Jan Carson

Los incendiarios


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una carretera por la que no pudiera circular más de un coche a la vez. La gente conducía despacio por aquellas carreteras, por miedo a las curvas y al ganado suelto. Cuando pasaba un coche, Sammy y sus amigos lo paraban haciendo señas con linternas, apuntaban al conductor a la cabeza con sus pistolas y gritaban: «Canta La banda o apretamos el gatillo y te volamos los sesos. A ti y a todos los del asiento de atrás».

      El objetivo era meter el miedo en el cuerpo a todos los católicos que encontraran. El objetivo enseguida se había distorsionado, con el subidón de gritar a desconocidos en medio de la oscuridad. Se sentían como dioses cuando las mujeres se ponían a llorar, cuando los hombres suplicaban y cuando notaban el sudor de las pistolas en las frías manos. Se sentían intocables. No hacía falta uno de esos papistas de mierda para sentir aquello: valía cualquier pobre diablo con un Skoda.

      Algunos de los coches llevaban niños dentro y a esos los dejaban pasar, haciéndoles gestos con las manos (con las pistolas bien visibles) para que siguieran circulando. No eran unos degenerados. No habrían hecho daño a niños a propósito, aunque no tenían la misma paciencia con los ancianos. Los republicanos mayores eran casi peores que los jóvenes, con su jerigonza incomprensible y su manía de meter al papa en todas las conversaciones. Los viejos curas tampoco les daban ningún miedo. Al lado del bosque de Portglenone había un monasterio donde vivían unos cuantos, y Sammy y los demás se pasaron toda la noche bromeando entre ellos: «¿A que sería buenísimo presentarnos allí, prender fuego al monasterio y asustar a todos esos meapilas como Dios manda?». Otra cosa eran las monjas. Las monjas siempre les habían dado pánico. No habrían sabido qué hacer con una en una carretera desierta a esas horas de la noche. Habría sido como encontrarse con un fantasma.

      Cada vez que paraban un coche se tapaban la cara con pasamontañas, que volvían a subirse cuando no venía nadie por la carretera para poder fumar. Seguramente habría sido suficiente con los pasamontañas, sin las armas. La gente de la zona sabía lo que significaba una cara tapada. Aun así blandían sus pistolas y, de vez en cuando, se volvían hacia la oscuridad y disparaban un par de balas en dirección a los campos. El estruendo de los disparos, seguido de un eco que se adentraba en la negrura, era de locos, como algo propio de una película. Al oírlo, la gente gritaba y después se tapaba la boca con las manos para volver a meter el grito dentro, como intentando impedir que saliera el pánico.

      Hubo un chico joven que se meó encima en cuanto Sammy levantó la pistola. La mancha, que se fue extendiendo desde la entrepierna hasta cubrir toda la pernera, era oscura, como vino derramado en un sofá. Ni siquiera consiguió llegar hasta el final de la primera estrofa de La banda, aunque juró y perjuró que era protestante. Si hubieran querido, podrían haber mirado su carné de conducir y habrían comprobado que, efectivamente, se llamaba William y se apellidaba Rodgers. Los cuatro hombres armados se rieron de él, señalando los pantalones mojados y haciendo gestos con la cabeza a su novia, que lloraba silenciosamente en el asiento del copiloto, como diciendo: «¿Tú estás viendo la pinta de este? ¿Qué haces saliendo con un tipo que se mea encima en plena calle?».

      Cuando paraban un coche en el que iban católicos, le prendían fuego, dejaban a los ocupantes en el arcén y se desplazaban hasta otro lugar a cuatro o cinco kilómetros. A Sammy le gustaba la imagen de los coches en llamas formando una hilera en medio de la oscuridad de los campos, como almenaras de la época de los normandos. Aquella noche solo quemaron tres, pero fue como si los hubieran puesto allí expresamente para ellos. Era fácil distinguir a los conductores católicos de los protestantes. Los católicos no se sabían la canción, ni siquiera eran capaces de hacer un intento. Llevaban rosarios colgados del espejo retrovisor: un diminuto Jesucristo de plata que se balanceaba en su diminuta cruz de plata. También tenían cara de católicos, olían a católicos y llevaban el asiento trasero lleno de trastos de sus veinte hijos. A los hombres les pegaban (no mucho, y solamente puñetazos), por hacer algo. Era lo que se esperaba. Pero a lo que habían venido realmente era a quemar coches. Quemar cosas no era algo que se pudiera hacer todos los días en Belfast, al menos no sin permiso. Merecía la pena conducir hasta allí solo para ver los coches empezar a arder y las caras de sus dueños ponerse rojas como el demonio al presenciar cómo sus relucientes Fords y Peugeots quedaban reducidos a cenizas negras.

      El tercer católico de la noche fue diferente. Después de él, se les quitaron las ganas de quemar coches. Se metieron en el Cortina y volvieron a Belfast Este, parando por el camino a cenar fish and chips en Antrim.

      El tercer hombre iba solo. Había tomado el camino de Cullybackey para ir de Ballymena a Garvagh, donde le esperaba una joven esposa y un pedido de comida china en el chalé al que se acababan de mudar. Le sacaron toda esta información apuntándole con una pistola a la cabeza, aunque seguramente se lo habría contado de todas formas. Se comportaba con aire relajado, sin sudar apenas bajo su chaqueta de piel de borrego. Les preguntó si les importaba que fumara y, cuando le dijeron que adelante, ofreció cigarros a todos de su cajetilla. Se sabía La banda pero se negó a cantarla, aduciendo que era católico y que aquello era absurdo y humillante. Sammy le pegó tres o cuatro puñetazos en las costillas por decir eso, pero el tipo casi ni se inmutó.

      —¿Vais a quemarme el coche, chicos? —preguntó en cuanto recuperó el aliento. Cuando le dijeron que sí, que iban a prender fuego a su BMW nuevecito hasta reducirlo a cenizas, además de rajarle los neumáticos, contestó—: Bueno, supongo que no puedo hacer gran cosa para impedíroslo.

      Dicho esto, se sentó en la hierba del arcén y se fumó el resto de la cajetilla, encendiendo cada cigarro con la colilla del anterior. No pareció importarle lo más mínimo quedarse sin coche, ni siquiera cuando el fuego alcanzó el depósito de la gasolina y el BMW saltó por los aires.

      —¿Qué coño pasa contigo? —le preguntó Sammy. De pie a su lado, le pasó la pistola por el borde de la barba perfectamente recortada, primero bajando por una mejilla, a continuación deslizándola por el mentón y después subiendo por la otra mejilla, un gesto que empezó siendo amenazante pero que, al llegar a la tercera caricia, le pareció sumamente íntimo, como algo que un hombre no debería hacerle a otro.

      —Tengo un seguro estupendo —contestó el hombre.

      Aquello fue suficiente para que a Sammy se le encendiera una especie de bola de fuego dentro del cuerpo. Se lanzó a por la cara del hombre con el cañón de la pistola. Le rompió la nariz, le puso los dos ojos morados golpeándole con el canto de la mano y le dejó aquellas mejillas perfectamente afeitadas hundidas hacia dentro, como un suflé poco hecho. Cuando acabó con él, tenía la cara hecha papilla, de un color rojo en el que asomaban trozos blancos de hueso y de diente. Los demás se mantuvieron apartados, mirando: tres siluetas negras recortadas contra las llamas, como aquellos tipos del horno de fuego de la Biblia.

      Dejaron al hombre en una cuneta, no muerto pero casi. Después de aquel episodio, ninguno tenía cuerpo para seguir quemando coches. Dieron la vuelta y regresaron a Belfast. Sammy iba al volante. Se pasó todo el trayecto con el estómago revuelto, no por cómo le había dejado la cara a aquel hombre, sino por el hecho de que ese mismo hombre fuera a cobrar el dinero del seguro. No había forma de derrotar por completo a ese cabrón sin matarlo. Incluso si lo mataba, su mierda de esposa republicana cobraría el dinero del seguro, y de todas formas ya era demasiado tarde para volver a donde lo habían dejado. Igual estaba allí la pasma.

      Sammy no soportaba la sensación de haber perdido, aunque solo fuera un poco. Se le quedó metida entre los dientes y durante las semanas siguientes fue como si cada día se le fuera hinchando un poco más. Era lo único en lo que podía pensar con claridad. Todas las noches cerraba los ojos y veía a ese imbécil engreído con su abrigo de piel de borrego y su BMW nuevo, todo sonrisas, como diciendo: «¿Quién ha ganado ahora, Sammy Agnew?».

      Todavía piensa en el tipo de Garvagh cada vez que ve una chaqueta de piel de borrego por la calle o en la televisión. Hay más de las que uno cree. Derek Del Boy Trotter. El tío de Ballymena que da los resultados del fútbol. El puñetero David Beckham, posando con la mujer con sus abrigos a juego. Lleva treinta años pensando en esa noche al menos una vez a la semana. Ahora que está rodeado de fuego, le viene a la cabeza cada vez más a menudo.

      Sammy no