Un poco asustado de aquel viejo furibundo, José echó a correr ladera abajo sin poder evitar el queso que se le venía encima a forma de pedrusco. Pasado el peligro José se volvió y exclamó:

      —¡Volveré Don Antonio, vaya que si volveré!

      Y claro que volvió un mes más tarde, pero esta vez Don Antonio lo estaba esperando con la escopeta de dos cartuchos. La misma que usaba cada día para ir a cazar al monte de donde le traía a su Leonor buenos conejos que ella guisaba con cebollitas tiernas de su huerto. ¿Cómo supo que venía ese día? Probablemente lo estuvo esperando todos los días hasta que por fin lo pilló. Lo cierto es que encañonando a José por el cuello abierto de su camisa le espetó en la cara.

      —¡Escucha ovejero! Te lo advertí, pero no me hiciste caso. Así es que aunque aún estamos lejos de Navidad, te voy a sangrar como a un cochino de matanza. Y reculando dos pasos con la escopeta lo encañonó dispuesto a llenarle a José el cuerpo de plomo. María que desde la ventana de su habitación lo observaba todo con estupor, dio un grito horrible que hizo salir a Leonor de su cocina y precipitándose las dos sobre Don Antonio trataron de quitarle el arma. Pero el hombre era alto y fuerte y no pudieron con él. Viendo esto María se colgó de su cuello a fin de inmovilizarlo y mientras, Leonor ayudó a escapar a José.

      —¡Ande hombre, váyase de aquí y no vuelva jamás! José echó a correr hacia los altos matorrales del monte y en cuanto se puso a salvo gritó:

      —¡Usted lo ha querido Don Antonio!, yo ya no vendré más, pero le juro que tarde o temprano María será mi mujer.

      Fue más bien tarde y cuando pudo, porque por el momento María fue de nuevo encerrada en su cámara con orden de no bajar a la planta baja de la casa, más que cuando Leonor la llamaba para hacer las faenas. María sola en su cuarto pensaba en José y en el tremendo susto que este le había hecho pasar. Porque la verdad es que nunca había visto a su padre tan enfadado y dio gracias a Dios de que sus hermanos estuvieran en el campo a esa hora, porque si no, estaba segura que en este momento su José estaría colgado por los pies de la rama más alta de la encina que había enfrente de la casa. A partir de ese día María vivió recluida en su cámara durante varios meses. Se acabó el ir por agua a la fuente. Se acabó el ir a cerrar por la noche el gallinero. Ni siquiera la dejaban barrer su puerta como tenía por costumbre hacer cada tarde. Su sola distracción consistía en mirar por la gatera