Jan Carson

Los incendiarios


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de Castlereagh Road y está prácticamente atado a la casa. No se ha enterado de lo de los Fuegos Altos ni de la prohibición de construir hogueras de más de diez metros. Ni siquiera sabe que este año hay Mundial, aunque es ligeramente consciente de que hace calor y de que, por lo tanto, debe de ser verano. Lleva semanas sin pensar en otra cosa que no sea su hija.

      Ha tardado mucho tiempo en ponerle un nombre. Ese nombre es Sophie y aún no lo tiene del todo decidido. El miedo a su hija es lo primero en lo que piensa cada mañana. Todas las noches se va a dormir con el peso de su presencia sobre los hombros. En otras circunstancias podría haberla querido, pero ahora no se lo va a permitir a sí mismo. Tampoco va a tratarla con crueldad.

      Cierra las cortinas, pero el olor a humo permanece en la habitación. Jonathan se crio en Belfast Este y está acostumbrado a este olor. Debe de ser época de hogueras. Qué rápido han pasado las semanas. Ya hace un año de la madre de Sophie.

      Hoy está dormida boca abajo y el bulto blanco del pañal se adivina bajo la manta. Ha estado haciendo calor, así que lleva tres días sin vestirla. Es de agradecer no tener que poner la lavadora. ¿Quién le iba a decir la cantidad de ropa que puede ponerse un bebé a lo largo de un día o cuántas veces necesita comer? Ha tenido que aprender un montón de cosas.

      Jonathan se para junto a la cuna de Sophie y la observa respirar. Cuando está dormida no es tan terrible, pero es difícil fiarse de ella. Se agacha y le mira la cara a través de los travesaños de la cuna. Tiene las comisuras de los labios ligeramente levantadas. Eso ya no es por los gases. Está empezando a sonreír. Pronto vendrán otras fases y, antes de que pueda impedirlo, llegarán las palabras.

      Sophie no debe hablar, pues no hay forma de saber con seguridad lo que va a decir. Jonathan está pensando en cortarle la lengua. Lo hará bien, ya que es médico. Estuvo siete años formándose para saber cortar partes del cuerpo y volver a coserlas. Esta noche no es la primera vez que se para junto a la cuna de su hija y se imagina a sí mismo cortándole la carne y el músculo ondulado. Ha tenido en cuenta la sangre y cómo va a detener la hemorragia, la anestesia que va a necesitar, los analgésicos para después. Tiene la esperanza de que las cosas no lleguen a ese punto, pero si lo hacen no se va a permitir otra alternativa.

      Jonathan cierra la ventana de la habitación de Sophie. Esta noche hace muchísimo calor. El ambiente en Belfast Este es como el del interior de una tubería en la que se está acumulando cada vez más vapor.

      2. BELFAST, CIUDAD DEL AMOR

      Siempre he sido Jonathan. Nunca John. John es como se llama mi padre. Ya está cogido. Desde luego no soy Jonny, aunque a veces en la intimidad hago como que me llamo así y voy andando por la casa con aire arrogante, con la barbilla en alto como un malote. Jonny Murray es un nombre como de jugador de rugby, o de un chaval con el que coincides en los baños de una discoteca de Cookstown y que no para de hablarte mientras se lava las manos con agua fría. Jonny Murray está a gusto consigo mismo. Conduce con aire relajado, cogiendo el volante con una sola mano, y lleva camisetas con cosas escritas, una distinta cada día: «Pringado», «Harvard», «¿Qué pasa, nenas?». Jonny se dirige a las mujeres como si todos ellos hablaran el mismo idioma. No le da miedo bailar ni que lo miren de arriba abajo, que es el origen de todos mis miedos.

      Creo que me habría gustado ser Jonny, o quizá otra persona completamente diferente.

      Pero soy Jonathan, con sus tres sílabas, solo Jonathan y siempre Jonathan. Esto no fue decisión mía. Primero tuve unos padres, como unos nervios pinzados, que me llamaban así, y después me hice médico. Entre una cosa y la otra no tuve espacio para maniobrar. He pensado en cambiarme el nombre, pero con treinta años es demasiado tarde, aparte de que mis pacientes no se fiarían de un médico llamado Jonny.

      En tiempos intenté usar un diminutivo. Sobre todo en la universidad, cuando aún lo intentaba con las chicas. Alargaba el brazo por encima de la mesa para darle la mano a una desconocida (me valía cualquiera que tuviera un aspecto aceptable) y decía: «Hola, soy Jonny Murray, encantado». Pero Jonny siempre ha quedado mal con Murray; demasiadas íes griegas chocándose. Mi propio nombre se me atascaba en la boca, como saliva seca. Muchísimas chicas reaccionaron dándome la espalda y volviéndose sin vacilar hacia otras conversaciones, sin llegar ni a decirme sus nombres. Al final tiré la toalla. Entonces volví a ser Jonathan o, la mayor parte del tiempo, a mantener la boca cerrada.

      En el centro de salud soy el doctor Murray tanto para los pacientes como para mis compañeros. Con estos últimos me pregunto si es por falta de confianza o si simplemente es lo recomendable entre profesionales. Me quedo escuchando a través de la puerta de la sala de personal para ver si los otros médicos se llaman por sus nombres de pila. Es imposible saberlo. Solo dicen cosas como «¿Me pasas una cuchara?» o «¿Hay leche en la nevera?». Casi nunca tienen necesidad de utilizar nombres de ningún tipo. Aun así, tengo la sensación de encontrarme fuera de un círculo. Estoy casi seguro de que los otros médicos se llaman Chris, Sarah y Martin/Marty cuando yo no estoy delante. Sospecho que todos se van a tomar algo después del trabajo y que a mí nadie me dice nada. Intento repetirme a mí mismo que tampoco me importa demasiado y por las tardes los observo salir del aparcamiento por una rendija de la persiana de mi consulta. Van en coches separados, pero eso no quiere decir nada.

      Últimamente he empezado a tener una especie de fantasía en la que las recepcionistas del centro de salud me llaman Doc. El sonido de sus voces pronunciando ese nombre es como una taza de leche caliente. Sé que es absurdo, además de poco práctico, ya que en el centro somos cuatro médicos y todos tendríamos el mismo derecho a que nos llamaran así. Es mejor inventarme un apodo solo para mí. Quizá Menta, por la marca de caramelos que coincide con mi apellido. Pero sé que ni una sola de las recepcionistas ha acabado el instituto. Son criaturas amables que saben escribir a ordenador y contestar el teléfono. A ellas solas no se les ocurriría algo tan ingenioso como Menta. He abandonado mi fantasía. Mi pragmatismo está presente en todo momento, hasta cuando fantaseo con las recepcionistas y con lo que llevan puesto debajo de la blusa.

      No tengo un segundo nombre. La culpa de eso es de mis padres. No tenían planeado tener hijos. Si les hubieran obligado a pronunciarse, quizá habrían dicho que preferían tener perros o adornos para el jardín que versiones de sí mismos en miniatura. Yo fui, y sigo siendo, «un accidente», aunque en realidad creo que esa palabra es un término inapropiado para el acto de plantar la semilla de un hijo en el vientre de tu mujer. Los accidentes son acontecimientos no intencionados, como un plato roto o un coche siniestrado. A menudo interviene el alcohol. Sin embargo, «accidente» es la palabra que siempre se ha empleado en la familia Murray para describir mi concepción. Una descripción más apropiada podría ser «desenlace decepcionante», o quizá «desafortunada consecuencia», pues me han contado que el acto en sí estuvo cuidadosamente planeado y que hubo hasta velas.

      Tras el «accidente» inicial, mis padres disfrutaron el uno del otro durante nueve largos meses. Esto tendría que haber sido tiempo más que de sobra para ir haciéndose a la idea de tener un hijo. No se fueron haciendo a la idea de tener un hijo, sino que se pasaron esos meses bebiendo, saliendo a cenar y yéndose de vacaciones con amigos a la Costa Azul, disimulando su creciente problema con blusones y vestidos sueltos. Mi padre me ha contado que descubrir el vientre de su mujer, expandiéndose con la entrada en el tercer trimestre, le causaba una enorme impresión cada vez que mi madre se quitaba la ropa para irse a dormir. Era incapaz de mirar directamente a la tripa, por lo que dirigía la vista hacia un lado, con la mirada desenfocada, como cuando hay una escena muy angustiosa en la televisión y uno la ve pero sin verla. «¿Qué vamos a hacer con esto?», preguntaba mi madre, señalando el lugar donde los pantalones ya no le abrochaban, y mi padre se encogía de hombros y contestaba: «Mañana lo hablamos». Se servían un vino, normalmente tinto, y a la noche siguiente se repetía la misma escena, como un capítulo antiguo de una serie de televisión. Cuando llegó el bebé, mi madre todavía seguía diciendo: «¿Qué vamos a hacer con esto?», pero la respuesta ya no podía seguir posponiéndose.

      Hay que señalar que esta es la clase de cosa que en mi infancia servía como cuento para contarme antes de dormir. Quizá no es de extrañar que haya salido como he salido.

      Ninguno de los dos había deseado