Caroline Anderson

El hombre de ninguna parte - Magia en la Toscana


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para él.

      Y en el proceso había descubierto cómo hacer dinero. Mucho dinero. El suficiente como para poder cambiar la vida de muchos niños. O eso esperaba. Las obras benéficas que apoyaba parecían pensar que así era.

      Pero Georgia le importaba, y ella tenía razón. No encontró tiempo para ella en medio de todo aquello.

      Sí, había sido duro. Para los dos. Él llevaba una vida frenética, trabajando todo el día, entablando relaciones durante las noches: cenas con personas influyentes, cócteles, fiestas para recaudar fondos... una sucesión interminable de oportunidades para conocer gente y forjar potenciales alianzas beneficiosas.

      Aquello había supuesto trabajar dieciocho horas al día siete días a la semana. Apenas le quedaba tiempo para nada, y por supuesto, tenía que vivir en Londres. Y eso no era compatible con la visión que Georgia tenía de la relación, no con su deseo de seguir con su carrera... aunque ahora no parecía haber ni rastro de ella.

      Su deseo había sido ir a la Universidad de Norwich, conseguir la licenciatura en Ciencias Biológicas y trabajar en el campo de la investigación. Pero al parecer ahora trabajaba de secretaria virtual con un jefe «muy comprensivo».

      Aquel no era su plan de vida, pensó Sebastian con cierta amargura.

      Sacudió la cabeza disgustado, se apartó de la puerta y bajó a la cocina. Se remangó y se dispuso a fregar los cacharros de la cena. Necesitaba algo que hacer.

      El baño fue una pérdida de tiempo.

      Tendría que haber sido algo relajante y maravilloso, y sin embargo se quedó tumbada en el agua caliente, incapaz de relajarse, incapaz de liberarse de la culpa que la aplastaba.

      Salió, se secó con lo que le pareció la toalla más suave del mundo y se puso ropa limpia. Nada de camisón, sino vaqueros, sudadera y unas zapatillas. Agarró el intercomunicador y bajó en silencio las escaleras para ir en su busca.

      La puerta de la cocina estaba entreabierta y le escuchó moverse allí dentro, seguramente limpiando. Georgia sintió otra punzada de culpabilidad. No tendría que haberse ido así, sin ofrecerse antes a ayudarlo, pero Sebastian estaba insistiendo tanto y parecía tan enfadado...

      Abrió la puerta del todo y entró. Sebastian se dio la vuelta y la miró.

      –Creí que te habías ido a acostar.

      Georgia sacudió la cabeza.

      –No he sido justa contigo en este momento. Sé que te importaba –dijo con voz repentinamente entrecortada.

      Sebastian se quedó muy quieto y luego se giró, agarró un trapo y se dispuso a secar los platos.

      –Entonces, ¿por qué lo has dicho?

      –Porque era lo que parecía. Daba la impresión de que solo te importaba tu carrera, tu vida, tus planes para el futuro. Nunca había tiempo para nosotros, siempre eras tú y solo tú. Tú y tus nuevos amigos triunfadores, tú y tu meteórico ascenso hacia la cima. Sabías que quería terminar la carrera, pero eso no te parecía importante.

      Sebastian se giró hacia ella con el trapo en la mano.

      –Bueno, al parecer ya no es importante para ti tampoco, ¿verdad? Tienes un trabajo que podrías hacer perfectamente en Londres y que no tiene nada que ver con la investigación biológica.

      –No ha sido mi elección, y además tampoco es cierto del todo. Trabajo para mi antiguo jefe en Cambridge. Empecé mi tesis y estaba trabajando en investigación cuando conocí a David.

      –Y entonces lo tuviste todo –intervino él con amargura–. Todo lo que siempre quisiste. Tu carrera, el matrimonio, un hijo...

      –No –lo interrumpió Georgia–. No, no lo tenía todo, Sebastian. No te tenía a ti. Pero tú dejaste claro que querías conquistar el mundo y yo odiaba tu nuevo estilo de vida y en lo que te habías convertido. Me sentía sola y abandonada. Y tú viajabas por todo el mundo para ganar más dinero...

      –No era una cuestión de dinero. Nunca lo fue. Se me daba bien ganarlo, pero eso vino añadido. Sé cómo reflotar las empresas, cómo hacer que las cosas funcionen.

      –No conseguiste que nuestra relación funcionara.

      Sus palabras cayeron como piedras en el pozo oscuro de sus emociones.

      –No, al parecer no –Sebastian dejó el trapo en el fregadero y apoyó los brazos en la encimera–. Pero tú tampoco. Era una cuestión de dos, de dar y tomar.

      –Lo único que tú hacías era tomar.

      Sebastian se dio la vuelta entonces y la miró a los ojos. Georgia vio el dolor reflejado en su rostro y también algo parecido al arrepentimiento.

      –Yo te habría dado el mundo entero.

      –¡Yo no quería el mundo! Te quería a ti, pero tú nunca estabas.

      –Por eso me dejaste. ¿Te hizo eso feliz?

      Georgia cerró los ojos.

      –Por supuesto que no, pero poco a poco dejó de dolerme tanto. Entonces me mudé a Cambridge y conocí a David. Era un hombre amable y divertido, y yo le importaba de verdad, Sebastian.

      –¿Y bastó con eso, con que fuera amable y divertido?

      Ella lo miró con frialdad.

      –Es más de lo tú me dabas al final.

      Sebastian apretó las mandíbulas de un modo casi imperceptible, pero ignoró el comentario y cambió de te-

      ma.

      –¿Y qué paso con tu doctorado?

      –Descubrí que estaba embarazada, pero para entonces a él le habían trasladado a Huntingdon y yo tenía que hacer largos trayectos para desplazarme. Entonces el mercado inmobiliario se vino abajo. Así que me puse en contacto con mi profesor y él me ofreció este trabajo con el que podíamos mantenernos. Entonces, justo después de que naciera Josh, David murió.

      –¿Y le echas de menos? –preguntó Sebastian con naturalidad.

      Pero en sus ojos había algo extraño, algo intenso y perturbador. ¿Serían celos?

      –Sí, por supuesto que le echo de menos –murmuró ella–. Pero la vida sigue y tengo a Josh, así que estoy bien. Era un hombre bueno y yo lo quería, merecía más de mí de lo que yo podía darle, pero nunca sentí por él lo que sentí por ti, nunca sentí que me faltaba al aire si él no estaba. Como si no hubiera colores, ni música ni poesía.

      Los ojos de Sebastian ardían cuando los clavó en los suyos.

      –Y sin embargo me dejaste. Renunciaste a nosotros.

      –Porque me estaba matando, Sebastian. No tenías tiempo para mí, me echaste de tu vida y me rompiste el corazón. Así que no quise que nadie volviera a acercarse tanto a mí. No, no sentía por David lo que sentía por ti. Pero me quería, cuidó de mí y me hizo feliz.

      –¡Tú eras mía! –le espetó Sebastian con aspereza–. Y le diste a él todo lo que me habías prometido a mí. Matrimonio. Un hijo. Un hogar. Maldita sea, Georgia, teníamos tantos sueños... ¿cómo pudiste dejarme? Yo te amaba. Tú sabías que te amaba.

      La voz se le quebró al pronunciar la última frase y a ella se le llenaron los ojos de lágrimas. Los cerró para no verle, incapaz de observar su rostro mientras desnudaba su alma ante ella.

      –Lo siento –dijo con el corazón encogido por tantos dolores, equivocaciones y pérdidas–. Si te sirve de algo, yo también te amaba. Se me rompió el corazón al dejarte.

      Georgia le escuchó maldecir entre dientes y luego oyó cómo se le acercaba.

      –No llores, Georgia. No más lágrimas. Lo siento.

      Ella sintió sus manos en los hombros, sintió cómo la atraía hacia su pecho y, exhalando un desgarrado