Caroline Anderson

El hombre de ninguna parte - Magia en la Toscana


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siguió avanzando.

      Pero el coche tenía otros planes. Se deslizó con fuerza mientras ella trataba de salir y la nieve les rodeó. El viento golpeaba furiosamente el coche, recordándole lo peligroso de la situación. Apretó con fuerza el volante, pisó el acelerador con más cuidado y avanzó casi a ciegas por la neblina.

      Apenas había recorrido unos cuantos metros cuando chocó contra un montículo con la rueda derecha. El coche resbaló y se quedó en medio del camino, encajado contra el montículo que tenía detrás. Tras unos instantes en los que giró las ruedas inútilmente, Georgia le dio un puñetazo al volante y contuvo un grito de frustración y de pánico.

      –¿Mami?

      –No pasa nada, cariño. Solo nos hemos quedado un poco atrapados. Tengo que ir a echar un vistazo fuera. No tardaré mucho.

      Trató de abrir la puerta pero estaba encajada. Bajó la ventanilla y trató de mirar hacia fuera, protegiéndose los ojos de los cristales de nieve que parecían salidos del Ártico.

      Estaba contra un ventisquero, pegada a él, y no podía abrir la puerta de ningún modo. Subió rápidamente la ventanilla y se sacudió la nieve del pelo.

      –¡Vaya, qué viento! –dijo sonriendo al mirar hacia atrás.

      Pero no consiguió tranquilizar a Josh.

      –No me gusta, mami –dijo con el labio tembloroso.

      –No pasa nada, Josh. Está nevando un poco fuerte en este momento, pero pasará enseguida. Saldré por la otra puerta a ver por qué estamos atrapados.

      –¡No! ¡Quédate, mamá!

      –Cariño, voy a estar fuera. No voy a ninguna parte. Te lo prometo –le lanzó un beso, se acercó a la puerta del copiloto y salió al frío polar para analizar la situación. Le resultó difícil con el viento helado azotándole el pelo contra los ojos y llegándole hasta los huesos, pero comprobó un extremo del coche y luego el otro y se le cayó el alma a los pies.

      Estaba empotrado entre el montículo contra el que había topado a la derecha y la nieve que había caído detrás de ellos, probablemente al impactar de costado. No había nada que pudiera hacer. No podía sacarlo de allí sola. Ya estaba hundido varios centímetros. Pronto el tubo de escape quedaría cubierto de nieve, el motor se calaría y morirían de frío.

      Literalmente.

      Su única esperanza, pensó protegiéndose otra vez los ojos contra la nieve y analizando la situación, estaba en la casa que quedaba tras aquellas intimidantes puertas.

      Easton Court. La casa de Sebastian Corder, el hombre al que había amado con toda su alma, el hombre al que había dejado porque iba tras algo que ella no podía entender ni identificar y que estaba minando su relación.

      Sebastian esperaba que lo dejara todo y le siguiera en un estilo de vida que ella odiaba, que abandonara su carrera, a su familia, incluso sus principios, y cuando le pidió que lo reconsiderara, él se negó, así que Georgia se marchó y dejó su corazón atrás...

      Y ahora su vida y la vida de su hijo podrían depender de él.

      Aquella casa, la casa de la que tanto se había enamorado, la casa del único hombre al que de verdad había amado, era el único lugar del mundo en el que querría estar, su dueño la última persona a la que querría pedirle ayuda. Suponía que Sebastian estaría tan poco contento como ella, pero estaba con Josh y no tenía más opción que tragarse el orgullo y pedirle a Dios que Sebastian estuviera allí.

      Se acercó a la puerta con el corazón latiéndole con fuerza, alzó una mano helada y apartó la nieve del portero automático con dedos temblorosos.

      –Por favor, que estés ahí –susurró–. Por favor, ayúdame –y entonces, con el corazón en la boca, apretó el botón y esperó.

      El persistente zumbido atravesó su concentración y Sebastian dejó lo que estaba haciendo, salvó el documento y se dirigió al vestíbulo.

      Seguramente sería el pedido navideño. Benditas compras por Internet, pensó. Entonces miró por la ventana y parpadeó varias veces seguidas. ¿Cuándo había empezado a nevar así?

      Miró la pantalla del portero automático y frunció el ceño. Durante un instante no vio nada más que un torbellino blanco, y entonces la pantalla se aclaró un momento y distinguió la figura de una mujer arrebujada en su abrigo con las manos bajo los brazos. Entonces ella extendió una mano para limpiar la nieve del portero automático y la vio con claridad.

      ¿Georgia?

      Sintió cómo la sangre dejaba de irrigarle el cerebro y contuvo el aliento. No. No podía ser. Era un espejismo, producto de su imaginación, porque cuando estaba en aquella maldita casa no podía dejar de pensar en ella.

      –¿Puedo ayudarla? –le preguntó con voz tirante sin fiarse de lo que veían sus ojos.

      Pero entonces ella se apartó el pelo de la cara, se lo recogió en una coleta y se dio cuenta de que era realmente Georgia. Parecía aliviada cuando escuchó su voz.

      –Sebastian, gracias a Dios que estás ahí. No estaba segura de... soy Georgia. Mira, siento mucho molestarte, pero, ¿puedes ayudarme? Se me ha quedado el coche atrapado justo al lado de tu entrada, y mi teléfono no funciona.

      Él vaciló y contuvo la respiración mientras la miraba fijamente y trataba de encontrar algo a lo que agarrarse en un mundo que de pronto se había salido de su eje. Finalmente consiguió que prevaleciera el sentido común.

      –Espérame ahí. Tal vez pueda sacarte.

      –Gracias.

      Georgia desapareció en medio de una nube blanca y Sebastian soltó el botón con un profundo suspiro. ¿Qué diablos estaba haciendo en aquel camino con aquella tormenta? No habría ido a verle, ¿verdad? ¿Por qué iba a hacerlo? No lo había hecho ni una sola vez en nueve años, y no tenía motivos para pensar que lo hiciera ahora. Él no le importaba lo más mínimo, al menos no lo bastante para haberse quedado a su lado.

      Al final Georgia le había odiado y no podía culparla por ello. Él también se había odiado a sí mismo, pero también a ella por no haber tenido fe en él, por no quedarse a su lado cuando más la necesitaba.

      No, no había ido a verle. Habría ido a pasar la Navidad con sus padres y al utilizar el atajo se veía por pura casualidad atrapada en su casa. Y él no tenía más remedio que salir a ayudarla. Y eso implicaba hablar con ella, verle la cara, escuchar su voz.

      Resucitar toda la carga de recuerdos de un tiempo que preferiría olvidar.

      Pero no podía dejarla allí bajo la tormenta. Y pronto anochecería. La ayudaría a salir y luego le diría adiós rápidamente, antes de que fuera demasiado tarde y tuviera que quedarse allí.

      Dejó escapar un gruñido, agarró las llaves del coche, se puso el abrigo, buscó una pala y una cuerda para remolcar en la caseta del jardín y las puso en la parte de atrás del Range Rover.

      Se dirigió hacia la entrada de su casa con los limpiaparabrisas a toda máquina, pero cuando llegó a las puertas y las abrió con el mando a distancia no había ni rastro de Georgia. Solo huellas en la nieve que giraban hacia la izquierda y luego desaparecían bajo la neblina. Se preguntó dónde diablos estaría.

      Entonces vio el coche a varios metros de allí, con las tenues luces de emergencia apenas visibles a través del manto de nieve. Sebastian dejó el Range Rover en la entrada y salió, hundiendo las botas en la nieve mientras se acercaba a ella. No era de extrañar que se hubiera quedado allí atrapada al salir a la carretera con aquel temporal en aquel coche tan ridículo, pensó. Pero aquella noche no iría a ninguna parte más. Lo que significaba que tendría que quedarse con él.

      Maldición.

      Sebastian sintió cómo la ira se apoderaba de él y reemplazaba el shock. Bien. Era mejor eso que el sentimentalismo. Se subió el cuello del abrigo para enfrentarse al