Jan Carson

Los incendiarios


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por algo que haga bulto.

      Esta noche, mientras se están cenando su pastel de carne con puré de patatas, sus gofres de patata y su arroz cocido en bolsa, la gente de Belfast Este percibe el olor de la carne a la barbacoa que pasa flotando sobre sus platos. El aroma los hace sentirse decepcionados con su propia cena. Nada de lo que coman esta noche les va a saber tan bien como la barbacoa que se están zampando en su imaginación. Tras el de la barbacoa llega otro olor a quemado, como el de un secador de pelo que lleva demasiado tiempo encendido. En algún lugar de Belfast Este se está quemando algo. No es el primer fuego de la temporada. No será el último.

      Distintas zonas de la ciudad están en llamas. Incendios aislados aquí y allá, todos planeados y provocados por personas diferentes. No se trata de las hogueras normales de la Noche del Once, con las que cada año se anuncia la llegada de otro Doce de Julio. Estas hogueras no son las tradicionales y no estaban previstas. Al cerrar sus ventanas de PVC para que no entre el humo, las mujeres notan el olorcillo a quemado y chasquean la lengua con desaprobación. Les gusta una buena hoguera como al que más, pero no les parece bien que se enciendan antes de lo programado. Ni siquiera es julio todavía. Apenas ha empezado la temporada de marchas.

      Por la noche, vistos desde las colinas de Black Mountain y Craigantlet, estos fuegos parecen velas de cumpleaños o flores de color ámbar desperdigadas por el paisaje urbano. Son sorprendentemente hermosos. Desde esa distancia no se percibe el calor que despiden. Tampoco se aprecia ningún patrón. Lo único que relaciona los distintos fuegos entre sí es su altura —todos están a al menos diez metros del suelo— y su propósito, que, tal como les gusta expresarlo a los políticos, es el deseo de ocasionar el mayor trastorno posible.

      Las nuevas hogueras han sido condenadas por todo el espectro político. «La época en que se hacían esas cosas ya pasó», dicen los políticos. En la televisión se les ve la mirada vidriosa. Esto es el resultado de pasarse años mirando fijamente al objetivo de una cámara y mintiendo. «Todo eso ya quedó atrás —afirman—. No se va a tolerar esta clase de comportamiento». No se lleva a cabo ninguna detención. Los incendios continúan. La ciudad sufre jaquecas por el pitido constante de las sirenas que se desplazan a toda velocidad de un incidente a otro. Los agentes de policía que acuden a los incendios reciben botellazos y ladrillazos. Ahora van preparados para encontrar altercados y llevan material antidisturbios. Los bomberos no dan abasto. Están pensando en pedir ayuda al resto del país: más efectivos, más camiones, una perspectiva nueva del mismo amargo problema. Quizá prohíban utilizar agua para regar y para llenar las piscinas hinchables.

      Nada de esto es del todo inaudito. En esta ciudad el verano siempre es una época de crispación. Siempre hay sirenas y hogueras y grupos de gente indignada protestando. Quienes se pueden permitir escapar de la peor parte siempre se van de la isla y vuelven cuando ha pasado. Lleva siendo así desde hace décadas. Pero este verano es diferente. Este verano acabará conociéndose como el Verano de los Fuegos Altos. Se escribirá con mayúsculas, para que se asocie con otros acontecimientos históricos importantes.

      Es junio y aún no ha llegado el verano propiamente dicho, pero en toda la ciudad hay gente intentando encontrar una manera adecuada de llamar a lo que está ocurriendo, un nombre colectivo que poder emplear en sus conversaciones. Se necesita algo que sea general y específico al mismo tiempo; una palabra que sirva para diferenciar este año de las temporadas de hogueras que marcan el comienzo y el final de cualquier verano normal. ¿Un bautismo de fuego? No es del todo apropiado, ya que un bautismo es algo sagrado y este periodo no está teniendo nada de sagrado. Se parece más a los bombardeos de la segunda guerra mundial. A veces parece que la ciudad entera está ardiendo y que las llamas se propagan de un edificio al siguiente. Los más ancianos del lugar todavía recuerdan las cálidas noches de 1941, cuando la ciudad entera quedó envuelta en las rojas llamas de la crueldad alemana y todos menos los más ricos huyeron hacia el monte con almohadas y mantas en las manos. Aunque vistas desde lejos puedan parecer similares, estas noches son muy diferentes. Los Fuegos Altos no han sido provocados por un enemigo lejano. Esta es la clase de violencia que un grupo de gente ejerce contra sí mismo.

      Es imposible saber quién es el primero en llamarlos así: un periodista, un presentador de los informativos, un niño, quizá, ya que parece la clase de expresión que utilizaría un crío. A finales de junio ya han dejado de llamarse «fuegos aislados» e «incendios provocados». Todo el mundo se refiere a ellos como «los Fuegos Altos». Ahora ya no se habla de ello solamente en la prensa local. Aparece en los periódicos del resto del país y en la BBC de verdad. Los políticos temen que la noticia llegue a Estados Unidos: los posibles visitantes recordarán que esta no es una ciudad segura. Esto es algo que hay que evitar a toda costa.

      En Belfast Este, la gente tiene un dilema. Quemar cosas es parte de su cultura, pero no pueden aceptar que se haga sin orden ni concierto. En las callejuelas del barrio están todo el día dale que te pego con si está bien o está mal. Cualquiera que pegara la oreja a los finos muros que separan una casa de la siguiente podría oír trozos de las discusiones que se filtran a través del papel pintado: «Es nuestra tradición»; «¿Por qué tenemos que hacer caso a los políticos?»; «Tarde o temprano va a haber algún herido». Sí, la gente de Belfast Este tiene un dilema. Tienen una visión peculiar de todo el asunto.

      En esta zona de la ciudad siempre ha habido hogueras. No fogatas fortuitas como estas, sino hogueras tradicionales, limitadas a una sola noche del año. Cada mes de julio, durante la Noche del Once, la ciudad entera estalla en llamas y a continuación vuelve a apagarse, y aunque en el momento es un horror, al menos solo ocurre una vez al año. Esta costumbre tiene una explicación histórica. Algo que ver con cómo el rey Guillermo de Orange fue capaz de orientarse por una ciudad a oscuras gracias a las hogueras que le señalaron el camino. Algo que ver con preparar a la gente para las marchas orangistas del Doce de Julio. Casi nadie recuerda la historia en detalle, pero el recuerdo del fuego es difícil de olvidar. No son hogueras como las que se podría imaginar alguien de fuera, con palos, troncos y quizá una efigie de Guy Fawkes ardiendo en lo alto. Estas son montañas de madera ardiente que tardan dos meses o más en construirse.

      Todo el mundo participa en la construcción, sobre todo los niños. Van de puerta en puerta pidiendo madera y muebles. Los amontonan en carretillas y monopatines y los arrastran por las calles hasta el lugar donde se va a levantar la hoguera. Se turnan para quedarse a dormir junto a la madera y protegerla de los robos y de los elementos externos que podrían hacer que prendiera antes de tiempo. Los chavales más mayores se encargan de la construcción. Han aprendido cómo se hace de sus padres y de sus dadivosos tíos, que también les enseñaron a beber y a mear en la calle. Hay toda una técnica arquitectónica para colocar los palés de madera y los neumáticos que mantienen estos grandes templos en pie, para agrupar y conectar todos los componentes hasta que la cumbre de la hoguera se eleva muy por encima de los sombreretes de las chimeneas de alrededor.

      Cuando se encienden las hogueras, las llamas alcanzan los treinta metros de altura. La ciudad entera queda envuelta en una densa humareda. El calor es un dios enfurecido. Las ventanas de los alrededores se comban. Las antenas parabólicas se inclinan como flores marchitas tras una semana en un jarrón. La gente no puede quedarse en sus casas por miedo a achicharrarse. Los niños gritan, con miedo y con un leve placer, y a veces la estructura entera se viene abajo. El fuego desciende por la calle como si un volcán hubiera entrado en erupción. Es algo glorioso de presenciar, desde los alrededores, con una cerveza fría en la mano. Siempre hay música alta. Si cierras los ojos, parece como si la Navidad hubiera llegado antes de tiempo.

      La otra cara de las hogueras ya no es tan alegre. Hay heridos. Niños que se caen desde mucha altura. Que se rompen algún hueso o se matan. Las chispas que escupe la madera seca alcanzan los chándales de tejidos sintéticos y el fuego clava sus dientes en brazos o piernas hasta desgraciarlos. Los espectadores beben, beben demasiado, y para cuando llega la medianoche están pegando puñetazos a los hijos de sus vecinos. Se ven sus siluetas recortadas contra las virulentas llamas de la hoguera. Esas son las fotografías que quieren los periódicos. Después de esa noche, el asfalto sigue bullendo durante casi una semana. Las calles quedan permanentemente dañadas y repararlas cuesta dinero público. La gente que no se ha criado con esta costumbre cuestiona que encender enormes hogueras en zonas residenciales sea una idea sensata y se pregunta