y los rostros boquiabiertos, derritiéndose, como aquel cuadro de Edvard Munch que los estudiantes aún cuelgan en las paredes de sus dormitorios. Sammy espera que Mark haya visto los daños que está provocando. Espera que se sienta fatal, aunque algo le hace sospechar que Mark es incapaz de sentir arrepentimiento alguno. Sammy mantiene la mirada en sus pies, que siguen subiendo y bajando. La preocupación lo tiene completamente ensimismado. No ve al anciano hasta que casi lo está pisando.
El anciano está delante de su casa, sentado en un cubo dado la vuelta. A su lado hay un perro, un terrier Jack Russell tan viejo que tiene la misma tripa flácida y la misma barba desgreñada que su dueño. Se le ve gordo y a la vez débil, igual que al anciano. Los años han acallado sus ladridos. Cuando mira a Sammy y abre la boca, el sonido que emite es como el estertor artrítico de la bomba de un acuario a punto de morir. No es la clase de perro que uno querría tocar sin guantes, pero el anciano lo tiene abrazado como si fuera su primogénito.
—Pero bueno, ¿qué hace ahí sentado? —exclama Sammy, parándose en seco—. Casi me caigo encima de usted.
—Estoy mirando mi casa —contesta el anciano.
No se levanta, de modo que Sammy tiene la cabeza mucho más alta que él, al menos medio metro. Ve la constelación de manchas marrones de la edad en la calva del anciano, como un halo. Percibe su olor a persona mayor, como a papel y a tostada quemada, que le penetra hasta el fondo de la nariz. El perro levanta la cabeza como si fuera a morderle, pero es demasiado esfuerzo. Está muy mayor. El anciano le pone una mano en la cabeza y el perro se queda dormido casi al instante.
Sammy mira hacia la casa que tienen delante. Es el típico adosado con dos habitaciones arriba y dos abajo y un jardín minúsculo delante. Solo en esta calle hay otra treintena de casas idénticas en fila. Lo único por lo que destaca es por el fuego. El interior de la vivienda está ardiendo. A través de las ventanas del piso de abajo, Sammy ve las llamas ascender por las cortinas como largas lenguas rojas. El tresillo Chester, un modelo de poliéster marrón y naranja, ya está siendo devorado por el fuego, que hace juego con el estridente estampado setentero. Sammy siente el calor en las mejillas y los brazos incluso estando en la acera.
—Oiga, se le está quemando la casa —dice—. ¿Ha llamado a los bomberos?
—Aún no —contesta el anciano—. Voy a esperar unos minutos, solo para asegurarme de que ha prendido del todo.
—¿Lo ha provocado usted?
—Claro que no. Han sido unos chavales.
—Qué cabrones. Si es que ya no saben lo que hacen, provocando incendios por todas partes. ¿Usted se encuentra bien? Podría haber muerto. Estas casas prenden como la gasolina.
—Ah, yo estoy estupendamente. Estaba aquí fuera con Towsie cuando ha empezado.
—Le podría haber pillado dentro, durmiendo. De verdad que estos chavales… Hay que estar tonto para ir por ahí prendiendo fuego a las casas de la gente.
—No, no, hijo. No lo has entendido. Les he pedido yo que lo hicieran. Les he pagado cien libras para que quemaran la casa.
Sammy mira fijamente al anciano. Irradia tranquilidad, la clase de calma que se puede apreciar en la superficie de un charco cuando no hay viento y el reflejo del cielo resplandece igual que el cielo que está encima. No parece nada afectado por lo de la casa.
—¿Es para cobrar el dinero del seguro? —pregunta, aunque nunca ha oído que nadie fuera detrás del dinero del seguro con una casa de este tipo. No merecería la pena.
—No, qué va, el seguro me importa un pepino. Mañana me mudo a una de esas viviendas de Fold para gente mayor y no quiero que el Gobierno se quede con mi casa. Cuando te vas a una residencia, se apropian de todos tus bienes para pagarla. Es un robo a mano armada, eso es lo que es.
Sammy no expresa ninguna opinión. Quiere irse de allí. Se le está achicharrando la espalda y le preocupan los materiales sintéticos del jersey, que enseguida van a empezar a derretirse. Cree que el anciano ha perdido la cabeza, pero sería indecente dejar a una persona mayor sentada en un cubo mientras se quema su casa.
—¿Seguro que no quiere que llame a los bomberos? —pregunta.
En lugar de responder, el anciano dice:
—Se la he colado, ¿verdad, hijo? —Empieza a reírse como loco, balanceando el cuerpo adelante y atrás sobre el cubo, como un chiflado al que hubieran dejado pasar el día fuera del manicomio—. Se la he metido doblada a esos cabrones.
—Desde luego —dice Sammy.
Siente un cansancio muy profundo, la clase de cansancio que no se pasa durmiendo.
La risa del anciano despierta al perro, que empieza a aullar como si estuviera poseído. A continuación, se levanta de la acera, se coloca detrás de su dueño y se pone a orinar, con chorros intermitentes, contra el cubo. Sammy siente que le va a explotar la cabeza. Se mete detrás de un seto para llamar a los bomberos en privado. No quiere faltar al respeto al anciano, pero le preocupan las casas de los lados y las personas, mascotas y enseres de dentro, que se están calentando por momentos.
La chica de la centralita del número de emergencias tiene un acento cerrado de Fermanagh. Es difícil entender las palabras que tienen varias vocales. Tampoco pronuncia muy claramente las consonantes, pero Sammy consigue captar que no le preocupa demasiado el incendio del anciano.
—¿Hay algún herido? —pregunta la operadora—. ¿Puede apagarlo usted mismo con una manta? ¿Es un edificio catalogado o uno normal? Ahora mismo estamos teniendo que dar prioridad a los edificios antiguos e importantes, como el ayuntamiento o los castillos.
El tiempo de espera para un camión de bomberos (y no le va a engañar, dice la chica, tratándose de un incendio de ese tamaño igual no va más que una furgoneta con cubos y extintores) es de unos veinte minutos, lo cual, continúa, «no está muy mal» y es «mucho menos de lo que va a ser esta noche, cuando los incendiarios se pongan en serio».
Sammy cuelga el teléfono y va a avisar a los vecinos de que, aunque sus casas aún no estén ardiendo, seguramente deberían ir llamando a los servicios de emergencias. Informar a los bomberos de que su casa va a estar en llamas dentro de unos veinticinco minutos puede suponer la diferencia entre conseguir apagar el fuego o ver cómo se propaga por toda la fila de casas.
Mientras camina hasta el final de la calle, esperando ingenuamente ver aparecer un camión de bomberos antes de lo previsto, Sammy piensa en los fuegos de su juventud: las hogueras, las casas calcinadas, la tienda de muebles del final de Newtownards Road que rociaron con gasolina cuando los dueños no pagaron el impuesto revolucionario, los negocios que quemó por el dinero del seguro y todos esos coches a los que prendieron fuego solamente por la perversa euforia que sentían al sembrar el caos.
En aquellos tiempos los volvía locos quemar coches.
Sammy recuerda concretamente la noche que salieron de la ciudad y recorrieron unos cincuenta kilómetros en dirección norte, hasta uno de los pueblecitos agrícolas de las afueras de Ballymena, en medio del campo. En el asiento trasero de su Ford Cortina iban arracimados varios tipos fortachones, así que fue conduciendo por aquellas carreteras rurales con los bajos del coche pegados al suelo, chirriando cada vez que la parte trasera tocaba los montículos y baches embarrados. Era el año 1986 y todos llevaban pistola. Sammy tenía la suya guardada en la guantera. Lo había visto en una película americana, Malas calles o Harry el Sucio. Le bastaba saber que la pistola estaba ahí para sentirse como un gánster. A veces, en los semáforos, abría la guantera y dejaba que sus dedos acariciaran el frío metal gris. Pensaba en disparar al conductor que estuviera parado a su lado en el semáforo. Podía hacerlo si quería. No los separaba nada más que cristal. Sammy nunca disparó a nadie en un semáforo, pero solamente de pensar en ello le hervía la sangre. La sentía correr por las venas y los pulmones, cálida como el whisky.
Esa noche en concreto fue en febrero o principios de marzo. En el campo, sin farolas que interrumpieran la negrura, a las cinco ya era noche