Caroline Anderson

El hombre de ninguna parte - Magia en la Toscana


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vuelco al corazón.

      –Josh, esa no es nuestra habitación –susurró.

      Pero no obtuvo respuesta, así que no le quedaba más remedio que entrar.

      Empujó suavemente la puerta y miró a su alrededor. Lo primero que vio fue la cama, grande, bonita, con ropa de lino blanco. Contuvo el aliento y apartó la vista de ella.

      No había ni rastro de Josh... pero el armario estaba en la esquina, el armario en el que ella se había escondido, en el que Sebastian la encontró y la besó aquella primera vez.

      –¡Mami, encuéntrame!

      Georgia se llevó una mano al pecho y dejó escapar lentamente el aire. ¿Qué diablos estaba haciendo? No tendría que estar allí, en aquella habitación, en aquella casa. Los recuerdos la estaban volviendo loca.

      Volvió a suspirar y esbozó una sonrisa.

      –Allá voy –canturreó.

      Escuchó aquellas palabras resonando años atrás por los vacíos corredores mientras ella se escondía en el armario y contenía su risa adolescente.

      Y entonces Sebastian la besó y todo cambió...

      Estaban tardando mucho.

      Tal vez había decidido deshacer el equipaje, o bañar a Josh. O tal vez se hubiera perdido.

      Sebastian resopló. Sí, claro. Georgia se conocía la casa como la palma de la mano. Seguramente estaría explorando por su cuenta. Siempre había considerado que la casa era suya. Fue a buscarla llevando el chal de lana suave que había encontrado para la cuna de Josh y vio la puerta de su dormitorio abierta de par en par. Escuchó voces dentro.

      –¡Josh, sal ahora mismo de ahí o bajo sin ti!

      Irritado, Sebastian entró y fue recibido una vez más por aquel delicioso trasero elevado hacia el techo. ¿Lo hacía adrede? Apartó la mirada.

      –¿Algún problema? –preguntó con sequedad.

      Georgia se incorporó de golpe con una mano en el corazón.

      –Me has asustado. Lo siento mucho. La puerta estaba abierta y Josh entró corriendo. Está escondido debajo de la cama y no llego.

      Parecía desesperada y avergonzada, y Sebastian le concedió el beneficio de la duda.

      –¿Y si lo intentamos entre los dos? –sugirió con un amago de sonrisa dirigiéndose al otro lado de la cama y agachándose–. Hola, Josh. Tienes que salir, hombrecito.

      Josh sacudió la cabeza y se rio dirigiéndose hacia el otro lado, donde su madre lo agarró del brazo y tiró suavemente de él.

      –Vamos o te quedarás sin cenar.

      –Quiero galletas.

      Sebastian iba a abrir la boca para decirle que sí cuando vio la mirada de advertencia que Georgia le mandó por debajo de la cama.

      –Nada de galletas –afirmó entonces–. A menos que salgas de ahí ahora mismo y cenes.

      Salió al instante, y Georgia se lo colocó en la cadera. Sonreía a modo de disculpa, tenía el cabello alborotado y se mordía el labio inferior. Sebastian la deseaba tanto que apenas podía respirar.

      El aire estaba cargado de tensión, y se preguntó si ella recordaría que fue allí donde la besó por primera vez. En aquel entonces pensó que había muerto y había ido al Cielo.

      –Has conservado el armario –dijo ella mirando el mueble de reojo.

      Sebastian supo entonces que lo recordaba.

      –Sí, bueno, es útil –gruñó–. He puesto agua a hervir porque tu té se había quedado frío.

      Georgia volvió a apartar la mirada, como había hecho con el armario.

      –Sí. Venga, Josh, vamos a ver si encontramos algo de cenar –se giró sobre los talones y salió de allí con paso apretado.

      Sebastian contuvo el aliento hasta que escuchó sus pasos por el corredor.

      Entonces soltó el aire y se dejó caer pesadamente al borde de la enorme cama con dosel que el interiorista había escogido para él sin consultarle y que le obsesionaba cada vez que entraba allí. Aspiró otra vez con fuerza el aire, pero el aroma de Georgia lo impregnaba todo, así que cerró los ojos y trató de defenderse de la oleada de deseo que se apoderó de él.

      ¿Cómo iba a sobrevivir a aquello? La nieve no había cesado, y la predicción era atroz. Con el viento soplando con tanta fuerza y la nieve cubriendo el camino, no podrían salir de allí en días, con Range Rover o sin él. Maldijo entre dientes, estiró los hombros y se dirigió escaleras abajo.

      Se mantendría alejado de ella. Sería educado pero distante, dejaría que se encargara de la cocina y de su dormitorio y se encerraría en el despacho. Pero cuando se acercó a la cocina y escuchó el sonido de unas voces se sintió atraído como por un imán.

      Georgia se giró con una sonrisa cuando le vio entrar y puso una taza en la mesa.

      –Te he hecho un té.

      –Gracias. ¿Qué va a cenar Josh?

      –No lo sé. ¿Puedo echar un vistazo a ver qué tienes? –sugirió ella.

      –Tú misma –contestó Sebastian asintiendo–. Hay tantas cosas que yo no sabría por dónde empezar.

      Se dejó caer en una silla y observó cómo Georgia miraba en los armarios y regresaba triunfante.

      –¿Pasta con pesto y tomate, Josh?

      El niño asintió y trató de subirse a una silla.

      –Tengo que prepararlo, cariño. Cinco minutos. ¿Por qué no te sientas y lees un libro?

      Pero al parecer la idea le resultaba aburrida, así que se acercó a Sebastian, se apoyó en una de sus piernas y lo miró esperanzado.

      –¿Jugamos al escondite? –le preguntó.

      Sebastian miró a Georgia con cierta desesperación, porque lo último que le apetecía era jugar al escondite con tantos recuerdos a flor de piel.

      –Pero aquí en la cocina no hay donde esconderse, ¿no?

      –Oh, te sorprenderías –aseguró ella con una carcajada cantarina–. Escóndete, Josh. Sebastian contará hasta diez y te buscará. Sabe cómo se juega –aseguró mirándolo con ojos traviesos.

      Sí, claro que sabía cómo se jugaba, sobre todo la parte de encontrar. Georgia nunca se lo había puesto difícil después de la primera vez.

      Sebastian cerró los ojos un instante, y cuando volvió a abrirlos, ella estaba cortando tomates. Entonces contó hasta diez, asaltado por los recuerdos que se negaban a permanecer en silencio, se puso de pie y dijo:

      –¡Voy!

      Sus miradas se cruzaron y Sebastian sintió cómo el corazón le golpeaba las costillas. La tensión era palpable en el ambiente. Georgia se dio entonces la vuelta y él pudo volver a respirar con normalidad.

      –¿Ya se ha dormido?

      –Sí, por fin. Siento que haya tardado tanto.

      –Es normal, no conoce la casa. ¿Estará bien ahí arriba solo?

      –Sí, además tengo el intercomunicador para bebés.

      Sebastian asintió. Estaba sentado frente a la estufa con las piernas estiradas y cruzadas a la altura de los tobillos, un brazo apoyado en la mesa del comedor y una copa de vino en la mano. Deslizó la botella hacia Georgia.

      –Pruébalo. Está bueno. He encontrado unas pechugas de pavo para cenar.

      Ella se sirvió un poco en el vaso limpio que había sobre