Jan Carson

Los incendiarios


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cuando hay sol, no es más que una especie de nube que sirve para que la lluvia se meta detrás. Esta no es una ciudad como Barcelona o París, ni siquiera como Ámsterdam. Esta es una ciudad como una palabra que antes era negativa y que ahora necesita que la rediman; queer es el ejemplo más inmediato.

      No es que este lugar no tenga ningún encanto. Pese a que la ciudad hace todo lo posible por decepcionar, la gente no se marcha y quienes lo hacen regresan una y otra vez. Dicen: «Es por la gente», y «Es muy difícil encontrar personas como las de aquí». Dicen: «Por el clima no hemos venido, eso está claro». En todas las versiones hay algo de verdad.

      Sammy Agnew conoce esta ciudad de toda la vida. Tiene el mapa de sus callecitas y sus ríos grabado en la piel, como unas segundas huellas dactilares. Cuando habla, son las palabras afiladas y correosas de esta ciudad las que salen de su boca. No soporta oír el sonido de su propia voz. Sammy no soporta este lugar y tampoco es capaz de condenarlo del todo. Daría cualquier cosa por poder borrárselo de la piel a fuerza de restregarse. Marcharse y volver a empezar, en algún lugar con mejor clima, como Florida o Benidorm. Algún lugar que no se parezca tanto a una pecera. Lo ha intentado. Sabe Dios que lo ha intentado por todos los medios. Pero este lugar es como un imán: lo atrae, lo arrastra, tira de él hasta traerlo de vuelta. Por muy lejos que se vaya, por aire, por mar o en sus pensamientos cotidianos —donde más difícil es adquirir perspectiva—, seguirá siendo hijo de esta ciudad; un hijo desleal, pero en todo caso ligado a ella.

      Ahora Sammy se mantiene apartado del centro de la acción, al otro lado de la línea que separa los barrios buenos de los no tan buenos. Sabe que no está por encima de todo esto. El hedor del que ha salido de los bajos fondos no se quita con jabón ni con una distancia prudencial. Él es este lugar, igual que sus hijos son este lugar. Esto no es necesariamente algo bueno con lo que cargar sobre los hombros, sin embargo hoy en día está empezando a surgir una especie de vaga esperanza en la ciudad, sobre todo entre los jóvenes. Hay incluso individuos orgullosos de decir con la cabeza bien alta: «Soy de aquí y a mucha honra». Sammy piensa que son unos insensatos. Tiene miedo por sus hijos, sobre todo por su hijo. Hay cierta dureza en el chico, una dureza particular de este lugar. La dureza no es el peor rasgo que se puede tener en una ciudad tan dada a decepcionar. Pero Sammy sabe que, si se deja que fermente, la dureza engendra ira y que lo siguiente a la ira es la crueldad, y es eso lo que ve cada vez que mira a Mark: cómo esta ciudad está corrompiendo a su hijo igual que en el pasado lo corrompió a él.

      Jonathan Murray también nació aquí, a solo cinco minutos de Sammy, pero la distancia entre los dos es abismal. No es solo el dinero lo que los separa. Es la educación y la reputación, así como otra cosa más difícil de definir, una forma completamente distinta de ir por la vida. Jonathan no puede decir que conozca esta ciudad como la conoce Sammy, pues conocer implica familiaridad y, hasta donde le alcanza la memoria, él siempre ha mantenido cierta distancia. Él no la siente como su ciudad. Ni siquiera algo parecido. Conduce por sus ajetreadas calles a diario y no se para a mirarlas. No podría decir con certeza que este lugar ya no es el que era hace diez años ni señalar ninguna diferencia importante con los tiempos de los tiroteos de los años setenta y ochenta. Para él podría ser cualquier otra ciudad del mismo tipo: mediana, industrial, bañada por el mar. Cardiff. Liverpool. Glasgow. Hull. Una metrópoli lluviosa es como cualquier otra. Jonathan no sabe realmente dónde está ni cuál es su sitio; qué significa ser de un lugar.

      Esto es Belfast. Esto no es Belfast. Esta es la ciudad de la que ninguno de los dos puede escapar.

      *

      Es verano en la ciudad. Todavía no es pleno verano, pero sí hace suficiente calor para que los chavales vayan sin camiseta y la espalda, la tripa y los hombros ya se les estén poniendo del color rosa de las lonchas de jamón cocido. Este verano hay Mundial. A la gente de aquí le gusta especialmente el fútbol porque es un deporte en el que hay dos bandos y se pegan patadas. Por las ventanas abiertas de casi todas las casas de Belfast Este se oye el ruido de los espectadores de la retransmisión. La gente ha estado bebiendo. La gente va a seguir bebiendo. Por la mañana va a oler como huele un trapo mojado en una habitación cerrada. En el cielo hay un helicóptero, zumbando como una especie de insecto. Sus palas desplazan el aire caliente de un lado a otro. Está prácticamente inmóvil en el aire.

      Las mujeres, en su mayoría indiferentes a los deportes, han sacado sillas del comedor a la calle. Están sentadas delante de sus casas como rollizos budas, viendo pasar los coches que circulan con lentitud. A veces gritan algo a las vecinas de la acera de enfrente: «Qué bien que haga bueno otra vez», o «Dicen que para el fin de semana va a cambiar el tiempo». A veces se meten en sus pequeñas cocinas y salen con alguna bebida gaseosa en un vaso o una lata. Antes de bebérsela, se ponen el recipiente frío en la frente un minuto y suspiran. Después se les queda la piel rosa, como si se hubieran quemado. Sus escotes en forma de V también tienen un tono rosado que está empezando a volverse rojo. Esta noche les va a escocer la piel como si se hubieran ortigado, pero ni se les pasa por la cabeza echarse crema protectora. La crema protectora es solo para las vacaciones en el extranjero. El sol de aquí no tiene tanta fuerza. No provoca tanto cáncer como el sol del continente. Todas las mujeres de esta calle están decididas a ponerse morenas de aquí a septiembre. Llevan las faldas levantadas por encima de las rodillas, lo que deja ver sus muslos separados y sus varices, la pelusilla del invierno en las piernas y, de vez en cuando, un pequeño atisbo de la puntilla de una enagua. Son sus madres y son sus abuelas. Llevan vigilando el barrio de forma parecida desde que, en respuesta a la demanda de viviendas cerca de los astilleros, surgieron un centenar de calles con filas de adosados y esto empezó a conocerse como el célebre Belfast Este.

      Los hijos de estas mujeres están viendo el partido o dando patadas a sus propios balones entre los coches. Están montando en sus bicicletas heredadas, recorriendo la calle de un lado para otro con movimientos tambaleantes y sin manos, con los brazos en alto como si los hubieran pillado en plena oración carismática. Les quedan dos meses enteros de vacaciones. Todo julio. Todo agosto. Cuando piensan en la vuelta al colegio es como si pensaran en la distancia entre sistemas solares. Esto es la eternidad y a los niños les da vueltas la cabeza solo de pensar en algo tan inmenso.

      Corre aire caliente por Belfast Este. Alguien ha encendido una barbacoa. A las mujeres se les mete el olor a carne en la nariz y se les hace la boca agua. Si dura el buen tiempo, este fin de semana sacarán sus barbacoas. Si dura aún más, quizá vayan de excursión a algún sitio de la costa: al norte, a Portrush, donde tienen amigos que tienen caravanas estáticas, o al sur, a Newcastle, al parque acuático. A los niños les encantan el parque acuático y la larga playa de arena.

      En Belfast Este no hay nada parecido a una playa, no hay ningún sitio para los niños aparte de la calle y, al final de la calle, la tienda. Ni siquiera hay un parque ni ninguna zona verde de un tamaño decente. La gente cree que Belfast Este es rojo, blanco y azul, pero estas mujeres saben que no es así. El color de Belfast Este es el gris, cuarenta tonos de gris, cada uno más intenso que el anterior. Esto conjunta perfectamente con la lluvia y solo es un problema cuando sale el sol. Aquí no hay donde colocar una barbacoa. Cuando delante y detrás de tu casa tienes calle en lugar de jardín, no tienes donde poner una tumbona. En verano, el resto de la ciudad apesta a hierba y a setos cortados. En Belfast Este no hay hierba que cortar. Aquí el verano huele a alquitrán derretido y a contenedores de basura, al humo que despiden los coches de Newtownards Road. En los días más calurosos aún se puede oler el mar, pudriéndose en la cuenca del Connswater, como el hedor a huevo y a salmuera de un baño público.

      Son casi las cinco. Se ha acabado el partido. Han ganado, lo que quiere decir que en el otro lado de la ciudad han perdido. Aquí para todo hay dos bandos, especialmente para el fútbol. Todo el mundo está obligado a escoger uno y no cambiar.

      Los hombres se están levantando del sofá y quitando el sonido a la televisión. «¿Qué hay de cena?», preguntan a las mujeres.

      «Eso digo yo, ¿qué hay de cena?», contestan las mujeres.

      Lo dicen con descaro, con una mano en la cadera y los hombros inclinados hacia la izquierda, como niñas con tacones. En Belfast Este todas las comidas van precedidas de un rifirrafe. No hay nada asegurado hasta que se da el primer bocado. El contenido de la nevera se examina, se combina, se